El reto de Felipe VI y el de los líderes políticos

El rey Juan Carlos ha abdicado. Supongo que decisiones de esta naturaleza son siempre sorprendentes; requieren sigilo, prudencia y un cierto grado de cálculo oculto. Pero después del shock inicial, la cuestión nos proyecta varias preguntas y muchas incertidumbres que no se han planteado con las abdicaciones de otros monarcas europeos. Es necesario reconocer que hoy en día, afirmado el sistema democrático, las instituciones se legitiman por la expresión dentro de la ley de los ciudadanos y por su utilidad. En algunos países con historias menos convulsas que la nuestra, la tradición, la historia, limitada por la voluntad ciudadana, es fuente de legitimaciones de hecho. Con esas premisas políticas, creo que el margen de confianza dado a la Monarquía española con la aprobación de la Constitución de 1978 no ha desaparecido.

A falta de tradición, rota por la proclamación de la II República y los 40 años de régimen franquista, las otras dos fuentes de legitimación sobreviven, aunque parcialmente lastimadas: la Constitución sigue manteniendo su legitimidad, teniendo en cuenta que entre los que la apoyan tal y como está y los que, proponiendo reformas, no desean su derogación, representan más del 80% del arco parlamentario; y la utilidad de la Monarquía, por muchos errores que haya podido cometer la familia real, es incuestionable desde el punto de vista de reconocimiento exterior, y en cuanto a las seguridades que presta a la sociedad española, que se mueve entre un quietísimo inconsciente y reacciones apasionadas, en ocasiones impredecibles.

Ahora bien, podemos coincidir en que, pasada la sorpresa, el momento no es el mejor. Las elecciones europeas, demasiado cercanas a la decisión real para que algunos no intenten aprovecharse, han provocado un maremoto político en España, no tanto por los resultados —en otros países son mucho más preocupantes—, sino porque han puesto en el escaparate público la debilidad y desorientación del primer partido de la oposición.

A una realidad poselectoral definida por el debilitamiento como partido útil del PSOE, se une una CiU absorbida por la dinámica independentista de una parte importante de la sociedad catalana, apasionada por una aventura hoy por hoy desbordada por la posibilidad planteada por la propaganda nacionalista de conseguir lo imposible, que en épocas de crisis es más atractivo que enfrentarse a la realidad. Y si seguimos con el cuadro en el que se basó la Transición (IU hace tiempo que transita por senderos muy alejados de los recorridos por Santiago Carrillo), nos encontramos con un PNV que busca una palanca, sin encontrarla, que le permita resistir los embates de las expresiones políticas de ETA, que van adquiriendo mayor representación según nos vamos olvidando de las acciones terroristas, aprovechándose de la parálisis política de los que ganamos la paz.

Resumiendo: de las cuatro esquinas del cuadrilátero en el que se basó la Transición, solo la expresión política del centro-derecha mantiene sus posiciones y sus expectativas, aunque haciendo una lectura demasiado partidaria de la situación política que nos ha tocado vivir.

Los problemas planteados son graves, pero aumenta su gravedad el hecho de que el periodo posterior a la aprobación de la Constitución de 1978 se ha caracterizado por un protagonismo exagerado de los partidos en la vida institucional. Me explicaré con un ejemplo: mientras que en Francia las instituciones mantienen una posición privilegiada respecto a unos partidos orgánicamente débiles y en continuas refundaciones, en España —debido al recelo histórico entre la derecha y la izquierda, que no han compartido ni la historia, ni una idea de nación española, ni un proyecto de futuro en el que tuviera cabida la mayoría de ciudadanos españoles hasta la aprobación de la Constitución de 1978—, los partidos han adquirido una fuerza expansiva que hace imposible la integración o la solución de los problemas que se plantean sin el concurso destacado de las formaciones políticas.

Así hemos llegado hasta la situación actual, en la que tenemos todos los problemas a la vez encima de la mesa, que ha solido ser la manera más frecuente en la que “los dioses”, el destino, la historia o nuestra inconsistencia para los asuntos públicos nos han empujado hacia los fracasos más recordados. Pero no podemos resignarnos, siempre ha existido una forma mejor de enfrentarse a los problemas, y la practicamos con éxito a finales de los años setenta, superando el egoísmo de las siglas, entendiendo las razones de los adversarios y siendo capaces de renunciar a los programas máximos de cada formación política.

¿Cómo proyectamos aquel espíritu de la Transición en esta España baqueteada por la crisis económica, el paro, el descrédito de una clase política endogámica, unas instituciones debilitadas y un incremento de las fuerzas políticas que han encontrado en la frustración de la sociedad las energías para llegar hasta donde hace muy poco parecía imposible?

Creo que la abdicación del Rey nos obliga a realizar un triple esfuerzo: de claridad, de contención y de imaginación. De claridad, porque ha llegado el momento para la izquierda institucional de pasar del juancarlismo militante —forma chusca de establecer una cautela de conciencia de los que no quieren olvidar su republicanismo romántico— a la aceptación plena de la Monarquía. ¿O no? Ya no podrán ampararse en triquiñuelas de ningún valor intelectual para esquivar la cuestión.

También será necesario un ejercicio de contención. Durante los últimos años se ha creído que todo era posible, que era posible un Estado incontrolable, que era posible plantear y conseguir los objetivos últimos de todos; olvidando que las pretensiones maximalistas arruinan las expectativas probables, que los fines últimos solo sirven de orientación a cambio de renunciar a su consecución, que las utopías son una referencia, y su realización, una pesadilla. Hoy, los acuerdos básicos entre los grandes partidos son tan necesarios como a finales de los años setenta del siglo pasado. La renuncia a pretensiones no compartidas horizontalmente se hace imprescindible, y las denominadas cuestiones de Estado deben estar cerca de los ciudadanos y lejos de los voraces apetitos partidarios. Y hoy también es necesario un gran esfuerzo de imaginación para redefinir, por ejemplo, el marco de convivencia en el que nos hemos encontrado la mayoría de los españoles estos últimos 35 años, que pasa ineludiblemente por la Constitución de 1978. Y, tal vez, siempre respetando la ley, dar satisfacción a la sociedad catalana, no a los políticos catalanes, y haciéndolo sin desairar al conjunto de la sociedad española, que es en quien reside el supremo derecho a decidir.

Éste debe ser el ambiente que reciba al nuevo rey, Felipe VI, que está obligado a domeñar una tormenta que amenaza todo lo realizado hasta el día de hoy, ejemplo de una historia de éxito que nos negamos a reconocer. El reto de Felipe es grande: legitimar la institución también por su utilidad, pero el de los dirigentes políticos es aún mayor: estar a la altura que el momento exige, renunciando a interpretar toda la “realidad pública” desde el prisma de sus siglas. La legítima confrontación política no debe impedir en estos momentos la búsqueda de acuerdos para lograr un nuevo impulso de progreso para nuestro país… hace 30 años ya lo hicieron otros.

Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad.

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