El respeto a la Ley

Los jueces tendrán que decidir, tras un proceso con todas las garantías, la responsabilidad penal en que han podido incurrir los promotores, ejecutores y colaboradores de un acto de desobediencia sin precedentes como el del 1 de octubre de 2017. Sin perjuicio de lo que resuelvan, ya se puede afirmar, con la severidad que requiere semejante juicio de valor, que los independentistas, con el presidente de la Generalitat a la cabeza, han pulverizado la Constitución y, con ello, han hecho explícita su total insubordinación al ordenamiento jurídico vigente en España y, por supuesto, en Cataluña, lo que constituye un hecho de extraordinaria gravedad, que confirma los peores pronósticos y los calificativos más gruesos que personalidades de todos los órdenes y de todas las tendencias políticas expresaron en estas últimas semanas. Los patrocinadores del falaz derecho a decidir han conseguido la gran hazaña de situarse de manera consciente y voluntaria en el incumplimiento de la ley.

La quiebra del orden constitucional produce una honda preocupación, en primer término, porque se ha pretendido la destrucción de las decisiones políticas fundamentales en las que se sustenta nuestra convivencia desde 1978, comenzando por la titularidad de la soberanía, que según el artículo 1.2 reside en el pueblo español y continuando con el artículo 2 que conjuga el difícil equilibrio entre la afirmación de la indisolube unidad de la Nación española y la proclamación del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran.

A mi juicio, sin embargo, más grave que lo anterior es el modo displicente y soberbio en que los independentistas han vulnerado el artículo 10.1 de la Constitución Española, cuando proclama que "el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social". Probablemente nadie podía imaginar que llegaríamos a ver cómo la actuación de un poder público pervertido por sus titulares conseguiría que el orden político y la paz social quedasen profundamente violentados. Los derechos de los demás, en este caso, son los de todos aquellos que no compartimos una construcción política que ha confundido el autogobierno de Cataluña con un proyecto deudor de los peores totalitarismos, por el cual el "espíritu del pueblo" se antepone y sobrepone a todo y a todos.

Este incumplimiento constitucional es, a mi modo de ver, el balance más preocupante de lo sucedido en Cataluña el 1 de octubre, pues cuando se pierde el respeto a la ley se rompe la convivencia y restañar heridas sociales tan profundas resulta enormemente difícil.

Los independentistas, en su delirante alejamiento de la realidad, han podido llegar a creer que actuaban para liberar a un territorio oprimido del yugo dominador de una potencia colonial, evocando los mejores momentos de la independencia de Estados Unidos frente a la Corona británica. Nada más lejos de la realidad. Nada hubo de Boston tea party en el 1 de octubre y sí mucho de impostura, manipulación y abuso. Ignoran, además, los que así piensan que la gran contribución del constitucionalismo norteamericano, a comienzos del siglo XIX, no fue la teorización de un inexistente derecho de autodeterminación de los pueblos, sino una firme y contundente proclamación de la supremacía normativa de la Constitución y de su carácter vinculante para todos los ciudadanos y todos los poderes públicos. La más valiosa aportación de aquel acontecimiento histórico fueron las certeras y solemnes palabras del Juez Marshall en la capital Sentencia Marbury vs Madison (1801) que desde entonces permiten afirmar que cualquier acto contrario a la Constitución es nulo: "an act against Constitution is void".

La evolución de España en los últimos cuarenta años, en el terreno de la libertad, la igualdad o el desarrollo económico se debe, en gran medida, al respeto sin fisuras al mandato del artículo 9.1, conforme al cual "los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico".

Por el contrario, cuando las naciones se han apartado de esta regla, aparentemente simple, sólo se ha producido conflicto y caos. La propia historia constitucional de España es un buen ejemplo de la terrible inestabilidad que provoca la falta de respeto a la Constitución y a las leyes. Nuestro siglo XIX es una sucesión de normas fundamentales que pierden su vigencia y son sustituidas por otras a golpe de pronunciamiento militar, desobediencia institucional o simple agitación de las masas, llegando a situaciones tan estridentes como la proclamación solemne de una república bajo la legalidad de una Constitución monárquica. No es para estar orgullosos.

En la actualidad, para arrollar la legalidad constitucional vigente, el independentismo se nutre de una gigantesca falacia de composición, en el sentido aristotélico, como es predicar del todo lo que sólo puede decirse de la parte. Así, al hablar de Cataluña o de "los catalanes" se incurre en esta deliberada manipulación de la realidad, pues nadie puede hablar por Cataluña como sujeto político ni atribuirle los anhelos, sentimientos o reivindicaciones de quienes defienden la independencia de España, sean éstos muchos o pocos, lo evidente es que no son todos.

Junto a esta grosera falacia, omnipresente en el discurso independentista, la construcción jurídico-política es otra gran manipulación, pues consiste en defender que existe un sujeto político soberano, preexistente y preeminente a la Constitución, como es la nación catalana, cuya voluntad expresan de manera omnisciente los líderes independentistas (y nadie más) y que voluntariamente accedió a un pacto con España en 1978. Esos mismos líderes que tienen el monopolio de interpretar la voluntad del sujeto político colectivo nos traducen un estado de ánimo según el cual ese pacto se considera agotado y, por consiguiente, se promueve la ruptura del mismo añadiendo ribetes de legitimidad democrática a través de un referéndum de autodeterminación.

Sean cuales sean los sentimientos o aspiraciones -todas ellas legítimas y respetables- de muchos ciudadanos catalanes, la certeza jurídica es bien diferente. En 1978 no se alcanzó un pacto entre sujetos colectivos, pueblos o naciones constituyentes, sino que se aprobó con amplísimo respaldo ciudadano una Constitución, nacida de un único poder constituyente, el titular de la soberanía, el pueblo español, que en un ejemplar ejercicio de madurez democrática inauguraba una nueva época de libertad y prosperidad. Por si existía alguna duda, el Tribunal Constitucional en su jurisprudencia más temprana aclaró que la Constitución "no es el resultado de un pacto entre instancias territoriales históricas que conserven unos derechos anteriores a la Constitución y superiores a ella, sino una norma del poder constituyente que se impone con fuerza vinculante general en su ámbito, sin que queden fuera de ella situaciones "históricas" anteriores" (STC 76/1988, de 26 de abril).

Asimismo, la Constitución fue lo suficientemente prudente como para no pretender petrificar eternamente un régimen de convivencia política, de tal forma que la norma admite y regula el procedimiento para su reforma, sin ninguna limitación, a diferencia de otros textos constitucionales de la II Posguerra, como la Constitución italiana de 1947, que excluye la posibilidad de reformar la jefatura de Estado republicana o la Ley Fundamental de Bonn de 1949 que blinda la forma de gobierno republicana y la organización federal en länder. Nuestra Constitución, asumiendo otra de las enseñanzas del constitucionalismo norteamericano, hace suyas las reflexiones de Jefferson y acepta que ninguna sociedad puede tener una Constitución perpetua: "the earth belongs always to the living generation". La Constitución se puede, por tanto, reformar en su totalidad o en cualquiera de sus preceptos. Lo que no puede hacerse, en ningún caso, es desobedecer sus prescripciones o pretender derogarla unilateralmente, por la fuerza de los hechos. Exactamente eso es lo que ha hecho el presidente Puigdemont: intentar derogar la Constitución por la fuerza de los hechos.

En esa pretensión de quebrar el orden constitucional de forma deliberada, consciente, dolosa y profundamente irresponsable, no solo se resiente el respeto a la Ley -con lo que ello conlleva- sino que se lesionan los derechos de todos aquellos ciudadanos que no estamos dispuestos a asistir perplejos al espectáculo del derrumbe de nuestro sistema de convivencia, comenzando por la propia definición de lo que es España. Los independentistas han construido una gigantesca maquinaria retórica para convertirnos a los demás en extranjeros forzosos en nuestro país, para dividir familias, para levantar fronteras, mientras sostienen con singular descaro, en ese engendro antidemocrático llamado Ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la República, que los ciudadanos de la nueva República catalana mantendrán, si lo desean, la nacionalidad española. Es fácil advertir que solo desde la soberbia y un colosal desprecio por los derechos ajenos, digno de los peores postulados supremacistas, puede sostenerse algo parecido.

Por esta razón, en lugar de alentar debates de oportunidad, como el relativo a la inconveniencia para los catalanes de vivir en un nuevo Estado separado de España y fuera de la Unión Europea, considero una exigencia de dignidad democrática exigir que no se tolere el descuartizamiento unilateral de España y la derogación del ordenamiento constitucional vigente, lo que es tanto como decir, que se protejan los derechos de una mayoría frente a una minoría insolidaria, fanatizada y despótica en sus actuaciones.

Quienes consideren que nuestra Constitución está agotada en lo relativo al modelo de organización territorial o en cualquier otro aspecto, sin complejo a mencionar ninguno de ellos, que planteen la revisión constitucional por el procedimiento establecido para ello y con las garantías adecuadas. También aquí, la forma, diría Ihering, es la "hermana gemela de la libertad y la enemiga jurada de la arbitrariedad".

Dirán, tal vez, que todo es un problema emocional y que los defensores de la Constitución somos incapaces de reconocer y aceptar el sentimiento independentista de miles de catalanes. Acepto con profundo respeto los sentimientos de otros, sean cuales sean y, por el mismo motivo, pido que se respeten los de todos aquellos que sentimos profundo apego e inquebrantable pertenencia por la nación española e indudablemente, formando parte de ella, por Cataluña. Imagino que no existe una contabilidad oficial de sentimientos de pertenencia o una medida de su autenticidad, pero sí tengo claro que muchos españoles residentes hoy en todas las regiones de nuestro país han vivido o pretenden vivir algún día en Cataluña, han pasado o pasan allí épocas de su vida por razones profesionales, familiares o de cualquier otro tipo y, si no lo han hecho, quieren ser libres para poder hacerlo en cualquier momento y no como extraños, sino como compatriotas. Los sentimientos de unos y otros tendrán que hacer posible, en palabras de Arias Maldonado, que "el afecto nacional sea canalizado por la razón democrática". Tengo claro que eso solo puede suceder dentro de la Ley.

Francisco Martínez Vázquez es diputado y profesor de Derecho constitucional.

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