La propuesta del G-7 (con el apoyo de España, expresado en una carta conjunta de los Ministros de Economía de las cuatro grandes economías de la Unión Europea) sobre una armonización de la fiscalidad de las grandes empresas (no sólo las tecnológicas), con un tipo mínimo del 15% en el Impuesto de Sociedades –propuesta de mínimos–, pero sobre todo con el claro objetivo de que tributen no en base a su sede, sino en función de los beneficios que reciben en cada país, debe pasar aún por su consideración por el G-20, la OCDE y la Unión Europea. No será un camino fácil y va a requerir tiempo, paciencia y perseverancia. Pero es un camino prometedor.
Se trata de reducir las distorsiones en las obligaciones fiscales, derivadas de prácticas de ingeniería fiscal y societaria que persiguen el pago de menos impuestos que deberían recibir los países donde se desarrolla la actividad de las grandes multinacionales. Un paso todavía incipiente (queda mucho para que se lleve a la práctica) pero que va en la línea de introducir normas y reglas comunes en un marco multilateral.
El peso de los firmantes (Estados Unidos, Canadá, Japón, Reino Unido, Alemania, Francia, Italia y la Comisión Europea) hacen prever la asunción del acuerdo por la OCDE (que reclama desde hace tiempo la armonización) y del Consejo Europeo (y el Parlamento), aunque existan países, como Irlanda, Países Bajos o Luxemburgo, claramente beneficiados del statu quo actual. Tendrán que asumir los costes del consenso.
Más complejo es que el G-20 lo endose, al estar ahí países como China o Rusia, nada proclives a aceptar reglas del juego comunes con Occidente. Su cuestionamiento de la arquitectura institucional multilateral nacida del final de la II Guerra Mundial (con Bretton Woods como punto de partida) es evidente, así como su fuerte criticismo hacia un G-7, que ven como la expresión de una hegemonía occidental que no comparten.
En cualquier caso, el acuerdo sobre la propuesta nos muestra algo que explica las reticencias de China o Rusia u otros países autoritarios: su origen atlántico.
Hablamos de un claro retorno al espíritu de Occidente vigente durante la segunda mitad del Siglo XX, como un bloque que defiende la democracia representativa, el multilateralismo liberal y las economías de libre mercado y de defensa de la iniciativa privada, frente a autoritarismos y capitalismos de Estado con predominio de los poderes públicos. En otras palabras, es un retorno al «vínculo atlántico» que permitió una comunidad de valores (libertades individuales y defensa de los derechos humanos) y el compromiso de una defensa y una seguridad comunes. Que el pacto incluya a Japón (país geográficamente no occidental, pero sí en cuanto a la asunción de los mismos valores y la misma visión del orden internacional) no impide esa conclusión, sino que la refuerza.
Y ello es así, gracias a la nueva política exterior de Estados Unidos por parte de la Administración Biden. En un claro cambio respecto de la política de Donald Trump, Estados Unidos asume que debe contar con sus aliados y volver a estrechar sus vínculos, frente a la amenaza que supone el crecientemente agresivo expansionismo chino y su ambición de superpotencia que le dispute la hegemonía global. Máxime teniendo en cuenta la cada vez más estrecha alianza estratégica entre China y Rusia.
Estados Unidos retorna al multilateralismo, del cual ha sido siempre adalid, después del paréntesis –esperemos y confiemos– de la etapa de Donald Trump, caracterizada por el unilateralismo, a las trabas arancelarias al libre comercio y el desprecio hacia unos aliados que se percibían más como una carga que como una contribución indispensable para la consecución de objetivos comunes.
Tal política se hace patente en el Indo-Pacífico, en una defensa común en favor de una región libre y abierta (primeramente reivindicada por Japón y rápidamente endosada por Estados Unidos) que incluye una relación cada vez más estrecha con India, además de Australia (sin olvidar Corea, Nueva Zelanda, Singapur o Indonesia). La amenaza china sobre Taiwán y sobre el Mar del Sur de la China y el control del Estrecho de Malaca son piedras de toque en ese objetivo común.
Pero lo más relevante a nuestros efectos, como europeos, es el retorno de la convicción de que el escenario geopolítico exige reforzar, de nuevo, el vínculo atlántico entre Estados Unidos y Europa, revitalizando la Alianza Atlántica y el papel de la Unión Europea, después de los ataques sufridos durante la Administración Trump. Ello, evidentemente, implica también un mayor compromiso europeo en la defensa y la seguridad en el Indo-Pacífico. Francia, el Reino Unido y, en menor medida, Alemania, ya han asumido compromisos en esa dirección, ubicando fuerzas aeronavales en el Índico Oriental y en las costas asiáticas del Pacífico, incluyendo maniobras aeronavales conjuntas con Estados Unidos, India o Japón.
Obviamente, se trata de una propuesta del G-7 que requería de un cambio en la posición norteamericana. Y ese cambio, se debe, en buena medida, a las necesidades recaudatorias internas a raíz del enorme incremento del gasto asociado a los estímulos económicos ingentes impulsados por el presidente Biden. Pero, ello no impide valorar el hecho –trascendental– que supone poner de acuerdo sobre un tema tan sensible a las dos orillas del Atlántico, con la ambición de su aplicación global. Como en su día supuso la creación del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o los Acuerdos sobre Aranceles y Comercio, que luego dieron lugar a la Organización Mundial del Comercio. Una reedición del multilateralismo, con normas, reglas e instituciones comunes y mutuamente asumidas.
Ciertamente, estamos en un mundo distinto al que conocimos durante la Guerra Fría y que forzó la necesidad vital, frente a la amenaza soviética, de una profunda alianza atlántica en todos los sentidos, más allá de la defensa y la seguridad. La Unión Europea ha ido profundizando en su proyecto político de integración basado en la solidaridad y la responsabilidad entre sus miembros (como se ha visto, a pesar de todo, en la reacción ante los efectos de la pandemia) y, por lo tanto, con una legítima aspiración a una «autonomía estratégica» que irá exigiendo una mayor y mejor coordinación con Estados Unidos y el resto de aliados, procurando la puesta en común de los diferentes intereses y prioridades. Cuanto más fuerte sea Europa más útil puede ser a la causa de las democracias liberales en el mundo.
Estados Unidos, por su parte, ya no es la potencia hegemónica indiscutible y que parecía que iba a ser la única después de la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética. De hecho, está en claro repliegue en zonas antaño vitales como Oriente Medio, como lo demuestra la retirada, prácticamente unilateral, de Afganistán, o su alejamiento de la guerra en Siria o Libia, aunque Israel sea permanentemente un foco inevitable de su política exterior. Estados Unidos asume que su peso relativo, a pesar de seguir siendo claramente superior al resto, va disminuyendo. Y que necesita a sus aliados para hacer frente con solvencia y credibilidad a los grandes desafíos del momento. Ojalá sea un cambio irreversible.
Es, pues, el momento de poner en valor de nuevo el vínculo atlántico. La propuesta del G-7 se sitúa claramente en esa lógica. Y detrás de todo ello, la constatación de que la defensa de los valores compartidos es más necesaria que nunca y responsabilidad de todos.
Unos valores –los propios de las sociedades abiertas– que inspiran la iniciativa del Foro La Toja-Vínculo Atlántico, que celebraremos los días 30 de septiembre y 1 y 2 de octubre, en su tercera edición. Sin ninguna duda, debates profundos y rigurosos como los que recoge el Foro serán más de actualidad que nunca. La defensa de la libertad requiere de las aportaciones de todos.
Josep Piqué es presidente del Foro La Toja-Vínculo Atlántico.