El reto de alcanzar un equilibrio

¿Pierde peso el castellano en las instituciones europeas?

Por Sebastian Kurpas es investigador del Centre for European Policy Studies (EL PAÍS, 08/01/06):

A menudo se describe a la Unión Europea como una moderna Babel en la que supuestamente se gastan en traducción enormes cantidades de dinero. Sin embargo, por extraño que parezca, otros le reprochan a su vez el que no respete suficientemente la diversidad europea y dé una preferencia injustificada al inglés y al francés. Pero ninguno de estos estereotipos capta la verdad, que radica -como suele suceder- en algún punto intermedio entre las caricaturas de la moderna Babel y la organización temible. Para evaluar el régimen lingüístico de la UE es necesario establecer una firme distinción entre idiomas oficiales e idiomas de trabajo. Nadie cuestiona la necesidad democrática de las veinte lenguas oficiales (1). Son indispensables cuando los ciudadanos se dirigen a las instituciones de la Unión o cuando se publican decisiones, y también se usan en reuniones de alto nivel como las cumbres europeas.

Está justificado que los ciudadanos exijan una respuesta de las instituciones europeas a sus peticiones en cualquiera de estas lenguas y hay que proporcionar la traducción respectiva de todas las decisiones y actos legislativos. La traducción simultánea a estas lenguas y desde estas lenguas está garantizada en las sesiones del Parlamento Europeo y del Consejo Europeo. Al luxemburgués y a las lenguas regionales no se les ha concedido la categoría de lengua oficial, pero el hecho de que el irlandés se convierta en la 21ª lengua oficial el 1 de enero de 2007 demuestra que de hecho se tiende a una diversidad aún mayor.

Pero además de los idiomas oficiales hay también tres lenguas de trabajo: inglés, francés y alemán. Estos idiomas se emplean cuando se prepara o aplica la legislación y para todas las labores administrativas. La presión recurrente de algunos países miembros para que se amplíe el número de lenguas en este área no parece muy razonable, y está más bien impulsada por cuestiones de prestigio nacional. Algunos sostienen que su influencia aumentaría si su idioma respectivo se usara en este campo, pero es difícil aportar datos que demuestren esta afirmación. Sin embargo, la mayoría estaría de acuerdo en que una ampliación del número de lenguas de trabajo complicaría aún más las cosas y encarecería más la administración de la Unión. Esto es especialmente probable porque sería difícil establecer un límite. Si, por ejemplo, se introdujera el español como idioma de trabajo, casi con seguridad Italia, con 20 millones de habitantes más, se apresuraría a plantear demandas similares. Además, los nuevos países miembros exigirían probablemente que se reconociera también al menos uno de sus idiomas, probablemente el polaco. Y las consecuencias presupuestarias plantearían cuestiones delicadas entre los grandes perceptores netos del presupuesto de la UE que quieren que su lengua se reconozca y contribuyentes netos de menor tamaño como Holanda o Suecia. El caso de Alemania demuestra también que la categoría de lengua de trabajo oficial no necesariamente se traduce a la realidad. En la actualidad, el primer borrador de casi todos los documentos se hace en inglés, seguido del francés. El porcentaje de documentos que en un principio están redactados sólo en alemán es extremadamente bajo.

Las actuales disposiciones para los idiomas de trabajo son producto del pasado, y en el futuro debería haber menos en lugar de más. Todo el debate refleja el ascenso de los intereses nacionales que dominan la Unión Europea a expensas de soluciones sobrias y pragmáticas. El doble planteamiento que distingue entre idiomas oficiales e idiomas de trabajo siempre tendrá que alcanzar un equilibrio, para garantizar que los ciudadanos puedan reclamar el derecho general a ser informados sobre los asuntos europeos en sus respectivas lenguas nacionales y que a su vez la comunicación interna en la Unión Europea ampliada no caiga en la ineficacia.