Mañana domingo son las elecciones alemanas de las que resultará un gobierno presidido por Merkel en coalición o sin ella, y de lo que haga este gobierno depende el futuro de la Unión Europea. Así de simple. Que Europa y la Eurozona se encuentran empantanadas en una profunda crisis institucional nadie lo discute.
PIEDRA
La crisis económica ha sido el detonante de un mal preexistente que en tiempos de bonanza no daba síntomas de su gravedad. Y hace que, casi sin darnos cuenta, se vaya instalando la idea de que quien nos gobierna no es Bruselas sino Berlín.
Vemos estas elecciones con creciente interés como si fueran las nuestras. Y las sentencias del Tribunal de Karlsruhe son esperadas entre nosotros con mayor preocupación que las del propio Tribunal Constitucional español. No estamos descaminados, no. Hoy nadie discute que Europa gira bajo la hegemonía alemana. La historia demuestra que en este continente, para evitar la hegemonía de cualquiera de los cuatro grandes países, se fraguaban las más extrañas y sorprendentes alianzas. Hoy todo esto ha cambiado. Solamente Gran Bretaña blasona de su «insularidad euroescéptica», aunque sin discutir en ningún momento ni el liderazgo de Alemania sobre Europa ni el poderío de Merkel en particular.
Todo esto me llama poderosamente la atención porque no puedo olvidar que, hablando con la señora Thatcher en Downing Street en 1988, me reconvenía frente a Alemania, todavía no reunificada, diciéndome que muchos de sus colegas «habían salido a nado de Dunkerque», por lo que su enfoque era diferente al mío.
Aquella actitud tiene poco que ver con las proclamas hagiográficas sobre Merkel y sobre Alemania de una persona tan poco sospechosa como Gabin Hewit, director de la BBC de Londres, en su libro «Europa a la deriva».
Las cosas han cambiado mucho desde aquella conversación con Thatcher.
La UE, bajo liderazgo alemán, debe saltar hacia adelante por razones de interés europeo y por razones de interés alemán, que debe de temer el verse aislada de nuevo en su propia jaula de oro de un estado nacional al que volvería si fracasara el proyecto europeo, cuando desde sus exportaciones a su financiación dependen en gran parte del mercado cautivo continental.
Merkel lo ha podido decir más fuerte, pero no más claro: el Tratado de Lisboa es un tapón que impide aplicar las reformas institucionales y funcionales que la actual situación de crisis demanda.
La imprescindible unión bancaria que todos demandamos es incompatible con el Tratado de Lisboa, que tuvo una razón de ser meramente transitoria para hacerle frente al «no» holandés y francés al referéndum de la Constitución Europea hace ocho años, pero que no nació para permanecer.
Así no podemos seguir. Y ni la dignidad de Europa ni la de los Estados que la integran es compatible con tal manera de actuar.
La propia imagen de Alemania, admirada y envidiada por su rigor y eficacia antes, sufre ahora con tanta improvisación, como se ha visto con los rescates griegos. Y la propia mamá Merkel se troca a veces a los ojos de la derrochadora izquierda europea en una indigesta «Rottenmeyer».
Está claro que hay que introducir cambios profundos en la geometría institucional para recuperar el prestigio y para que avance y se consolide la hoy paralizada UE, cuyo colapso y cotización de su moneda es suplido de manera tosca por el omnímodo poder alemán.
Dijo Monnet, padre del la idea de la UE , que esta nacería como consecuencia de la crisis. Y hoy estimamos que se dan las condiciones perfectas para que esas palabras puedan ser consideradas proféticas. Pero para que el salto adelante sea factible debe ser liderado por Alemania y por Angela Merkel sin complejos y sin disimulos.
El camino para conseguirlo no puede ser otro que reemprender el que se interrumpió en 2005 tras el fiasco franco-holandés al rechazar en referéndum la Constitución Europea.
Hay que volver a elaborar, mediante la oportuna convocatoria de una convención constituyente, como la que se reunió ya en Laken, para elaborar un texto que supla las deficiencias del Tratado de Lisboa. Y que consiga superar el déficit democrático actual de la Comisión con miembros designados a dedo por los países, y sustituirlo por un sistema que permita la elección de un gobierno que represente política y democráticamente no a los gobiernos respectivos, sino a todos los ciudadanos europeos.
En el caso de que Angela Merkel sea capaz de afrontar este reto, como espero y deseo, pasará a la Historia demostrando que frente a otros líderes rutilantes y arrebatadores, alemanes y no alemanes, cuya brillantez y soberbia condujo al mundo a la guerra, la humildad y la modestia de Merkel constituyen la mejor garantía de que ejerce su poder para la paz, para evitar la actual decadencia y para construir una Europa que pueda competir en condiciones de igualdad con el resto del mundo.
Antonio Hernández Mancha, abogado del Estado y expresidente de Alianza Popular.