El Rey, cabeza de la Nación

Las declaraciones  de Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, acerca del compromiso en que pondría al Rey la firma de los indultos a los golpistas y malversadores no arrepentidos, en contra del dictamen de jueces y fiscales, han preocupado a personas de buena voluntad y han hecho que se rasguen las vestiduras otras de las que no cabe esperar mucha fidelidad a España ni a Su Majestad. Por eso, creo necesario escribir sobre el asunto para acompañar en la reflexión a unos y oponer argumentos a los otros.

No se entiende el papel de nuestro Rey en la España constitucional si no se atiende a la polémica ideológica que se generó durante la Transición, entre los que querían dejar el Rey reducido a una mera figura decorativa, de la que se pudiese prescindir después casi con alivio, y los que defendían una figura del Rey con un papel acorde con su legitimidad histórica, dinástica, legal y moral, que estuviese a la altura de los nuevos tiempos y de las necesidades de los españoles. Entre los que defendían esta última postura destacó don Julián Marías. Sus artículos de entonces, en La Vanguardia y en El País (que él cofundó), enseñaron doctrina política a los españoles de entonces, que tanto la necesitaban, y se recogen en el libro La España real, que nos habla también a los españoles de hoy.

«La magistratura de un Rey constitucional –quiero decir, en una democracia liberal– no es específicamente política; es lo que se quiere decir –o se debe querer decir– con la vieja y famosa fórmula ‘el Rey reina y no gobierna’. Sin dejar de ser Jefe del Estado, lo que no puede ser es un ‘gobernante’, ni un ‘hombre de partido’, ni siquiera un ‘político’. ¿Quiere esto decir que no le quedan más que funciones ornamentales y simbólicas?». Marías propone un Rey que sea «cabeza de la Nación», «en esencial magistratura social más que política». En España, si se mira la historia de los últimos 42 años, el Rey ha ejercido de facto esa magistratura social más que política.

Al Rey, como «cabeza de la Nación», más aún que Jefe de Estado, se vuelven los españoles en busca de autoridad moral, unidad y amparo, incluso frente a los abusos de ciertos políticos cuando abusan de su poder.

Si no, ¿por qué la exigencia de ejemplaridad y de neutralidad política? Y tanto la ejemplaridad como la neutralidad han de funcionar en ambas direcciones: ser de todos sin excluir a nadie, pero también de contrapeso a los abusos, vengan de donde vengan.

Sin remontarnos a la formidable labor de don Juan Carlos en la Transición o su intervención el 23-F, baste recordar lo que supuso el discurso de don Felipe el 3 de octubre de 2017, tanto para la mayoría de españoles de a pie o para sus mandatarios, a los que les infundieron la convicción y esperanzas necesarias, como para los que habían creído que podían destruir la convivencia abusando de las instituciones, que vieron frenadas sus aspiraciones en seco.

Casi ninguno de los actos del Rey en esos momentos está especificado en la Constitución, pero sí están en perfecta consonancia con lo que dicen sus artículos 56 («símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera...») y 62.

Sin embargo, a raíz de firmar los indultos a los golpistas vuelven a aparecer los que quieren hacer del Rey un mecanismo sin voluntad ni libertad, sin juicio, y dicen hablar en nombre de la propia Constitución o de doctrinas más o menos prestigiosas como la de los «actos debidos». Bueno, ¿«debidos» a quién o a qué? ¿Son indiferentes la legitimidad de esos actos y la de los cargos políticos de los que vengan? Porque en el caso de los indultos que nos ocupan se quieren llevar a cabo contra toda la doctrina y los dictámenes del Supremo y de la fiscalía, contra la voluntad de los propios indultados (quienes además de no mostrar arrepentimiento, prometen volverlo a intentar), contra la voluntad de los españoles, contra la voluntad del propio presidente del Gobierno (según declaraba él mismo meses atrás), contra las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado (a las que se han pedido sacrificios nunca suficientemente ponderados), contra el prestigio de la democracia española en las instituciones europeas, y contra la soberanía nacional misma, porque son el primer paso hacia «mesas de diálogo» y «referéndums imposibles»; por no hablar de lo que tienen de «autoindultos». Estos supuestos «actos debidos» del Rey, ¿no se deben a ninguna de estas instituciones ni personas ni derechos y libertades vulneradas? ¿No se debe el Rey, por igual o más, a su papel constitucional de velar por la unidad y la permanencia de la Nación española, única e indivisible? ¿No debe velar incluso por la legitimidad de este Gobierno? ¿Puede la legitimidad de un Ejecutivo basarse solo en una precaria aritmética salida de las urnas? ¿Está la democracia por encima de la Constitución –la ley de leyes–, del control judicial, de la justicia misma, o de la igualdad de todos los españoles...?

Algunos parecen siempre dispuestos a negarle «realidad» al Rey, por mucho que luego se beneficien de sus actuaciones, de su simple presencia. Pero, ¿a quién y a qué se debe al Rey? A España y a los españoles, a la Constitución, y a su propia conciencia, que la tiene. Porque ¿y la «persona moral» del Rey? ¿No existe? ¿No se quiere que exista? Le pedimos ser ejemplar hasta el heroísmo, pero solo cuando conviene a algunos para según qué asuntos que excitan su caprichosa «moral».

Todo esto será materia sobre la que seguir pensando y discutiendo en sana convivencia democrática. Pero las palabras de la presidenta de la Comunidad de Madrid en Colón denunciaban algo más básico e indiscutible: los «autoindultos» son una trampa para las distintas instituciones, precisamente las que les incomodan a los enemigos de la Constitución, de la Nación española, y de la convivencia: son una trampa para los jueces, para las instituciones europeas, para el propio Ejecutivo, y para el Rey. Una trampa muy bien calculada: tanto si el Rey firma esos indultos como si no, desean que caiga en el descrédito de unos o de otros: se crea de buena voluntad y con argumentos que el Rey debe firmar sin buscar alternativas (el Rey podría hablar con las fuerzas políticas, sentarlas a dialogar, ser «árbitro», por ejemplo), los que diseñaron la trampa buscan minar la persona y la figura institucional del Rey. Así han procedido siempre, en esa estrategia de «carcoma institucional». Cuando se ha querido mirar, estaban carcomidas por dentro, hechas polvo.

Este peligro llevaba meses en boca de todos, y quizá convenga no callarlo más por parte de los que tenemos voz pública porque de ese silencio, que procede del miedo, sacan su fuerza los extremistas de distinto signo, que llevan muchas décadas intentando acabar con el Rey de todos los españoles. Silencio que el Rey, por cierto, debe soportar en solitario.

Es hora de decir que las supuestas verdades de algunos «caprichosos morales» están en cuestión, que sus intenciones de minar todas las instituciones, empezando por el Rey, la Constitución y los jueces –los verdaderos obstáculos a sus planes– quedan al descubierto. No se saldrán con la suya sin quedar, al menos, expuestos.

Según sus aparatos mediáticos y la inercia de las mayorías, Ayuso denuncia sus planes y es la que pone al Rey en la picota... No pueden seguir engañando a todos todo el tiempo, por mucho poder mediático y escasos escrúpulos que tengan. Me consta que Ayuso ha denunciado sus abusos precisamente en nombre del Rey: es decir, con fidelidad a lo que representa la institución, y a la autoridad de su persona, autoridad que es siempre moral, y deriva de la altura de miras, de la entrega y la coherencia.

El Rey decidirá en este caso lo que crea que es mejor para España, como ha hecho hasta ahora, y los españoles de bien volveremos a estar a su lado.

Antonio Castillo Algarra es profesor, escritor y productor teatral.

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