El Rey en su sitio

Sobre el calendario de España, al galope, han pasado 33 años, ¡qué barbaridad!, desde que nuestra Constitución proclamó a la Monarquía parlamentaria como forma política del Estado y a Don Juan Carlos I de Borbón Rey de España, o sea, un híbrido de rey con atribuciones de presidente de república. Al margen de las encuestas, que no pueden ser más contundentes en el grado de aceptación, creo que el sentimiento de los españoles no es la disyuntiva República o Monarquía, sino la democracia, y aunque es verdad que la primera es más racional que la segunda, sin embargo la historia nos enseña que no siempre la política se guía por la razón. En los términos República o Monarquía no se encuentra la solución de los problemas, sino en sus gobernantes e instituciones y hoy en España los monárquicos lo son en tanto en cuanto la Monarquía se identifica con la idea básica de libertad.

La Monarquía considerada como ornato y boato ya no funciona y aquí, el Rey, desde el primer momento, nos dijo que a la democracia había que llegar sin saltos en el vacío, ni quebranto de nadie. Por aquel entonces, el ejemplo portugués de la Revolución de los Claveles del 25 de abril de 1974 estaba muy cerca en tiempo y espacio y pese a ello, los españoles, muerto Franco, tuvimos la serenidad suficiente para que nada se rompiese. Se trataba de suplir con mano maestra una pieza quebrada por otra de necesario recambio y hacerlo sin acudir a la catástrofe. Fuimos nosotros, con el Rey a la cabeza, los que preconizamos el cambio inteligente que no el incendio, sin olvidar jamás que en semejante situación, el tumulto por el tumulto es una fórmula tan ingenua como inútil y que detrás de ella siempre está agazapado el espectro de un general del que los dioses nos libren.

Desde la perspectiva del tiempo, es evidente que la tarea de Don Juan Carlos fue gigantesca. No se trataba de dar la vuelta a la tortilla, sino de que hubiera tortilla para todos y a gusto de casi todos, lo cual era cosa nada fácil. Cuarenta años de somnolencia política desentrenan a cualquier sociedad, por madura que sea, y a los españoles que tenían hambre y sed de libertad hubo que convencerles de que no gritaran más de lo preciso durante el tiempo necesario que el cambio político requería.

Respecto a la Justicia que, en realidad, es de lo que entiendo un poco, me consta la preocupación del Rey por ella. Tan es así que cuantas ocasiones se le presentan -la mayoría, en las solemnes aperturas del año judicial-, pide especial atención para el buen funcionamiento de los tribunales y clama por una tutela judicial efectiva y ágil. De él son estás palabras escritas, en diciembre de 1981, con motivo de la aparición del primer número de la revista Poder Judicial: «Si, de acuerdo con el texto de las leyes, la justicia se administra en nombre del Rey por jueces y magistrados independientes, quiero deciros que estoy orgulloso de ser tan dignamente representado».

Lo cual no quiere decir que comparta algunas ficciones jurídicas como, por ejemplo, la invocatio regi de que la Justicia se administre «en su nombre». Bentham afirma que la Justicia no se administra en nombre de nadie y, más modestamente, pienso que algo tan natural y universal tiene categoría suficiente para ser administrada en el suyo propio, aunque tampoco descarto que aquella declaración tuviera que ver con la función arbitral que la Constitución encomienda al Monarca.

No menos difícil de entender puede ser la prerrogativa que el artículo 56.3 de la Constitución concede al Rey cuando dice que su persona «es inviolable y no está sujeta a responsabilidad», proclamación, por cierto, que choca frontalmente con la declaración que Don Juan Carlos hizo en el último mensaje de Navidad y que tanto gustó, cuando, en clara referencia a su yerno, afirmó que «la Justicia es igual para todos». Nadie está dispensado de rendir cuentas ante la Justicia, aunque sea Rey y el argumento de que «todo acto del Rey se refrenda por el Gobierno» carece de peso, entre otras cosas porque el texto constitucional no distingue entre lo público y lo privado. Un rey que sólo responde ante Dios y ante la historia es un residuo autocrático inconciliable con una Monarquía parlamentaria, donde todo el mundo ha de estar dentro de la ley y bajo ella. No obstante, consuela pensar que, según dicen, al Rey no le hace gracia alguna que le llamen «irresponsable».

En trance de censurar, creo que la norma sucesoria del artículo 57.1 de la Constitución que, al igual que la hemofilia salta sobre las mujeres y que importó Felipe V en 1713, dando preferencia al varón sobre la mujer, es reprobable por contraria al principio de igualdad de todos los españoles expresado en el artículo 14 del propio texto constitucional. Si bien en su momento, como Ley Sálica, pudo ser oportuna, hoy es un precepto surrealista que va en contra de la realidad social y de la historia, ese río de sucesos que nunca se detiene ni mucho menos funciona marcha atrás.

Un rey debe saber que su poder es el instrumento de los fines de su pueblo. Ya lo dijo Raimundo Lulio, lo mismo que dijo que el desacuerdo entre el príncipe y los ciudadanos difícilmente alcanza a ser remediado. Los españoles, según síntomas ciertos -véase el sondeo que ayer publicaba este periódico-, lo que siempre han querido es un rey para todos y una Monarquía en la que todos quepan y puedan opinar, pensar, votar y contribuir al buen gobierno. Un rey, como el nuestro, que cultiva la sencillez hasta la campechanía y habla un correcto inglés, sabe que la institución monárquica no puede basarse sólo en el encanto personal ni se hace en los museos de figuras de cera, esas colecciones que no sirven más que para que, llegado el caso, haya que derretirlas a fuego rápido con el consiguiente calentón de cabeza y heladura de pies.

En la seguridad de que el director de EL MUNDO no me demandará, hoy me quedo con una frase que es suya y copio del libro Amarga Victoria: «(...) estos años de reinado de Don Juan Carlos han proporcionado a nuestro país la suficiente solidez institucional como para hacer frente a cualquier crisis originada por el comportamiento de sus hombres públicos (...)». Cierto. Lo mejor que ha hecho el Rey es que, siguiendo el consejo de sus verdaderos leales, pronto se olvidó de quién lo nombró y en seguida supo que su limitado poder debía estar al servicio del pueblo. Si el Rey goza de la confianza de los españoles y, a lo que se ve, el Príncipe Felipe también, es porque los ciudadanos encuentran en sus personas los caminos que habrán de llevarles a lo que buscan, algo que responde a cuándo un rey tiene vocación de serlo y conciencia de cómo y de qué manera debe serlo.

Don Juan Carlos I ya no es joven, aunque tampoco viejo, ese estado de vida que a decir del sereno Goethe le convertiría en un Rey Lear. Me preocupa que desde hace algún tiempo las peores arrugas del Rey de España no sean las de la cara sino las del alma.

Por Javier Gómez de Liaño, abogado y juez en excedencia.

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