El rey del siglo XXI

Me pareció que en el artículo que publicaron en este periódico Gaspar Ariño y Juan Antonio Sagardoy, grandes juristas y amigos, había una cierta contradicción. Después de describir con palabras muy acertadas cuál era el papel del Rey en una Monarquía parlamentaria como la española, destacando que tenía una alta función representativa pero ningún poder efectivo, abogaban por constituir un «consejo de la Corona» para asesorarle «en las decisiones importantes, algunas de ellas trascendentes, que puede tener que tomar». Pero si el Rey reina, pero no gobierna, no llego a comprender de qué habrían de ocuparse los miembros de ese consejo, sin que sirvan de precedente para nosotros ni el Privy Council de la reina de Inglaterra ni el Conseil de la Couronne del rey de los belgas. Dispone la Constitución que todos los actos del Monarca han de estar refrendados, bien por el presidente del Gobierno, bien por los ministros competentes e, incluso, por el presidente del Congreso. Es verdad que aquélla también determina que el Rey arbitra y modera el funcionamiento de las instituciones, pero nadie ha sabido definir en qué consiste tal función que, en cualquier caso, se le confiere al titular de la corona de manera personalísima habida cuenta de que se le supone por encima de intereses partidistas.

En consecuencia, no veo la utilidad de un consejo de notables palaciegos para asesorar al Rey en no se sabe muy bien qué decisiones, pues para todas las demás que la Constitución le reserva se requiere el refrendo del presidente del Gobierno o de sus ministros. Por otra parte, el nombramiento del consejo sería otro motivo de controversia y podría comprometer la neutralidad de la Corona pues sería prácticamente imposible encontrar 10 personas justas y benéficas, sin adscripción ideológica, inclinación partidista o interés económico.

Lo que debemos preguntarnos es qué ha pasado para que la institución monárquica comience a estar seriamente cuestionada. En mi opinión, esta crisis no tiene motivaciones ideológicas, pues el debate monarquía-república había desaparecido del horizonte español. Durante tres largas décadas el Rey mantuvo una enorme popularidad por su decisivo papel en la instauración de la democracia y, sobre todo, por haberla salvado aquel aciago 23-F. Se valoraba asimismo el papel del Rey en las relaciones internacionales.

Pero recientemente se han producido dos acontecimientos nefastos para la imagen de la Corona. En el primero la única responsabilidad del Rey está en no haberse dado cuenta a tiempo de que su yerno, por lo que hasta ahora se sabe, estaba utilizando su elevada posición para enriquecerse, sin entender que contraer matrimonio con una infanta de España le exigía un comportamiento ejemplar ajeno a cualquier mercadeo de aprovechamiento de dicha condición. Pero hay otro gran asunto que atañe directamente al Rey. Estalló el día en que se supo que se había roto la cadera en Botsuana durante una cacería de elefantes y apareció el nombre de una mujer que presume de mantener una «entrañable amistad» con el Rey y de haber prestado importantes servicios al Estado español. Lo que está por ver, y esto sería especialmente grave, es si se aprovechó de la humana condición de Don Juan Carlos para su propio lucro personal. Es verdad que en la España de hoy está extendida la idea de que cada cual hace con su vida privada lo que le venga en gana. Pero si el Rey es el jefe del Estado, asume su más alta representación ante la comunidad internacional y es el símbolo de su unidad y permanencia, su vida privada está tan indisolublemente unida a la vida pública que nada debe comprometer la ejemplaridad de su conducta. Voy a decirlo aún más claro. El titular de la Corona no puede tener doble vida por respeto a la institución y a la máxima dignidad de su función. Y no me refiero sólo a lo que atañe a la fidelidad matrimonial, sino a cualquier otra actividad que comprometa la imagen de la Corona. Algo que también es exigible igualmente a los demás miembros de la Casa Real y sobre todo a quienes se encuentren en la primera línea sucesoria.

Parece razonable que si a los presidentes del Gobierno de la nación y de los gobiernos autonómicos les están vedadas las actividades mercantiles es evidente que, aunque la Constitución nada diga al respecto, el Rey ha de estar sujeto a la misma prohibición. El jefe del Estado no está para hacer negocios, aunque ayude a otros a hacerlos por razones de interés nacional y bajo el control del Gobierno, que debiera refrendar cualquier actuación en este sentido. Esto significa que cualquier iniciativa en el marco de lo que se ha dado en llamar «monarquía empresarial», expresión de Rafael Domingo, debe realizarse con conocimiento y autorización del presidente del Gobierno, condición indispensable para que la actuación del Rey esté protegida por el privilegio constitucional de la inviolabilidad y de la no sujeción a responsabilidad alguna. Y si antes dije que no me parecía útil crear un consejo de la Corona, sí me parece conveniente que una comisión de expertos financieros se ocupe de la administración del patrimonio del Rey. Del mismo modo que, sin perjuicio del respeto debido a su intimidad personal y familiar, los gastos de la Casa del Rey deberían estar sujetos a las mismas exigencias de transparencia que las demás instituciones públicas. Todo esto es imprescindible para que la Corona recupere el primer puesto en la valoración de los españoles y los escándalos, reales o supuestos, no empañen el extraordinario legado de un reinado como el de Don Juan Carlos, con muchas más luces que sombras.

El 1957, en un acto celebrado en Estoril, Don Juan de Borbón se declaró heredero de la dinastía carlista, cuyas líneas directas se habían extinguido en 1936 con la muerte de Alfonso Carlos de Borbón. El padre del Rey asumió los principios fundamentales de la monarquía tradicional. No es éste el momento para analizar si semejante proclamación ponía punto final a la pregunta de «¿quién es el rey?», que condujo a los carlistas a su agonía final en los años 70. Pero traigo a colación este hecho porque sería bueno que quienes se atribuyen esa doble legitimidad escucharan los consejos de Carlos VII, el rey que quería una monarquía federativa y gozó de una extraordinaria devoción popular. He aquí algunos de ellos que adquieren hoy especial significación: «Un rey debe ser el hombre más honrado de su pueblo, como es el primer caballero… un rey debe gloriarse además con el título especial de padre de los pobres y tutor de los débiles». «Los partidos o los jefes de los partidos, naturalmente codician honores o riquezas, o imperio; pero, ¿qué puede apetecer en el mundo un rey cristiano sino el bien de su pueblo? ¿Qué le puede faltar a ese rey en el mundo para ser feliz sino el amor de su pueblo?». «Si el país está pobre, vivan pobremente hasta los ministros, hasta el mismo rey».

He ahí toda una línea de conducta para el rey del siglo XXI.

Jaime Ignacio del Burgo es ex presidente de la Diputación Foral de Navarra y senador constituyente.

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