El reto es la democratización de Cuba

A mediados de la segunda década del siglo XXI, las sociedades y Estados americanos tienen más intereses comunes que nunca en su historia. Todas las economías del continente son de mercado: la única que sigue siendo estatal es la cubana y ya va dejando de serlo. Todos los sistemas políticos de la región son constitucionalmente democráticos: el único que no lo es, otra vez el cubano, comienza, por lo menos, a ser consciente de su anomalía. Todas las sociedades americanas se asumen como multiculturales y diversas y suscriben una filosofía de los derechos humanos que apuesta por el equilibrio entre libertades civiles y políticas y satisfacción de demandas sociales y económicas básicas. A pesar de esta convergencia, el espectáculo que ofreció la reciente Cumbre de las Américas, en Panamá, sonó más a discordia que a entendimiento. ¿Por qué?

Desde el punto de vista de la soberanía nacional y la asimetría de poderes entre Estados Unidos, Canadá, América Latina y el Caribe, la situación también es muy distinta en relación a hace un siglo, medio siglo o, incluso, dos décadas. Hoy los países latinoamericanos y caribeños son más soberanos, las inversiones y créditos en la región tienen orígenes más diversos y el intervencionismo militar y la injerencia diplomática de Washington, a pesar de las letanías nacionalistas, se han reducido considerablemente. Tan sólo la constatación de un nuevo sujeto en la dinámica hemisférica, como la creciente inmigración latina en Estados Unidos, que ya ronda los 60 millones, permite asegurar que las naciones americanas se han vuelto más interdependientes ¿Por qué la discordia?

Una primera explicación tiene que ver con el arraigo de viejas ideologías en las élites de ambas Américas. La derecha en Estados Unidos y, especialmente, el conservadurismo de ascendencia hispana, percibe a los Gobiernos latinoamericanos como colonias rebeldes. Cuando no son patios traseros son rivales políticos, populistas o comunistas, que deben ser tratados como menores de edad hasta que aprendan a autogobernarse. La izquierda latinoamericana más extremista, sobre todo en su versión castrista y chavista, entiende a Estados Unidos como un imperio perpetuo, igual a sí mismo a lo largo de dos siglos, del que se debe esperar siempre lo peor para América Latina. La clase política y diplomática de ambos lados, mayoritariamente, no comulga con ninguno de esos estereotipos, pero basta una frase o un gesto equivocados para que la memoria regrese a los tiempos de la guerra del 98 o de los golpes contra Arbenz y Allende.

Los desencuentros entre las Américas no sólo son resultado de la persistencia de ideologías agotadas. Tampoco tienen que ver, únicamente, con choques coyunturales como el provocado por las sanciones del Gobierno de Barack Obama contra funcionarios venezolanos, con la permanencia de Cuba en la lista de países patrocinadores del terrorismo o con lo que queda del embargo comercial a la isla. Esos diferendos, basados en políticas erradas o heredadas de la guerra fría, alimentan las campañas mediáticas de La Habana y Caracas, pero no son decisivos porque son negociables. Lo que no parece negociable, como lo han reiterado en estos días varios medios del Partido Comunista de Cuba, es la negativa del Gobierno de Raúl Castro a formar parte del sistema interamericano, por la centralidad que sigue teniendo en el mismo la forma democrática de gobierno.

La Cumbre de las Américas de Panamá puso en evidencia que sigue existiendo una brecha geopolítica profunda entre el bloque bolivariano y la mayoría interamericana de la región. Una de las formas en que se manifiesta ese conflicto es por medio del apoyo de Venezuela, Ecuador, Bolivia, Nicaragua y Cuba a la represión en cualquiera de esos países y al rechazo de La Habana a reingresar a la OEA. De ese posicionamiento se desprende que el actual proceso de normalización diplomática entre Estados Unidos y Cuba tiene como límite la falta de un proyecto de reformas internas que acerque el sistema político cubano a los estándares democráticos del hemisferio. La permanencia del régimen de partido único, control gubernamental de la sociedad civil y elecciones de Estado, en la isla, no sólo es un mecanismo de subsistencia para los líderes cubanos: también es una prioridad de importantes sectores de la izquierda latinoamericana, que encuentran en su apoyo a La Habana la forma más fácil de distanciarse de Estados Unidos.

Esta cumbre ha confirmado algo más: que la mayoría interamericana de la región (México, Costa Rica, Panamá, Colombia, Brasil, Perú, Chile, Uruguay…) y, desde luego, el liderazgo de la OEA, aunque rechacen el autoritarismo de los Gobiernos bolivarianos, no van a confrontarlo públicamente, mucho menos si Estados Unidos promueve sanciones y demanda de sus aliados un compromiso con las mismas. Los Gobiernos de tendencia interamericana no comparten la represión en Caracas o en La Habana, pero tampoco quieren verse involucrados en una agenda de confrontación con esos regímenes, impulsada desde Washington. Mientras menos protagonismo asuma Estados Unidos en los conflictos internos de esos países, más posibilidades habrá de que otros Gobiernos de la región se posicionen.

El espectáculo de la discordia, sin embargo, es engañoso. El sistema interamericano sigue vigente y ofrece a América Latina instancias de mediación con Estados Unidos. Todos los Gobiernos, menos el cubano, mantienen su representación en la OEA y aprovechan los instrumentos de ese mecanismo en beneficio propio. Los Gobiernos bolivarianos, que hace pocos años llamaban a “enterrar” la OEA o a reemplazarla con un organismo diferente, como la CELAC, han abandonado esa opción. De hecho, esos Gobiernos estuvieron fuertemente involucrados en la elección del nuevo secretario general de la organización, el socialista uruguayo Luis Almagro. El papel de la OEA puede salir fortalecido en un contexto hemisférico, marcado por la tensión entre la geopolítica bolivariana y el nuevo realismo interamericano, que intenta incluir a Cuba.

En Panamá la diplomacia siguió su curso por detrás de las polarizaciones mediáticas. La negociación entre Estados Unidos y Cuba continuó y la fricción entre Washington y Caracas, a pesar de lo que prometía Maduro, amainó. Y es que, en buena medida, la polarización mediática forma parte de la neblina que esos mismos Gobiernos esparcen mientras pactan embarques de barriles de petróleo, créditos, inversiones y colaboración en temas de narcotráfico, terrorismo, migración y medio ambiente. El viejo nacionalismo latinoamericano, que imagina a Estados Unidos como un otro total, amenazante de la economía, la política y la cultura de América Latina, ha sido abandonado en la práctica por todos, pero todavía nutre la estrategia simbólica de varios Gobiernos de la región.

A pesar de las disensiones regionales y de la rispidez con que algunos trataron al presidente Obama, los Gobiernos reunidos en Panamá son conscientes de que esta Administración, sin haber atinado a diseñar una política latinoamericana, ha mostrado más sensibilidad que las anteriores en temas de consenso regional como el de la situación de los migrantes ilegales o el de la política hacia Cuba. En las tres cumbres de las Américas que han tocado a Obama, la de Trinidad, la de Cartagena y la de Panamá, al presidente le fue mejor que a su antecesor, George W. Bush, en 2005 en Mar del Plata. Quien suceda a Barack Obama en 2016, sea republicano o demócrata, deberá tener en cuenta que una marcha atrás a la política hemisférica de la actual Administración puede revolver aún más el rompecabezas de las Américas.

El encuentro entre Barack Obama y Raúl Castro el pasado 11 de abril, en Panamá, demostró que el restablecimiento de relaciones entre Estados Unidos y Cuba responde a una firme lógica bilateral que no se descarrilará por causa de Venezuela o cualquier otro Gobierno latinoamericano. La derecha cubanoamericana y el bloque bolivariano intentarán revertir el proceso, pero el compromiso de ambos Gobiernos parece lo suficientemente sólido como para sortear cualquier obstáculo. El reto en el corto plazo, para ambos Gobiernos y también para la oposición y la sociedad civil cubanas, será traducir la normalidad diplomática en una democratización del sistema político cubano que ponga fin a la represión y estigmatización del disenso.

Rafael Rojas es historiador.

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