El retorno del voto económico

El voto económico no tiene buena prensa, desde que aquella primera campaña presidencial de Bill Clinton («es la economía, estúpido») lo colocara en el centro del debate electoral. Pues, parafraseando la canción, podríamos decir que cuando la economía entra en las urnas... la política sale por la ventana. En otras palabras, si los electores comienzan a preocuparse por la economía es probable que dejen de lado otras consideraciones y, por ende, que las cuestiones ligados a la ideología o al sex appeal de los políticos queden supeditadas a la presentación de una buena cuenta de resultados. Algunos incluso sospechan que votar con la cartera no es más que una manera de traicionar los nobles ideales de la política. Tanto más si, como ha ocurrido en España, el momento de esplendor del voto económico siempre ha coincidido con éxitos electorales del centro-derecha. Recordemos que las mayorías absolutas del PP siempre han venido de la mano del voto económico, ya sea retrospectivo (en recompensa por la gestión de Aznar en la segunda mitad de los 90: «España va bien»), ya prospectivo, como voto de confianza en que el PP de Rajoy repitiese los logros de su predecesor en esa materia, tras la crisis de 2008. De hecho, no hay amenaza mayor para la izquierda (beneficiaria en principio de que el electorado español haya estado escorado a la izquierda desde la transición) que unos malos datos económicos. Hasta ahora, este gobierno ha conseguido disimularlos tras la lógica preocupación por la pandemia y la implementación del «escudo social», en una coyuntura en que el control de las cuentas públicas por parte de la dirigencia europea se había relajado, pero la guerra de Putin ha dejado una vez más nuestras vergüenzas económicas a la vista del público.

El retorno del voto económicoEstos son los riesgos de manejar una agenda política desmesurada. Tanto hablar de «diálogo con Cataluña» o de «derogar la reforma laboral del PP» corre el peligro de provocar un desfase tal entre expectativas y resultados que la gestión del primer gobierno de coalición de la democracia se termine diluyendo en su incapacidad para controlar la inflación en un momento en que todavía no hemos recuperado el PIB de 2019, objetivo con el que ahora mismo se conformarían muchos de sus votantes. Pues lo que ahora está en riesgo es nada menos que la posibilidad de que nos quedemos atrapados ahí por mucho tiempo y que aquella maldita estanflación de los 70 nos haga perder otra década más (¿cuántas van ya?).

La experiencia de la primera etapa socialista (Felipe González) nos dice que, a partir de este momento, entran en juego dos cosas: la valoración de las políticas sociales promovidas por el gobierno de coalición y la credibilidad económica de la oposición. Pues, a fin de cuentas, de poco sirve que los electores quieran castigar la incompetencia de un gobierno en esta materia si no tienen una mínima garantía de que la oposición lo vaya a hacer mejor. En los primeros años 90, los electores cada vez esperaban menos de los socialistas, pero no estaban seguros de qué iba a hacer el PP con sus proclamas neoliberales, así que decidieron agarrarse a las políticas sociales del PSOE y dar una nueva oportunidad a Felipe González en 1993. Hizo falta que la escandalera de la última legislatura socialista debilitara el efecto de las políticas socialistas para que el PP llegara finalmente al gobierno en 1996.

Ahora las cosas se complican en la medida en que Vox pueda condicionar la agenda del PP, toda vez que, en este punto, hay algo fundamental que distingue a los votantes de ambos partidos: pues así como el rechazo de la situación política es la gasolina que necesita Vox para mantener su ascenso, los votantes del PP están cada vez más preocupados por la situación económica. Hace un año, las principales preocupaciones de los españoles eran, por este orden, la pandemia (34,5%), la política (31,2%) y la economía (19,3%). Ahora bien, cada una de estos problemas tenía una incidencia diferenciada en el voto, de tal manera que así como la preocupación por la situación política multiplicaba por dos la probabilidad de voto a Vox, la preocupación por la economía aumentaba la probabilidad de voto al PP en un 30%. Ahora mismo (Barómetro de marzo del CIS), las cosas son bien distintas. Para empezar, el orden de las preocupaciones ha cambiado: ahora son los problemas económicos los que encabezan la lista (42,8%), seguidos de los problemas asociados a la política (28%). La pandemia ya solo es el principal problema de España para el 7,5%. Pero hay una cosa que no ha cambiado, sino que se ha convertido en tendencia: pues así como la preocupación por la situación política multiplica por tres la probabilidad de voto a Vox, la preocupación por la situación económica aumenta en un 60% la probabilidad de voto al PP. Resumiendo, la preocupación por la economía no incide tanto en el voto como el rechazo de la situación política, pero en la medida en que la primera se extiende el PP tiene mayor potencial de crecimiento que Vox.

Conviene recordar, en este punto, que el gobierno se estrenó con decisiones asumibles en un contexto de recuperación económica sostenida, como era el aumento salarial de los funcionarios por encima de la inflación y la revalorización de las pensiones al IPC, pero de difícil encaje en un contexto de confinamiento y desplome del PIB. Pese a ello, dichas partidas siguieron creciendo en el presupuesto de 2021, al tiempo que la factura de la pandemia pasó a engrosar el déficit público, elevando su componente estructural no ya al 3%, donde había estado la década pasada, sino al 5%. Recientemente, el gobierno ha consolidado la revalorización de las pensiones al IPC, con el resultado que ya sabemos: cada punto de inflación cuesta 1.500 millones. Ya solo falta saber el IPC de 2022 para hacer la cuenta.

Entre tanto, los colectivos que viven fuera del Presupuesto han llegado a la conclusión de que el gobierno se ha olvidado de ellos. La movilización del pequeño negocio alrededor de Díaz Ayuso en las pasadas elecciones madrileñas fue un primer síntoma de que los autónomos ya no esperaban nada de él. Por si había dudas, el gobierno ha intentado deslegitimar la huelga del transporte como un «boicot de la ultraderecha», poniendo en duda la representatividad de los autónomos, al tiempo que los agricultores se manifestaban por las calles de Madrid, todo lo cual puede convertir las protestas de este colectivo en un conflicto a la antigua usanza, cuando Marx asociaba la pequeña burguesía a la amenaza bonapartista. Pero una cosa es que Vox sea primer partido entre los votantes de este colectivo (con el 29% de los votos; seguido del PP, con el 26%, según datos del CIS) y otra bien distinta que ello se convierta en motivo de señalamiento y deslegitimación.

Con estas premisas, el PP juega con ventaja, pero no solo necesita ganar las elecciones con holgura, sino que necesita también demostrar una superioridad sobre Vox suficiente para que este no le condicione la acción de gobierno; de lo contrario, corre el mismo riesgo que Sánchez está corriendo con sus socios. El problema tiene dos tiempos: en el primero, el PP necesita desactivar la situación política, a fin de dejar sin combustible a Vox. Esto pasa por rebajar el nivel de polarización mediante pactos y acuerdos entre los principales partidos, pero no está claro, por el momento, que esta vaya a ser la apuesta en paralelo de Sánchez. En el segundo tiempo, el PP necesita de Vox un comportamiento, cuando menos, semileal. Como se recordará, Juan Linz distinguía entre partidos semileales y desleales al sistema, según que hiciesen un uso instrumental del mismo (apoyándolo siempre y cuando el gobierno estuviese en sus manos) o, por el contrario, intentaran socavarlo. Desde este punto de vista, la entrada de Vox en instituciones de ámbito autonómico puede ser un factor disuasorio de cualquier tentación antisistema.

Juan Jesús González es profesor de Sociología en la UNED.

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