El revelador asesinato de Byron Lima, el rey de las cárceles de Guatemala

Byron Lima Oliva en un tribunal de Ciudad de Guatemala en 2014 Saul Martinez/European Pressphoto Agency.
Byron Lima Oliva en un tribunal de Ciudad de Guatemala en 2014 Saul Martinez/European Pressphoto Agency.

El 18 de julio, Byron Lima Oliva, el prisionero más infame —y poderoso— de Guatemala, fue asesinado en el Penal de Pavón, en las afueras de la Ciudad de Guatemala. Aunque fue otro recluso quien le disparó dos veces en la cabeza, con toda probabilidad los autores intelectuales del asesinato de Lima se encuentran en los niveles más altos del Estado y en la élite adinerada.

En Guatemala a menudo es imposible establecer dónde termina el Estado y dónde empieza el mundo criminal.

Resulta un final apropiado para Lima, quien se volvió rico en prisión gracias a las alianzas que tenía a ambos lados de la ley. Como lo demuestra el actual escándalo de corrupción que depuso al expresidente Pérez Molina y a sus cómplices, Lima no operaba solo al usar conexiones en el gobierno para actividades criminales.

De muchas maneras, Lima, un excapitán del ejército de 46 años, personificó la difícil transición de la guerra a la paz en Guatemala. Dos décadas después del final de una de las guerras civiles más sangrientas y largas de América Latina, el país está sumido en la violencia criminal y exprimido por una clase política parasitaria.

Lima pasó de ser un combatiente de la Guerra Fría a asesino político y “rey” del sistema penitenciario. Tanto su estilo de vida como las circunstancias de su muerte son una demostración reveladora sobre la evolución de la corrupción y el poder clandestino en Guatemala.

Conocí a Lima en 2013, en la prisión de Pavoncito, muy cerca del lugar donde murió. Llevaba puesta su característica camiseta negra con la frase “Preso político, 100 % Anticomunista”.

En esa entrevista, y hasta el fin de sus días, Lima negó haber cometido el crimen por el cual fue encarcelado: el asesinato del obispo Juan José Gerardi, dos días después de que publicara un informe sobre los crímenes de guerra cometidos por el Ejército.

Lima acusó a los grupos de derechos humanos y a la Iglesia católica de usarlo como chivo expiatorio. “Me satanizaron”, dijo. “Fue una campaña política para calumniar al Ejército. Querían venganza por su derrota en la guerra y yo fui un blanco fácil”.

El conflicto de la Guerra Fría enfrentó en Guatemala a un ejército respaldado por Estados Unidos que protegía a la élite gobernante contra un conjunto de movimientos sociales de izquierda y grupos guerrilleros. El Ejército ganó la guerra de forma irrefutable, pero su exceso de violencia provocó el reproche internacional y originó juicios por crímenes de guerra. Mientras tanto, el avance hacia la equidad social y la prosperidad colectiva que se prometió en los acuerdos de paz nunca se materializó.

Lima transitó de la guerra a la paz convirtiéndose en uno de los consentidos de la élite económica de Guatemala. Cuando la guerra de 36 años terminó oficialmente, los secuestros se generalizaron y aterrorizaron a los ricos.

Lima formó parte de la unidad antisecuestros del gobierno que coordinaba los esfuerzos para rescatar a los secuestrados. Vinculado a través de su padre con los líderes militares también integró el equipo de seguridad del presidente Álvaro Arzú.

Su ascenso a un cargo prominente se vio interrumpido cuando, junto con su padre y otras dos personas, fue condenado por el asesinato de Gerardi y sentenciado a 20 años tras las rejas.

No obstante, la cárcel solo fue el comienzo de una nueva vida profesional. Los penales sobrepoblados y con poco financiamiento de Guatemala se habían convertido en la base de operaciones de todo tipo de organizaciones criminales. Lima estaba decidido a liderarlas y recibió ayuda.

Muchos creen que el asesinato de Gerardi fue planeado y ejecutado por una red militar que se extendía más allá de Lima. A cambio de su silencio, los aliados de Lima que pertenecen a “los poderes en las sombras” de Guatemala (generales de alto rango y élites económicas vinculadas al crimen organizado) apoyaron sus actividades desde la cárcel.

Con sorprendente rapidez tomó el poder de las prisiones. Arrebató el control de la venta de drogas, teléfonos celulares, sexo (los mercados negros más lucrativos) y le cobró cuotas a restaurantes, tiendas y otros negocios manejados por los convictos. Gracias a tratos y sobornos tenía a los oficiales de la prisión, desde guardias hasta directores, en sus manos. Los guardias se dirigían a él como “mi capitán”.

Lima también tenía enemigos poderosos y sus riñas en prisión le generaron nuevos adversarios. Sufrió un primer intento de asesinato en 2003, cuando cientos de miembros de pandillas irrumpieron en su sector para matarlo. Según los rumores, un guardia lo previno. Lima se salvó y dejó morir a sus aliados.

En marzo le pregunté cómo había escapado. Me respondió con una pregunta: “¿Crees en Dios?”. “Claro”, le respondí, y me dijo: “Bueno, entonces caminé frente a todos los pandilleros sin que me vieran. Dios me hizo invisible”.

Todo el tiempo, Lima decía ser un reformador de las prisiones. En medio del caos del sistema penitenciario, posó como modelo de orden y disciplina. Siempre que lo visitaba, debía pasar por dos cateos de seguridad diferentes: el primero, por las autoridades de la prisión, y el segundo, por su guardia de seguridad personal conformada por prisioneros con entrenamiento militar.

A diferencia de los guardias de la prisión, los hombres de Lima eran minuciosos y usaban detector de metales.

El dominio de la vida al interior del penal solo fue el principio. Lima buscaba controlar el sistema penitenciario. Su poder llegó a su punto más alto cuando el exgeneral Pérez Molina alcanzó la presidencia en 2012.

Debido a las conexiones militares que tenía, pudo concertar directamente los nombramientos de oficiales de todos los rangos en la cárcel. Usó su poder para sacarle grandes sumas de dinero a los prisioneros ricos. Aquellos que no pagaban eran golpeados y torturados por los guardias. El dinero de esa y otras maniobras era distribuido entre sus cómplices en ambos lados de la ley.

Sin embargo, el control que tenía de la prisión —y su utilidad para la élite gobernante— terminó de manera abrupta. Con el expresidente Molina —y gran parte de su equipo— destituido y enfrentando cargos, y al ser expuesta públicamente su propia red de lucro en la prisión, Lima se convirtió en un lastre.

No obstante, ni su muerte ni los juicios actuales por corrupción servirán para cambiar el violento statu quo de Guatemala. Estos hombres solo son la punta del iceberg. Los verdaderos poderes fácticos no se exponen a sí mismos siendo presidentes, y mucho menos yendo a la cárcel.

Anthony W. Fontes es becario Mellon en la Universidad de Wisconsin, Madison.

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