El Rey de la Transición

EL populismo voluntarista de izquierda radical, los retales desnaturalizados de un comunismo abducido por quienes fueron sus alevines, con las adherencias de los que tratan de aprovechar una cierta desorientación generalizada, han asumido la machacona estrategia de desnaturalizar y desprestigiar la Transición española, hábil y nada fácil operación política que asombró al mundo y fue referencia, desde las cautelas y modelos de cada caso, para las naciones de más allá del Telón de Acero y la propia Unión Soviética, como señaló Gorbachov cuando elogió nuestra Transición durante su viaje a España en octubre de 1990.

Como veterano amante de la Historia me preocupa, aunque no me sorprende, la ignorancia histórica –o la manipulación– de parte de nuestra nueva hornada política. No vivieron la Transición que tan injustamente juzgan, pero tampoco vivieron la Segunda República que juzgan con suma benevolencia. Ortega enseña siempre. Dejó escrito: «No sabemos lo que nos pasa y eso es precisamente lo que nos pasa». Amos Alcott, fervoroso del socialismo utópico, nos había advertido un siglo largo antes: «La enfermedad del ignorante es ignorar su propia ignorancia».

Recientemente un joven tertuliano televisivo, de cuyo nombre no quiero acordarme, echaba paletadas de tremendismo sobre una Transición que no había vivido, y lo hacía desde una inalterable convicción. Quienes compartían la tertulia sí vivieron aquellos años difíciles, pero de nada sirvió su testimonio. El testarudo tertuliano ignoraba su ignorancia. Suelen ningunear la Transición quienes eran niños o nacieron después y buscan la complicidad de quienes tampoco tienen aquella vivencia.

Franco murió en la cama y una interminable cola de ciudadanos pasó ante su cadáver. Dos días más tarde Don Juan Carlos fue proclamado Rey de acuerdo con la Ley de Sucesión entonces vigente. El sucesor recibía todos los poderes de Franco que iría cediendo al pueblo español en una calculada y compleja democratización sin trampas. Así lo entendieron las fuerzas políticas, incluidas las entonces ilegales. Los aperturistas de dentro del sistema y los rupturistas de fuera llegaron a un acordado punto medio, aquel deseado juste milieu de los franceses. El camino se hizo «de la ley a la ley» en palabras de Torcuato Fernández Miranda, diseñador del encaje de bolillos.

La Transición efectiva no comenzó hasta el 1 de julio de 1976 cuando Carlos Arias Navarro dimitió o fue cesado como presidente del Gobierno y el Rey designó a Adolfo Suárez, según las normas entonces en vigor. De ahí al harakiri de las Cortes franquistas, el referéndum para la Reforma Política, la legalización de todos los partidos, la ley de amnistía, las primeras elecciones generales, los pactos de La Moncloa, el debate parlamentario del proyecto constitucional y la aprobación por referéndum de nuestra primera Constitución consensuada y sometida al voto popular, transcurrieron sólo dieciocho meses. Si sus feroces detractores desconocen esta página fundamental de nuestro pasado les recomiendo el sano ejercicio de la lectura sin anteojeras.

Aquella delicada operación en la que desde las cancillerías occidentales pocos confiaban, se debió a un Rey al que parte de la oposición exterior había apodado «Juan Carlos el breve», y en ella intervinieron relevantes políticos del anterior sistema y de fuera de él. Ignorarlo es falsear la realidad. Pero nada hubiese sido posible sin la voluntad del Rey, sin la generosidad, responsabilidad y compromiso de concordia del conjunto de las fuerzas políticas, y sin el refrendo de una mayoría aplastante de españoles.

Probablemente nuestra Constitución sea la única de las monarquías actuales en que aparece expresamente el nombre del Rey (artículo 57.1) al que se considera «legítimo heredero de la dinastía histórica». El proyecto de Constitución fue aprobado por casi el 90% de los votantes, con las cifras más altas de apoyo en Cataluña. Ese respaldo incluía a la Monarquía, al titular de la Corona y a sus sucesores en la forma que se expresa. Cuando algunos reprochan a la Constitución su supuesta caducidad ya que no la votaron las generaciones posteriores a su promulgación, tal reproche resulta chocante. ¿Cada generación debería votar la Constitución de su país? No hay precedentes de tal ocurrencia. Cosa distinta es su reforma que la propia Constitución contempla.

El «motor del cambio» como se le llamó, es el Monarca que ha recibido la más alta popularidad en España, con un reconocimiento superior al del resto de nuestras instituciones. Su protagonismo en el paso de la dictadura a la democracia, su impecable papel constitucional, su decisiva intervención durante el intento golpista de 1981, y su contribución a reforzar la imagen de España en el mundo, le han supuesto relevantes homenajes internacionales, entre tantos otros el Premio Carlomagno.

Juan Carlos I protagonizó un acto sin precedentes en un rey; pidió perdón por su viaje a Botsuana en el que cazó un elefante y se fracturó una cadera: «Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir». Como un niño pillado en una travesura. No sé quién aconsejaría al Monarca, pero en mi opinión erró. El viaje era privado, invitado y por ello sin coste para el bolsillo de los españoles, y en Botsuana es legal la caza de elefantes. No parecía haber motivo para la disculpa pública. Acaso lo que yo creo errado fue no más que una muestra de campechanía; el factor humano.

El Rey de la Transición es el ejemplo genuino de que aquel periodo de nuestra Historia, con mayúscula, merece reconocimiento y respeto. Bajo su dirección los españoles consiguieron darle la vuelta a los interrogantes y negros augurios que gravitaban sobre el posfranquismo. Se abrió la concordia entre los enfrentados de ayer hacia una reconciliación necesaria. Nadie podía prever que pocos decenios después unos muchachos que crecieron cómodamente gracias a la ejemplar responsabilidad de sus padres resucitasen el trágico enfrentamiento que protagonizaron sus abuelos.

El guerracivilismo que reviven y fomentan estos nuevos salvapatrias desde cierta cursilería y afectación teatral, es la siembra de un odio superado por la realidad de los últimos decenios. Desde luego hasta el Gobierno de Zapatero. Su sectarismo les hace ver la realidad con un solo ojo borrando la parte de la Historia que les apetece sin otro equipaje que su radicalismo, su ignorancia y sus artes como manipuladores.

El Rey Juan Carlos I anunció su abdicación el 2 de junio de 2014 y el día 19 le sucedió su hijo como Rey Felipe VI. El artículo 57.5 de la Constitución se cumplió con absoluta normalidad. El Estado no es un banco de pruebas. Mientras, los payasos encuentran, y han encontrado siempre, su ubicación natural en los circos.

Juan Van-Halen, escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *