El Rey al servicio de España

Sobre el calendario de España han pasado 42 años desde que nuestra Constitución, aprobada por las Cortes en sesiones plenarias del Congreso de los Diputados y del Senado celebradas el 31 de octubre de 1978 y ratificada por el pueblo español en referéndum de 6 de diciembre de 1978, proclamó a la Monarquía parlamentaria como forma política del Estado (artículo 1.3 CE).

Desde la perspectiva del tiempo, es evidente que la tarea fue muy meritoria. Muerto Franco, no era cosa de dar la vuelta a la tortilla, sino de que hubiera tortilla para todos y a gusto de casi todos, lo cual era complicado. Se trataba de suplir una pieza quebrada por otra de recambio y hacerlo de forma inteligente.

Cuarenta años de somnolencia política desentrenan a cualquiera y a los españoles hubo que convencernos de que, en semejante situación, no gritáramos más de la cuenta y de que el excesivo tumulto era una fórmula tan ingenua como superflua.

Un ligero vistazo a la historia puede servirnos para resaltar las características constitucionales de nuestra actual Monarquía parlamentaria. Las constituciones de 1845 y 1876, bajo las cuales reinaron Isabel II, Alfonso XII y Alfonso XIII, no tienen nada que ver con la actual de 1978. Según aquellas, el rey tenía, entre otras muchas, la prerrogativa de nombrar y separar libremente los ministros, así como la de convocar, suspender y disolver las Cortes, sin que entre ambas potestades hubiera relación de causalidad. Ninguna de las dos fueron constituciones democráticas y retenían en el titular de la Corona la raíz del poder, limitado de manera imprecisa por la Constitución.

Los tiempos y las cosas han cambiado. Nuestra Monarquía no es una corte de los milagros, ni estamos en un sistema oligárquico o de caciques, aunque seguro que no faltan quienes quisieran serlo. No. La nuestra es una sociedad abierta y España es un Estado social y democrático de Derecho cuya Constitución proclama que la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan todos los poderes del Estado. Con mano maestra lo escribió Francisco Tomás y Valiente, presidente que fue del Tribunal Constitucional: «en una Monarquía parlamentaria, el del Rey no es un poder inútil, no sólo porque a él le corresponda el mando supremo de las Fuerzas Armadas (…), sino porque arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones (artículo 56.1. CE)».

Al margen de la opinión que cada cual tenga sobre la institución, la mía es que el sentimiento actual de los españoles no es la disyuntiva República o Monarquía, sino la democracia. Y aunque sea verdad que la primera es más racional que la segunda, también lo es que no siempre la política se guía por la razón. En los términos República o Monarquía no se encuentra la solución de los problemas, sino en sus gobernantes. Hoy en España los monárquicos lo son porque Monarquía se identifica con las ideas básicas de libertad, justicia e igualdad.

Esto es lo que las últimas encuestas dicen de la figura del actual Rey de España. Además de las que se hicieron tras el discurso televisado que el 3 de octubre de 2017, de forma tan solemne como firme, Felipe VI dirigió a los españoles ante la situación de extrema gravedad derivada de la quiebra del orden constitucional perpetrado en Cataluña y que probaron como se disparó su popularidad a niveles que la Monarquía no veía desde hacía más de 20 años, los sondeos llevados a cabo con ocasión del último mensaje de Nochebuena certifican que el Rey es un paradigma en la defensa de los principios constitucionales, incluidos los éticos y morales, que «obligan a todos sin excepciones y están por encima de cualquier consideración, incluso de las personales o familiares».

Una de las mejores cosas que el Rey Felipe VI ha hecho es que, siguiendo el consejo de sus verdaderos leales, muy pronto supo que su figura es el instrumento de los fines del pueblo, a cuyo servicio debe estar, lo mismo que muy pronto aprendió que si una nación es un plebiscito de todos los días, la Monarquía tiene que justificar su legitimidad cada veinticuatro horas. Si Don Felipe goza de la confianza de los españoles y, hoy por hoy, el 66,9% prefiere la Monarquía frente al 28,3% que se inclina por la República, es porque los ciudadanos encuentran en su persona el camino que habrá de llevarles a lo que desean, algo que responde a cuando un rey tiene vocación de serlo y conciencia de cómo y de qué manera debe serlo. Lo dijo Raimundo Lulio: «El poder de los príncipes es el instrumento de los fines del pueblo». Luego, a renglón seguido, añadió que «el desacuerdo entre el príncipe y los ciudadanos, difícilmente alcanza a ser remediado».

En España, según síntomas ciertos, lo que se quiere es un rey para todos y una Monarquía en la que se pueda opinar, pensar, votar y contribuir al buen gobierno. Un rey, como el nuestro, que funde a la perfección la vida y la política, que cultiva la sencillez en las costumbres y que trata de corregir los defectos de la Monarquía en lugar de ocultarlos, no se caracteriza, precisamente, por ser un rey de baraja, sino que, por el camino opuesto, sabe que la institución que preside no puede basarse sólo en el encanto personal ni se hace en los museos de figuras de cera.

En fin. Yo no conozco personalmente al Rey, pero no creo que eso haya sido una ventaja ni tampoco un inconveniente para cuanto acabo de escribir. Lo que sí sé es que Don Felipe VI cumplirá 53 años el próximo 30 de enero y que, por tanto, ya no es joven, aunque tampoco viejo. El suyo se corresponde con ese estado de vida que, al decir del sereno Goethe, le hace un Rey honrado, prudente y cabal.

Javier Gómez de Liaño es abogado. Fue magistrado y vocal del Consejo General del Poder Judicial.

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