El reto de la democracia

La victoria electoral de Donald Trump ha reforzado y reorientado en los últimos tiempos las reflexiones sobre la salud de la democracia. En las dos últimas décadas del siglo pasado, el tema parecía ser el de las transiciones desde regímenes autoritarios. Larry Daimond escribió entonces que quizás todos los países podrían alcanzar la democracia, pero, apenas unos años después, con el cambio de siglo, llamaba ya la atención sobre el roll back en el número de democracias, aunque la mayoría de los ejemplos venían desde la periferia del mundo occidental. El terremoto ocasionado por las secuelas de la crisis económica desencadenada en 2008, los movimientos de los indignadosy la proliferación de populismos suscitaron nuevos comentarios sobre el impacto de la globalización, las nuevas desigualdades y las consecuencias de la revolución tecnológica, tanto en el mercado laboral como en los medios de comunicación. Esta vez, la salud de las democracias más consolidadas no solo no han escapado al escrutinio, sino que se han convertido en objeto de preocupación, hasta el punto de hablarse sobre posibles procesos de “desconsolidación”.

No han faltado las miradas que tratan de buscar en los años 20 y 30 del siglo pasado las explicaciones de lo que está ocurriendo, pero también se oyen voces que insisten en que no cabe entender la realidad actual en clave del pasado, ni tampoco deberían aplicarse a estas democracias los criterios utilizados cuando hablamos de Estados fallidos, porque no lo son. Ese empeño podría impedirnos apreciar los riesgos actuales. Se trataría, como apunta David Runciman (How democracy ends?) de una crisis de las democracias maduras, distinta, sin golpes de Estado ni violencia, pero con guerras verbales y teorías de la conspiración, con violación pausada pero sistemática de las instituciones y de las normas no escritas, como la tolerancia hacia el adversario y el abandono de la contención, según señalan Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (Cómo mueren las democracias).

Trump ha sido el aldabonazo, pero no es un accidente sino el resultado final de un trayecto que se remonta al menos a los años 90, a la dura táctica del Partido Republicano durante la presidencia de Bill Clinton, y el despliegue de filibusterismo parlamentario que continuó bajo la de George Bush, aunque este nunca negó el patriotismo de sus adversarios demócratas. La llegada de Barack Obama sí trajo consigo la puesta en cuestión de la legitimidad del nuevo presidente, explotada por unos medios de comunicación que contribuyeron de manera decisiva a ello. Que Trump alcanzara la nominación a la presidencia puso en evidencia que el Partido Republicano había abandonado su función de cribar candidatos, y que Trump ganara las elecciones después de atreverse a anunciar que podía no aceptar su resultado fue un claro síntoma de grave deterioro de la vida política.

La democracia española tiene una historia mucho más corta, pero se trata de una democracia consolidada y, como tal, con retos y desafíos similares a los de otras democracias de nuestro entorno. Estamos asistiendo nosotros también a cambios trascendentales en un sistema que nunca fue un bipartidismo diseñado como tal en la Transición, como algunos sostienen para añorarlo o para criticarlo. Se ha convertido ahora en al menos un cuatripartito, con una renovación en el liderazgo, una pugna entre los viejos y los nuevos partidos por ocupar espacios, y unas maneras políticas nuevas, acompañadas del ruido que generan los medios de comunicación y las redes sociales.

No se trata solo de que no volvamos a tener mayorías de gobierno de un solo partido y que tengamos que aprender a funcionar con coaliciones, sino de cómo vamos a llegar a ello. El uso de todos los instrumentos constitucionales, legales y reglamentarios forma parte imprescindible del juego democrático, pero no debería embarrarse con descalificaciones personales, ni animar el asalto, real o figurado, a instituciones como el Parlamento, sin las cuales la democracia deja de existir.

El abuso de los mecanismos de obstrucción parlamentaria y política, jaleados de manera nada escrupulosa en la televisión, en cierta prensa o en los mensajes de Twitter, puede convertirse en una patología. La inmediatez de alguna victoria pírrica a ras de suelo, siempre con la boca llena de los más altos propósitos en defensa de la democracia y de los verdaderos intereses del pueblo o de la nación, acabaría sustituyendo a la acción política, cuyo objetivo es resolver los problemas a largo plazo de la sociedad. Como señala Runciman, hace falta una fina inteligencia política para llevar el enfado popular hacia aquellas partes del Estado que necesitan reforma, dejando intactas las que precisamente hacen posible dicha reforma. Puede sonar apocalíptico, pero el problema de esta supuesta crisis de las democracias maduras es que no sepamos el riesgo que corremos y que la ausencia de violencia o de quiebras políticas en cascada, como ocurrió en otras épocas, nos impida ver el alcance del desafío.

Mercedes Cabrera es catedrática de la Universidad Complutense de Madrid.

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