El retorno de las "potencias"

En 1915 Lenin diagnóstico que el "imperialismo, estadio supremo del capitalismo" había provocado la guerra mundial por la concentración del capital industrial y financiero en varios polos antagónicos. En efecto, las últimas décadas del siglo XIX habían presenciado una carrera frenética de las grandes potencias para establecer imperios coloniales en Asia y África; y con la guerra cada una de ellas esperaba redefinir favorablemente su zona de influencia. ¿Cómo se llegó a esta situación? Europa era entonces el escenario principal en el que se dilucidaba la hegemonía mundial, y los protagonistas eran cuatro imperios -británico, alemán, austriaco y ruso- y una república -la francesa-, con la intervención del reino de Italia como figurante y la presencia expectante y distante, pero no distinta, de Estados Unidos. Era un tiempo en el que no existía la conciencia de pertenencia a una comunidad internacional que impusiera unos deberes del hombre para con el hombre, sólo por ser tal. La razón de Estado primaba sobre cualquier otra consideración, lo que conllevaba que la política internacional de cada Estado estuviese dirigida exclusivamente a la concertación de alianzas con otros Estados, para defenderse de los Estados enemigos -que no adversarios- y presionar sobre ellos. De ahí que la historia diplomática del siglo XIX fuera un tejer y destejer de alianzas.

El juego de alianzas fue iniciado por Bismarck para consolidar el imperio alemán: "Necesitamos que Francia nos deje en paz -decía-, y por tanto no debe tener aliados". A este designio respondió la Liga de los Tres Emperadores -Alemania, Austria y Rusia-, concebida contra Francia y que pronto zozobró, al desligarse Rusia por la incompatibilidad de sus intereses con los de Austria -apoyada por Ale-mania- en los Balcanes, con el trasfondo del impulso germánico hacia el Este -Drang nach Osten-, que llegaba -¡ya entonces!- a Bagdad. Para compensar la pérdida de Rusia, los germanos tomaron a Italia como aliado: ésta fue la Triple Alianza.

Pero lo trascendente fue la Alianza franco-rusa de 1893, que dejó abierto un potencial frente Este al imperio alemán. Testimonio en piedra de esta Alianza franco-rusa es el puente parisino de Alejandro III, inaugurado dentro de los fastos motivados por la visita del zar a París. Mientras reinó Victoria -y pese a ser la abuela de media Europa coronada-, Inglaterra permaneció en su espléndido aislamiento, que siguió, pese a su Entente Cordial con Francia de 1904, pues éste sólo liquidaba disputas coloniales pero no obligaba a ayudar en caso de conflicto. Sólo en 1912 Francia y Gran Bretaña previeron su colaboración en el caso de que la paz europea fuese turbada.

Así las cosas, el polvorín estaba dispuesto: de un lado, Alemania y Austria, con la asistencia siempre incierta de Italia, y de otro, Francia y Rusia, con la ayuda prometida de Inglaterra. Bastó la chispa de Sarajevo para que -en un verano convulso que contempló el fin de la Belle Époque-, el 3 de agosto de 1914 estallase una guerra atroz que fue la primera etapa (1914-1918) de la tragedia que asoló Europa durante el siglo XX y que, tras su segunda fase (1939-1945), liquidó la hegemonía mundial de las antiguas potencias europeas.

El testigo pasó entonces a las dos superpotencias emergentes -Estados Unidos y la URSS-, que se distribuyeron el mundo en dos zonas de influencia y congelaron sus relaciones en una situación de equilibrio que pasó a denominarse guerra fría. Esta situación, sostenida gracias a la recíproca amenaza nuclear y a las respectivas organizaciones militares -OTAN y Pacto de Varsovia- sólo se desequilibró, con el paso de las décadas, gracias al colapso interno del imperio soviético.

Tras la caída del muro de Berlín, algunos -Fukuyama entre ellos- vaticinaron el fin de la historia gracias a la progresiva e irrevocable consolidación en todo el mundo de la democracia y de la economía de mercado. Pero erraban en el enfoque. La auténtica cuestión a dilucidar era entonces -y lo es ahora- si la paz mundial se consigue mediante la imposición unilateral del orden grato al imperio americano -que sólo persigue la defensa en el extranjero de los intereses americanos y la preservación en sus manos del control del comercio internacional-, o se busca a través del establecimiento de un orden multilateral basado en el único principio ético de validez universal no metafísico -la prevalencia del interés general sobre el particular-, expresado en normas jurídicas y encarnado en instituciones supraestatales, cuyo embrión ha de ser necesariamente la ONU. Ante esta disyuntiva, Estados Unidos erró gravemente al apostar por la solución unilateral defensora de su hegemonía absoluta, y, a partir de ahí -dislate tras dislate-, ha provocado el retorno a una situación en la que cada una de las restantes potencias actuales -Rusia, China y Unión Europea-, así como las emergentes -India, Brasil, etc.- se ven obligadas a proteger sus particulares intereses, concertando para ello alianzas defensivas y definitorias de sus respectivas áreas de influencia.

Lo sucedido en Georgia, con la acción de Rusia precedida por la similar de Occidente en Kosovo, así como el frustrado intento del presidente ruso Medvedev de conseguir la comprensión china para su actuación, muestran a las claras por donde irá a partir de ahora la política internacional: trenzar alianzas sobre la base de intereses concurrentes, con la finalidad de defender las posiciones propias y condicionar de modo determinante las ajenas. Y, en este marco, Europa tendrá que hacerse algunas preguntas: ¿ha de actuar siempre, a través de la OTAN, como comparsa de los norteamericanos, sin conformar una política propia?; ¿no puede buscar Europa una relación especial con Rusia, habida cuenta de su dependencia energética y, también, de los problemas que, a causa de Siberia, Rusia tendrá con China?; ¿no optará pronto Estados Unidos por el entendimiento preferente con China -de cuyos recursos financieros tanto depende-, postergando a Europa?

Algún día Europa deberá plantearse estas y otras cuestiones similares. Entretanto, está claro que han vuelto al escenario mundial las potencias, con su política de alianzas y los graves riesgos que esto comporta.

Juan-José López Burniol, notario y miembro de Ciutadans pel Canvi.