Cuando el presidente Macron pidió a los franceses que renovaran a los miembros de la Asamblea Nacional (elecciones del 7 de julio), nadie esperaba que el antisemitismo se convertiría en un tema central del debate político. En principio, lo que está en juego es la reconstitución o no de una mayoría parlamentaria con la que Emmanuel Macron pueda gobernar. Pero, en realidad, nada está sucediendo como el presidente había previsto. En lugar de los dos bandos opuestos de siempre, uno a favor del presidente y otro en contra, hemos asistido a la aparición de tres bloques, los tres algo heterogéneos. En la extrema derecha, la Agrupación Nacional, liderada por Marine Le Pen, eterna candidata a la presidencia, se ha aliado con un partido de centroderecha que fue gaullista. Propone un programa conservador, muy alejado de las flamantes propuestas antiinmigración de su padre, Jean Marie Le Pen. En la izquierda, una alianza improvisada entre comunistas, trotskistas, ecologistas y socialdemócratas bajo la bandera del Nuevo Frente Popular, que evoca la década de 1930 y la lucha contra el fascismo. Y en el centro, la suma de candidatos conservadores, liberales y moderados que podría constituir la base de una nueva mayoría presidencial. Sin embargo, sorprendentemente, a esto se ha añadido la inesperada cuestión del antisemitismo.
Ciertamente, en Francia preocupa desde hace algunos años el rebrote de comentarios y ataques antisemitas que se creían superados desde 1945. Pero este antisemitismo posterior al Holocausto ya no es el de las clases medias altas y la Iglesia católica, como tradicionalmente. El debate sobre Palestina se ha trasladado a los barrios periféricos, evidentemente agravado por el conflicto de Gaza.
En la actual campaña electoral, todo el mundo acusa al otro de antisemita, lo que en principio descalifica a un candidato a los ojos de la mayoría, o en todo caso le priva de cualquier legitimidad republicana. Entonces, ¿quién es antisemita y quién no? Desde el punto de vista de la izquierda, el antisemitismo seguiría siendo, como antaño, una de las características de la derecha nacionalista. Le Pen, vista desde la izquierda, se esfuerza por dar a su partido un barniz republicano, pero varios de sus candidatos han expresado en el pasado las opiniones antisemitas clásicas. Que conste que este antisemitismo clásico, enraizado inicialmente en la tradición cristiana, se ha renovado en el último siglo con acusaciones de carácter conspirativo: los judíos franceses no son del todo franceses, sino que forman parte de lo que se conoce como una doble identidad, a la vez judía, o incluso israelí, e incidentalmente francesa. Según este antisemitismo de derechas, se supone que los judíos –menos del 1 por ciento de la población– controlan los medios de comunicación, los bancos y quién sabe qué más. Pero resulta que Le Pen es ahora la más ferviente defensora de Israel y de la comunidad judía francesa, a la que considera atacada por la izquierda. La izquierda, en efecto, especialmente la extrema izquierda, está haciendo comentarios francamente antisemitas en nombre de un viejo argumento y de uno nuevo. El viejo argumento, ya esgrimido por Karl Marx, él mismo judío, es que el judaísmo es el equivalente del capitalismo, la explotación del proletariado por la burguesía. La extrema izquierda francesa perpetúa esta ideología arcaica y añade una nueva dimensión palestina: los palestinos son los nuevos proletarios, y los israelíes, los nuevos colonialistas. Esta metamorfosis del conflicto palestino en epopeya histórica, que tiene lugar en los suburbios franceses, resulta popular entre los jóvenes árabes musulmanes, que se ven a sí mismos como luchadores por la descolonización contra los israelíes y judíos colonialistas, capitalistas y proamericanos.
Confieso que, siendo yo mismo de origen judío y no teniendo religión, nunca imaginé que el antisemitismo volvería a resurgir hasta este punto en Francia, ni en la izquierda ni en la derecha. Me parecía que la opinión pública había sido inoculada por el recuerdo del Holocausto. Fue un grave error, olvidar que, al haber pasado una generación, el Holocausto es historia antigua.
A este retorno de lo reprimido contribuyen las extrañas tomas de posición que podemos leer en las páginas de opinión de la prensa francesa, que intentan establecer una distinción entre antisemitismo bueno y antisemitismo malo. El antisemitismo malo sería el de la derecha, el antisemitismo tradicional, abiertamente racista. El antisemitismo bueno sería el de la izquierda, que exige que los judíos se integren más en la comunidad nacional y muestren menos simpatía hacia el Estado de Israel. Los únicos que no son consultados en estas polémicas son los 500.000 judíos franceses que, en su inmensa mayoría, se sienten franceses y judíos.
Varios sondeos de opinión han demostrado que muchos franceses, judíos y no judíos, no votarán a candidatos de extrema izquierda, antisemitas y antisionistas. Esta extrema izquierda, que juega con fuego para ganar algunos votos de franceses de origen árabe-musulmán, acabará probablemente con cualquier esperanza que tenga la izquierda en su conjunto de recuperar el poder. Le Pen, en la ultraderecha, ha tenido mucho más éxito a la hora de limpiar su partido de la vieja escoria racista y antisemita. Sin duda se beneficiará de esta gran limpieza y de su apoyo a Israel, un Israel al que la mayoría de los franceses admira. Al llegar al final de esta columna, confieso que hubiera preferido no haberla escrito nunca, pues consideraba erradamente que ser judío en Francia ya no era una singularidad. Y que el debate sobre el antisemitismo había terminado. Un error por mi parte: un debate milenario no puede desaparecer en una generación.
Guy Sorman