El retorno de los brujos

Cuando Nietzsche proclamó aquello de «Dios ha muerto» difícilmente pudo imaginar que nos crecerían tanto los enanos. O, lo que es lo mismo, esa pléyade de pequeños dioses que el ser humano inventó para sustituirlo. Empezaré por los más paradójicos. Mi familia vivió cuatro años en Rusia durante la Guerra fría. Era curioso comprobar entonces cómo los soviéticos, sabedores de la gran religiosidad del pueblo ruso, decidieron fabricarle otras divinidades en las que pudieran depositar su fe. La más notable fue el propio Lenin, que, gracias al culto a la personalidad, se convirtió en el primer dios ateo de la historia. A los niños soviéticos, por ejemplo, se les instruía para que elevaran a él sus ruegos como quien reza el Jesusito de mi vida; las novias, por su parte, pronto adquirieron la costumbre de depositar su ramo nupcial a los pies del momificado prócer, mientras que a los científicos se les apremiaba a encontrar explicaciones neuronales patológicas a las antiguas y decadentes creencias religiosas. En países más avanzados que Rusia era lógico pensar que, tras la muerte de Dios, nadie necesitaría sustitutivos a la tan arcaica y decadente costumbre de adorar a alguien, por lo que todos abrazarían a la diosa Razón, compañera inseparable del buen dios Progreso, únicas deidades posibles para un hombre moderno.

Muy bien. Han pasado más de cien años desde que Nietzsche hiciera su proclama y lo que realmente ha ocurrido es que no solo las religiones están más omnipresentes que nunca –véase el fenómeno islámico–, sino que, en aquellos países avanzados en los que se suponía iba a reinar la diosa Razón, casi cualquier cosa se ha convertido en religión. La gente no cree en Dios, pero sí en el horóscopo. Además, le ha dado por volverse politeísta. Por eso, cuando alguien muere, hasta los ateos más recalcitrantes expresan su deseo de que «los dioses lo acojan en su seno» o hacen votos por reencontrarse con el finado algún día «muy cerca de las estrellas». Y existen, a falta de una única religión, multitud de ellas que se abrazan con la fe –y muchas veces la intolerancia– del converso. En realidad, hoy casi todo puede convertirse en religión: el vegetarianismo, el culto al cuerpo, el fútbol, la vida hipersana… Eso por no hablar de otras creencias en principio razonables que ahora se han vuelto dogmas de fe. Como el de la supermaternidad, por ejemplo. Hablo de la exaltada hipertrofia de algo tan natural como el hecho de ser madre. Pongamos el caso de la lactancia, por ejemplo. Es obvio que la leche materna es la mejor para un niño, pero ¿hace eso necesario, como ahora propugnan, que las madres amamanten a sus bebés cuantas veces estos lo requieran en la vía pública, a la vista de todos y, en no pocos casos, hasta los dos años de edad (sic)? De nada sirve argumentar que la leche materna es excelente, pero tampoco pasa nada porque el niño tome biberones preparados que permitan a la madre recuperar su vida profesional y personal. Ni se le ocurra defender tal cosa, es peligrosísimo: blasfemia, herejía, anatema. Otro pecado imperdonable es cuestionar lo que ahora se considera natural. Según esta nueva religión, que cuenta con las bendiciones del Olimpo de Hollywood, lo más natural en este momento es ser vegano, que es un paso más allá de vegetariano. Sus devotos no solo no consumen nada de origen animal, sino que renuncian a usar prendas fabricadas con pieles o cuero, lo que los obliga, supongo, a elegir entre calzar katiuskas o chanclas de plástico, qué cómodo. Tampoco se le ocurra cuestionar la fe antivax. Esta nueva religión aboga por suprimir todas las vacunas. Por lo visto un Kennedy y una actriz de la serie Big Bang Theory dijeron un día en televisión que la vacuna del sarampión producía autismo, y desde entonces muchos padres no inoculan a sus hijos. Este invierno se produjo en los Estados Unidos una epidemia de este mal que, según advierten los médicos, puede tener como efectos secundarios encefalitis e infecciones graves, pero qué más da. Lo importante es ser natural, porque todas las actrices, cantantes e it girls se han erigido en sacerdotisas de una nueva religión que incluye dar a luz no en un hospital, sino en casa (supernatural); comer su propia placenta (también super atural y moderno), y, por supuesto, tener toda una tribu de niños con los que viajan de aquí para allá para no separarse ni un minuto de ellos (con la ayuda de un ejército de nannies y mucamas, obviamente, pero este detalle es mejor que no trascienda, no sea que comprometa la fe de otros conversos con menos medios económicos).

Suele decirse que la religión es cosa de viejas, de gente con baja formación o de convicciones muy conservadoras. Sorprende aún más por tanto ver cómo todas estas nuevas religiones que acabo de enumerar (podría hablarles de muchas más) tienen por prosélitos a personas cultas, jóvenes y liberales, que por supuesto se ofenderían muchísimo si se les dijera que tienen inclinaciones religiosas.

En 1882, después de proclamar que Dios había muerto, Nietzsche, que no era creyente, argumentó que el precio del deicidio es que, cuando uno desecha la fe cristiana, prescinde también de la moralidad cristiana. Por lo que la muerte de Dios conduciría, según él, «no sólo al rechazo de la una creencia, sino también al rechazo de valores y de una ley moral universal, lo que conduciría inevitablemente al nihilismo». Falló el genio de Röcken en su profecía. En vez del nihilismo hemos llegado, por una parte, a fenómenos religiosos propios de la Edad Media, como el yihadismo. Y por otra, a una proliferación de pequeñas religiones tiránicas que nadie se atreve a cuestionar, so pena de incurrir en el único, en el más horrible pecado moderno, la incorrección política. Curioso retorno de los brujos.

Carmen Posadas, escritora.

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