El resto y los demás

«Somos una nación por lo tanto tenemos derecho a decidir por nosotros mismos». Esta es la única verdad y causa que regula la relación del nacionalista con los suyos y con los otros. «La ley no se aplicará en Cataluña», oímos decir con frecuencia a líderes catalanes. «Esto podría ser motivo suficiente para sentar en el banquillo y causa para enjuiciar a los responsables», dicen los que defienden la Constitución. Los nacionalistas lo ven como un acto de resistencia necesario para conquistar un derecho. «¿Y si los llevan a la cárcel?» Parafraseando a los cristianos dicen: «Sangre de nacionalistas, fundamento de nación». Se olvida con frecuencia que el martirio no prueba la veracidad de las creencias del mártir sino sólo la fortaleza de sus creencias. A los nacionalistas les anima la esperanza de poder llegar a ser un Gandhi, un Mandela, quienes un día fueron considerados unos fuera de la ley por los opresores y hoy son héroes mundiales.

El Estado es el culpable de todos los males: de que no se pueda pagar las facturas a las farmacias, del estado lamentable de la enseñanza, del mal estado de las autopistas, de la falta de vías alternativas y de que los niños tengan que pagar al colegio por calentar la comida que llevan de su casa. La única manera de alcanzar una cierta estabilidad es liberarse del Estado opresor. Poder decidir es reconocer las diferencias que la prohibición de hacerlo trata de enmascarar. La nación no reconocida se convierte en un campo de concentración para los indígenas. No poder decidir reduce al nacionalista a una especie de refugiado en su propia patria.

El nacionalismo es algo a lo que uno se adhiere para llevarlo a la plenitud. Los nacionalistas para su legitimación y su identidad, necesitan una historia nueva que niegue la historia contada por el dominador. La historia no es la constatación objetiva de unos hechos, sino algo que entra en la composición de la propia situación histórica a la cual corresponde. La historia es una respuesta interesada a una situación histórica determinada; es decir, la historia se domestica. La realidad objetiva va perdiendo poco a poco su peso determinante. Los hechos son los mismos para los defensores de la Constitución que para los separatistas; lo que cambia es la interpretación de los hechos haciendo bueno aquel principio formulado por Nietzsche: «No hay hechos, sólo interpretaciones».

Lo imaginario, formado a partir del capital cultural recibido y adquirido así como de una proyección en el porvenir próximo, es el oxígeno sin el que decaerían irremediablemente la vida personal y colectiva. El nacionalismo se identifica con imágenes generadoras de deseo, repetidas una y mil veces hasta la saciedad, y se mantiene y fomenta con técnicas y medios publicitarios que crean la necesidad y la manera de satisfacerla. Una de sus características es la proliferación de los símbolos, disparadores emocionales.

Para ello es necesario un calendario nuevo que cree nuevas regencias temporales, fechas, y espaciales, lugares en donde se puedan celebrar actos especiales y a los que se pueda peregrinar en momentos señalados, y suprima las antiguas. La nueva identidad se crea acentuando las diferencias con la comunidad que la absorbía. El día de la Hispanidad, fiesta nacional, se instituye el día de la Salud mental, se retira la bandera española y se pone e impone la catalana, se prohíben los toros por crueles y se catalogan los toros embolados como patrimonio nacional. El nacionalismo no es religioso pero se apropia de lugares religiosos y ser convierten en emblemáticos de la nueva realidad. Fundar y recuperar espacios y tiempos propios, alejados de los del dominador es fundamental para la identidad nacional.

El nacionalismo es un acto de fe en la comunidad a la que se reconoce como única, propia, histórica y verdadera, y los que se oponen a tal reconocimiento son gente peligrosa e, ipso facto, declarada non grata, indeseable, fascista e inquisitorial. En esta oposición, uno de términos: los independentistas, está caracterizado por la existencia de la marca Cataluña, y el otro: los defensores de la Constitución, los parias, fieles a España que es el monstruo horrible, encarnación de todo lo detestable. Los israelitas señalaban sus puertas con la sangre del cordero pascual (Éxodo, 12, 13) para que el ángel exterminador pasara de largo, los independentistas la marcan con la bandera.

Las imágenes seducen y llegan mejor que los conceptos, y convierten acontecimientos accidentales tales como partidos de fútbol, cadenas humanas y manifestaciones, en acontecimientos esenciales que invaden y ocupan el universo de la vida cotidiana en detrimento de la ideología que está de capa caída. El acontecimiento no es esos actos en sí mismos sino lo que los trasciende. Esos momentos, además de euforia, producen sensación de plenitud en las masas y son el cumplimento de lo que estamos buscando y aún ha de llegar, y el paradigma del tiempo presente, lo que los griegos llamaban kairós, tiempo de salvación. Son como un recodo y un remanso dentro de la tensión del tiempo presente. En esos momentos, somos lo que queremos ser porque se adelanta al presente lo que será el futuro. La fe nacionalista transforma y libera, por instantes, de la opresión porque interrumpe el tiempo normal.

La tarea de los nacionalistas es poner en cuestión los fundamentos del desorden establecido para que la independencia acontezca y organizar de acuerdo a su visión del mundo el aparente desorden y caos sociales nacidos de la ruptura y la discontinuidad históricas. El independentista se cree un resto, el pueblo elegido, unido por su fidelidad a una causa que todos los demás traicionan por cobardía, vileza moral o debilidad mental.

El nacionalismo no es simplemente una causa sino que es el mundo total del nacionalista por lo que vale la pena y lo único por lo que vale la pena vivir. «Los actos independentistas satisfacen la necesidad que siente mucha gente de acometer acciones de riesgo», me dijo un psicólogo. «No todos los que se dicen nacionalistas y se manifiestan están dispuestos a sufrir ni lo más mínimo por la nación», me dijo un político.

El independentismo es una especie de mito genealógico del derecho. Los independentistas ven en la Constitución un obstáculo para conseguir lo que quieren por eso luchan para liberarse de ella. «El actual Estado de Derecho es la transmutación del hecho en derecho», me dijo un filósofo independentista. La escisión y la segregación son el motor del dinamismo nacionalista. Los separatistas no luchan contra la Constitución sino contra una ley que les priva de un derecho; no se creen fuera de la ley sino más allá del derecho que actualmente regula la connivencia entre los ciudadanos. La única ley del nacionalista radical es la fe en la causa.

La fascinación por lo nuevo, la certeza de poder sacudirnos de encima la mano, causa de todos los males presentes e imaginables, mantienen la tensión dramática. Para ellos es un deber y una obligación desobedecer la ley y hacer caso omiso de las sentencias a no ser que le sean favorables. Los políticos independentistas se quejan del desafecto de España hacia Cataluña. El resto de España detesta a los políticos catalanes porque acusan a los españoles de ladrones, explotadores y mentirosos. «España nos roba». «No nos fiamos de España», dicen los nacionalistas.

Aunque los defensores de la unidad del país quieran explicar a los separatistas las razones que justifican su posición y su pensamiento, les será casi imposible porque los radicales no escuchan ni miran más medios audiovisuales ni leen más diarios que los afines a sus creencias. Les preguntó: «¿Por qué no leéis y escucháis otros medios?» «Los otros no nos dan voz, no se hacen eco de nuestros derechos y hablan y dicen barbaridades sobre nosotros», me responden.

Cuantas más cosas les niegue el Estado más se acelerará y radicalizará el movimiento. Desde este punto de vista hay quien lo ve como una escapada sin final. Las exigencias de los nacionalistas radicales sólo se verán colmadas con la independencia pero entonces ya no serán nacionalistas separatistas, sino ciudadanos de una nación independiente.

Manuel Mandianes es antropólogo del CSIC, escritor y teólogo. Autor del blog Diario nihilista.

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