El retorno de la CEDA

A tono con el carácter paradójico que, según muchos definidores del ser histórico español informa numerosas de sus manifestaciones, la trascendencia de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) en la actualidad es más resaltada por sus adversarios que por sus simpatizantes. Así, de forma insistente circula por editoriales y crónicas periodísticas la tesis de encontrarnos a la fecha con una verdadera resurrección del partido conservador más nutrido de militantes que ninguna otra formación de su misma articulación e ideario registrada en los anales de nuestra historia. El meteórico ascenso de Ciudadanos y la coriácea resistencia al declive por todas partes anunciado de la derecha tradicional entrañan, conforme a plumas de índole progresista, la inminente aparición de un movimiento de configuración muy semejante al que protagonizase la CEDA en los días conturbados de la Segunda República. Su retorno, en el sentir de la gran mayoría de los sostenedores de tal opinión, ennegrecería aún más el horizonte de la política, aborrascado por la actividad de una derecha de incoercible proclividad autoritaria cuando no reaccionaria.

La posición del articulista se halla justamente en los antípodas, en particular en punto a su próxima resurrección. A casi un siglo de distancia de su corta trayectoria, la del catolicismo español de la hora presente convierte a aquella en mera amenaza fantasmal, esgrimida por espíritus alhacarientos prestos a enturbiar la convivencia de sus coetáneos con escritos y leyendas deturpadores de su inmediato ayer. Pues, en efecto, las estructuras y coordenadas del catolicismo hispano son hodiernamente casi por entero diferentes a las de la España de los años 30 de la centuria anterior. El «invierno» imperante hoy en su demografía, testimonio público de su credo, su presencia en los principales medios de comunicación y su vigencia en las más importantes proyecciones culturales descartan por completo cualquier intento de hegemonía social o recobro de una roborante salud, indispensables para la plasmación de un clima que hiciese de humus de un movimiento confesional comparable con el que encarnaran hace 80 años las aspiraciones políticas de la gran masa del catolicismo español.

Como se recordará, la CEDA ha tenido dos historiadores de solvencia. Uno, el llorado Javier Tusell y otro, el sobresaliente estasiólogo Montero Gibert; el primero inclinado al elogio mesurado, y el segundo más alabeado a la crítica. Dada a la imprenta la mayor parte del corpus bibliográfico acerca de la CEDA en lo más alto de la ola progresista-marxista que dominara nuestra historiografía contemporánea en los comedios y postrimerías del novecientos, no resulta sorprendente la visión aceradamente negativa de la versión original y acaso más genuina de la democracia-cristiana española, representada por la formación que acaudillase un líder en verdad excepcional: José María Gil Robles. Pura reacción, encubierto bonapartismo, totalitarismo light, dictadura demagógica, caudillismo populista…, de todas estas y otras muchas maneras de idéntico tenor se ha definido un partido moderno, al que sus dirigentes más descollantes pretendieron convertir en movimiento reformador de la arcaica vida española, sin más logro que poner al descubierto la contradicciones de su militancia y la ancha separación entre el aparato y la masa de maniobra.

Empero sin engolfarse en controversias propias de especialistas, cabe, en esta hora difícil de nuestra nación, recordar y enaltecer la actividad y militancia en la CEDA de las esferas populares y de las clases medias de mayor adhesión a su credo religioso tradicional, que acudieron a la llamada hecha por Ángel Herrera y los cuadros por él adiestrados, para crear un partido de identidad demócrata-cristiana y vocación centrista. Cuando en la decisiva tesitura en la que el resto de las grandes fuerzas del régimen ofrecieran un desolador déficit en la voluntad de concordia y confianza en las virtualidades del Sistema, la fe democrática de sus hombres y mujeres -numerosas y admirables…- se mantuvo intacta. Que una y otra se volatizaran en el trágico julio de 1936, no puede desmentir la autenticidad de la inserción y el compromiso de la CEDA con el rumbo de una República en cuyo desastrado final no le cupo -con empleo del rasero más exigente- mayor responsabilidad que la de los sectores que se arrogaron la custodia de sus esencias.

Tal es el balance histórico del movimiento o partido cuyo actualizado legado inquieta las noches de no pocos observadores y comentaristas de la vida pública española. Si así, desgraciadamente, fuese, no han de angustiarse en exceso. La adusta e insobornable Clío les disipará todas las pesadillas de ese género. Bastará que, morosamente, lean sin prisas ni anteojeras la publicística más acribiosa sobre la grave e importante cuestión. Sin excusa ni delación alguna, las páginas a ella dedicadas por J. Pabón en su inmarcesible y eterno Cambó.

José Manuel Cuenca Toribio es miembro de la Real Academia de Doctores de España.

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