El reto de la reforma electoral

Acaso no haya nada que revista tanta transcendencia en un sistema político como la ley electoral. Si, como sugirió Freud, lo político es una esencia que determina la estructura del poder, si jalona el marco en donde se produce la relación de dominación innata a toda organización humana, el modo de seleccionar a los que ejercen el mando es el factor clave que perfila su naturaleza específica.

En la medida en que una Constitución no consiste sino en las reglas del juego político de una sociedad que ha integrado en su acervo los valores conquistados en las revoluciones burguesas, y que terminan reflejando su statu quo, la ley electoral tiene reservada una función tan capital que bien puede ser considerada una ley fundamental con potencia constituyente, esté o no incardinada en la Constitución formal. Si el objetivo de la Constitución ha de ser garantizar la libertad y la igualdad política, como indicaba Montesquieu, ¿qué es la ley electoral sino materia prima constituyente? Pensadores tan distantes en el tiempo y en el pensamiento como el abate revolucionario Sieyès o el socialista alemán Ferdinand Lassalle, también lo acreditan.

Quienes llevamos décadas reivindicando la necesidad de reformar la ley electoral española por considerarla contraria a los intereses de la ciudadanía y enemiga de la nación celebramos que, por fin, dos partidos políticos, aun con principios antagónicos, se dispongan a intentarlo. Hay, sin embargo, un motivo de preocupación derivado de ese antagonismo. Porque, partiendo de la máxima de que una ley electoral debe garantizar el voto libre e igual de los ciudadanos, y enmarcados como estamos en un sistema invadido por el espíritu socialdemócrata tan caro a la Europa continental, más bien parece haber sido únicamente la ausencia de igualdad evidenciada en Cataluña lo que ha promovido la reforma, y no su otro componente esencial que es la garantía de la libertad.

No cabe ninguna duda de que, de alcanzarse la reforma, se corregirá el error provocado por la falta de igualdad política. Ya no se sostiene el argumento de que la brecha abierta entre el mundo urbano y el rural debe ser, además de paliada económicamente, subvencionada políticamente. El voto ha de valer igual para todos.

En la democracia representativa, la de base burguesa y liberal, lo que prima es el individuo, no el territorio, por lo que la igualdad de derechos políticos ha de ser sustanciada en el ámbito soberano de lo individual, y no en la telúrica competencia del terruño. Con parecidos argumentos racionales llegaría a la misma conclusión la izquierda no populista, y aunque Podemos se enmarca claramente en el populismo más ramplón, de corte romántico-rousseaniano, creo que concita interés y convicción en su manido eslogan de un "hombre un voto".

No ocurrirá lo mismo con la defensa de la libertad. El liberalismo no concibe la libertad política sin que rija en plenitud el principio representativo del votante. Sin una ley electoral verdaderamente representativa de la sociedad, los ciudadanos no pueden ser políticamente libres. Y sabemos por Constant, arquetipo del compromiso liberal doctrinario con la tradición republicana que nace con Maquiavelo en el mundo moderno, que la única garantía de las libertades civiles es la libertad política.

Con la ley electoral vigente, los ciudadanos no disponen de la libertad de elegir, sino de refrendar unas listas -cerradas o abiertas es lo mismo, y buena prueba de ello son el Senado español y la experiencia italiana de que solo las utilizó el cuatro por ciento de los votantes- que han sido confeccionadas por los partidos, con o sin primarias, pues éstas no se concibieron para los sistemas de listas sino para el distrito uninominal. Al no elegir al representante, es natural colegir que tampoco lo controlan, dejando en evidencia el artículo 67 de la Constitución del 78 que prohíbe el mandato imperativo, lo que induce a afirmar que la ley electoral vigente no cumple ni el espíritu ni la norma constitucional.

Que el sistema de listas hace desaparecer el principio representativo lo acreditó lo más granado de la filosofía política alemana de principios de siglo XX. Carl Schmitt entendió que, rota la homogeneidad social, la representación ya no era posible porque el Parlamento había dejado de ser una sede de discusión para convertirse en el lugar donde se anuncia el resultado de las negociaciones secretas de los partidos. Y, para legitimar la total desvinculación entre la sociedad civil y el poder político, propuso sustituir el principio representativo por el de la identidad. Leibholz, por su parte, llegó a afirmar que el Estado de partidos había sustituido al Estado representativo. Los partidos ya no representan al pueblo: son el pueblo.

Esta gravísima anomalía que socaba los cimientos de la democracia burguesa y que abonó, consciente o no, el espíritu de la Transición, es la que ha arrastrado hasta aquí el lodo que nos enfanga, otorgando carta de naturaleza al concepto de casta política, hipertrofiado en una burbuja endogámica y derrochadora que execra todo atisbo de creatividad y talento y que, además, ha estado a punto de quebrar la unidad nacional, base de todas nuestras libertades.

El problema es que para quienes no ven la participación política en términos de libertad individual extendida a toda la nación, para aquellos que pueden sustituir sin pudor democrático el principio representativo por el de identificación de las masas en el Estado, seguir optando por un sistema de listas más o menos adaptado a la proporcionalidad es su única vía de salvación como profesionales de la política.

Ciudadanos, supongo que tan consciente de nuestro problema endémico como de la fibra partidocrática que ha tejido el sistema político español, tiene ante sí una enorme responsabilidad, quizá la más transcendente que afronte nunca. Pues va a sufrir el azote de tres fuerzas políticas que, por los distintos motivos esbozados, van a desatar toda su aversión sobre el principio representativo. Si el partido naranja logra implantar la elección directa de los diputados, que pasarían automáticamente a responder ante los ciudadanos si quieren ser reelegidos, habrá protagonizado la mayor conquista que un proyecto político puede lograr en la sociedad en donde actúa: la libertad política.

Su propuesta de establecer un sistema mixto, conociendo el paño que le rodea, no dejaría de ser un éxito, siempre que al menos fuera la mitad del hemiciclo elegido así. Y para que no puedan ser criticados de falta de legitimidad quienes hayan sido elegidos por una minoría de votos, propongo el original sistema a doble vuelta dentro del sistema mixto. Si, por el contrario, solo puede acercar posturas en la igualdad del voto con los otros tres partidos, hoy mucho más proclives a compartir las prebendas de una ley D'Hont que ya no está claro que pueda beneficiar su clara tendencia bajista, sacrificando la causa de la libertad, mi humilde opinión es que no debe ceder. Pues prefiero pensar que los españoles no nos merecemos otros cuarenta años de oligarquía política, por muy proporcional y equitativamente que se instaure.

Lorenzo Abadía es analista político, doctor en Derecho y autor del ensayo 'Desconfianza. Principios políticos para un cambio de régimen' (Unión Editorial).

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