El reparto de la globalización

Por Luis de Sebastián, catedrático de Economía de ESADE (EL PAÍS, 28/05/06):

Algún observador del panorama político latinoamericano puede tener la impresión de que en la región se está formando un nuevo bloque de izquierdas. Hay gobiernos supuestamente de izquierda en Bolivia, Brasil, Chile, Uruguay, Venezuela; otro con gestos de izquierda en Argentina, y se podrían añadir, si son elegidos, presidentes de izquierda en Perú (Ollanta Umala o Alan García), México (López Obrador), Nicaragua (Daniel Ortega). Esos países juntos tienen más de tres cuartas partes de la población y de la riqueza de la región. En este sentido, se podría decir que América Latina se está haciendo mayoritariamente de izquierda. Pero esta afirmación es exagerada y superficial. Ni se está formando un nuevo bloque, ni lo que se está formando es de izquierda en el sentido tradicional del término. Ninguna de las diferentes izquierdas latinoamericanas es como la de Castro; pero ni siquiera como la de Allende o Daniel Ortega en su primer gobierno.

La efervescencia política que observamos en la región responde a un rechazo parcial y tranquilo del orden establecido por el Consenso de Washington en las décadas de los ochenta y noventa. Ese orden o sistema es el resultado de la integración de América Latina en el proceso de globalización, una globalización que, sin duda, ha creado mucha riqueza (aunque mal repartida) en la región, pero ha generado mucho descontento entre las mayorías populares. Las medidas propiciadas por el Consenso dejaron una huella permanente: la apertura comercial y la de los mercados financieros, la venta masiva de empresas de servicios, bancos y energía a extranjeros, que ha aumentado enormemente la presencia de las empresas multinacionales en la región. Sin embargo, la reacción de los ciudadanos no es para implantar el socialismo ni en su versión más dura (comunismo) ni en las más blandas (socialismo democrático) La economía de mercado se acepta con la misma naturalidad -o resignación- con que se acepta el sistema de democracia parlamentaria. La agitación política de estos días parece más bien una lucha, un tanto espontánea y desorganizada, por un mejor reparto de las ventajas de la globalización, un deseo que se expresa en el lema "otra globalización es posible".

Llamar de izquierda a movimientos populares como los de "los sin tierra", los cocaleros o los de etnias largamente ignoradas, dirigidos por caudillos que se creen elegidos no por los ciudadanos sino por la Providencia, sin una concepción integral y coherente de la sociedad que quieren crear, es como llamar de izquierda a la sublevación de Espartaco, el levantamiento de los campesinos alemanes en la época de Lutero, o la revuelta de los Sioux. Ser de izquierda no consiste en lanzar a los desposeídos contra los ricos y a los impotentes contra los poderosos, y de ninguna manera es de izquierda sembrar el odio y la intranquilidad en la sociedad. En política, ser de izquierda se funda en el respeto de la dignidad de los seres humanos, una concepción del Estado solidario, y unas prioridades de los gobernantes basadas en la igualdad de todos ante la ley y el derecho de todos a compartir en proporciones razonablemente iguales los bienes y valores creados por el trabajo y el capital. Y aunque en la práctica la defensa de estos principios tiene que llevar a limitar los privilegios de ricos y poderosos, la izquierda moderna tiene que actuar dentro del marco de la democracia parlamentaria, en una pugna respetuosa con los demás partidos que compiten por el poder, sin ventajas, ni atajos, ni abusos. Los caudillos no son de izquierda, por definición.

La izquierda en Latinoamérica aprendió durante la "década pérdida" de los ochenta que la estabilidad de la economía, sin una inflación desbocada, con una moneda creíble internacionalmente, un razonable equilibrio fiscal y un entorno favorable a los negocios, es un requisito necesario para progresar y ahorrar a los miembros más indefensos de la sociedad las angustias que genera la inestabilidad de las rentas, la incertidumbre por el futuro y la incapacidad de tomar riesgos. También aprendió que la redistribución de la renta y de la riqueza debe ser una prioridad insoslayable de los gobiernos, si quieren construir una sociedad más igual, justa y solidaria. Estabilidad macroeconómica y redistribución de la renta resume el modelo que la izquierda latinoamericana está llevando a cabo con éxito. Lula, en Brasil, y Bachelet, de Chile, incorporan los auténticos criterios de una izquierda que se mueve con eficacia en la globalización. Cuando Lula asumió la presidencia en 2003, el primer problema que enfrentó fue una sangría de capitales. Pronto comprendió que si no ponía fin a esta sangría, todos los demás planes para "hambre cero", redistribución de tierras, mejoras educativas, etcétera, no se podrían realizar. En 2006 lleva adelante planes integrales de redistribución de la renta en el ambiente tranquilo de una economía estable, una moneda que se aprecia, sin inflación y un cierto equilibrio fiscal. Y si la corrupción de su partido no lo descabalga y resulta elegido en octubre, tendrá tiempo para continuar la ardua tarea de reducir la escandalosa desigualdad de Brasil.

A la luz de los criterios expuestos se podrá dilucidar qué gobiernos son y no son de izquierda. Es evidente que no hay un nuevo bloque de países en la región, sobre todo desde que el mesiánico Hugo Chávez se ha dedicado a sustituir los anteriores proyectos de integración en Latinoamérica por un ilusorio mercado bolivariano a través del chantaje del petróleo y el gas natural (y la complicidad ingenua de Evo Morales). Lo que se consigue con estas cosas es dividir a los países "progresistas" de la región y dejarlos más expuestos a caer en las redes de los tratados con Estados Unidos.