El Rey en Yad Vashem

Nuestro Rey, Felipe VI, participa esta semana, en Jerusalén, en las ceremonias conmemorativas por el 75º aniversario de la liberación de Auschwitz. Organizados por la World Holocaust Foundation en colaboración con Yad Vashem –Centro de Memoria del Holocausto, bello y sobrecogedor paraje compendio de humanidad–, estos actos reunirán a una cuarentena de jefes de Estado y de Gobierno, de líderes de Norteamérica, Australia y Europa en una acepción amplia. El Rey intervendrá ante los mandatarios, y esta presencia y mensaje de la más alta institución del Estado encierran una honda significación ligada a nuestra largo, tortuoso historial de antisemitismo, con su corolario de desgarros profundos, de cicatrices de comunidad amputada. Y simbolizan la conciencia de España de la triste vigencia actual de esta lacra, así como la necesidad de combatirla.

En un año jalonado por aniversarios importantes en torno a los acontecimientos que marcaron el final de la Segunda Guerra Mundial, esta responsabilidad de memoria, este deber moral de sobrecogimiento, ha de incorporar reflexión de futuro y compromiso de acción. Es así no solo por lo que marca, sino por lo que nos dice sobre nosotros hoy. Nos recuerda. Nos llama la atención. Nos alerta.

El Rey en Yad VashemVivimos tiempos difíciles para la democracia liberal abrumadoramente representada en esta cita. En la picota, normas que parecían formar parte constitutiva de nuestro ser colectivo. Nuestra arquitectura institucional acusando en las crujías tensiones y sobrecargas que pueden dar al traste con todo el edificio. Desazonadora fragmentación de nuestras sociedades, mientras señorean tóxicos ismos que creímos superados precisamente a partir del Holocausto: nacionalismo identitario, populismo antisistema y, muy significativamente, antisemitismo.

Este último, el antisemitismo, ha rebrotado últimamente con especial, preocupante virulencia. Los ejemplos abundan: atrocidades contra la comunidad judía en Francia; avisos de las autoridades a los judíos alemanes de no llevar la kipá en la calle por razón de seguridad; torpes recursos a su judaísmo en la demonización de George Soros en Hungría; escandalosas revelaciones de antisemitismo en la cúpula del Partido Laborista británico; asaltos a punta de pistola y apuñalamientos a rabinos, violencias en sinagogas y mercados Kosher en Estados Unidos. También en España... basta asomarse a las redes sociales.

Y, sin embargo, cuando en una conversación surge el tema del antisemitismo menudea el desinterés, cuando no el hastío. Particularmente, en las generaciones más jóvenes incluso el lenguaje corporal –rebullir en el asiento, alzamiento de hombros, soplidos y sonidos guturales– causa perplejidad. Una agresión claramente antisemita se justificará total o parcialmente, o se disculpará; se «entenderá»; se banalizará en última instancia: «sí, vale, pero hay que tener en cuenta...», «exageras…», «vaya con la matraca...».

Lejos de esta lenidad, el antisemitismo es un aviso. Un precursor del peligro que corren las propias libertades, los derechos de cada uno. Lo dijo el Pastor Niemöler en su famoso sermón de arrepentimiento: «Cuando vinieron a buscar a los comunistas guarde silencio porque no era comunista (...) cuando se llevaron a los judíos no dije nada porque no era judío; cuando fueron a por mí, no había nadie más que pudiera protestar».

Más allá del simbolismo conmovedor, del desgarro de la experiencia vivida que estas palabras sintetizan, la alarma que suscita el resurgimiento vigoroso del antisemitismo trasciende a un grupo social concreto. Interpela a la sociedad en su conjunto. Porque el rechazo del antisemitismo en nuestra Europa es un principio fundante del diseño jurídico constitucional del futuro que a partir de la Segunda Guerra Mundial hemos querido construir juntos. Y esto no es un tropo. Literalmente es así.

Prevenir un retorno a la destrucción y el caos que asolaron el continente es clave de bóveda del proyecto europeo, asentado en normas e instituciones vertebradas por el imperio de la ley. La Unión Europea es mucho más que una empresa de intereses comunes o colectivos. Su naturaleza arraiga en valores que en última instancia declinan el fundamento de la dignidad humana. Y esta permanente vigilia que define el modelo europeo no se entiende sin la memoria directa, punzante, permanente, del Holocausto. Es el imperativo del nunca más encarnado en un proyecto que se quiso transformador.

Es cierto que este objetivo ha sido siempre más aspiración que realidad. La tragedia de Srebrenica, por sólo nombrar un ejemplo, puso de manifiesto las limitaciones de ese lema. Pero el ideal se mantuvo. Y la reflexión introspectiva que la Unión emprendió tras el conflicto de los Balcanes partió del reconocimiento de no haber estado a la altura de las circunstancias, de haber traicionado valores fundamentales.

Hoy, por el contrario, parecería que nos falta aliento para abordar una reflexión semejante. El antisemitismo, ese pecado original paneuropeo, se vulgariza entre nosotros. Y las respuestas que vemos son descorazonadoras. Incluso las muestras de compasión o solidaridad carecen de profundidad. Demasiado a menudo, la discusión de este tema deriva en argumentaciones vehementes, de trinchera, sobre las políticas de Israel, cuando no de Estados Unidos. Se echa en falta la consideración consecuente de lo que el antisemitismo significa hoy, lo que está en juego, no sólo para la comunidad judía, sino para nuestra sociedad entera. Dos ámbitos requieren particular atención.

En primer lugar, el paso del tiempo y la pérdida de la memoria natural. La historia del antisemitismo se remonta a nuestros propios orígenes en tanto que europeos. Desde esta perspectiva, estos 70 años en los que el antisemitismo ha sido frontalmente rechazado representan una importante excepción. La experiencia del Holocausto dejó una marca indeleble en las conciencias tras la Segunda Guerra Mundial. Pero hoy, los últimos protagonistas y víctimas de este horror se van apagando. La generación que al menos tuvo con aquéllos una conexión directa va saliendo de escena. Hoy, el peligro viene de que la singularidad del Holocausto se desdibuja, y su perfil se va fundiendo entre las tragedias de la historia; y esta amnesia arrastra consigo el entendimiento de por qué esta grundnorm tiene y debe conservar entre nosotros un lugar privilegiado.

Por otra parte, la pujanza del antisemitismo y la tibieza de la respuesta social son manifestaciones sintomáticas de una erosión de los principios fundamentales y las instituciones que estructuran nuestra convivencia. El antisemitismo es el canario en la mina. En nuestro tiempo de capacidad de retención efímera y atención tuitera, de cinismo y confrontación; en nuestro ambiente de hiperpolitización cortoplacista, estamos perdiendo el entendimiento del valor de las normas comunes y los marcos institucionales que nos vertebran. La instrumentalización de reglas básicas e instituciones esenciales es un desarrollo extremadamente peligroso que amenaza con desestabilizar profundamente nuestras sociedades. Si no somos capaces de plantarnos ante cualquier muestra de antisemitismo, si no alcanzamos a convenir su rechazo frontal, son los cimientos de nuestra democracia los que se resentirán. Porque si perdemos este marcador, corremos el riesgo de perdernos nosotros también. Todos nosotros.

Así, no podemos abandonar la memoria de nuestra tortuosa larga historia de antisemitismo. Del Holocausto. Necesitamos esa introspección. Pero al tiempo, para culminar con éxito nuestro proyecto de futuro precisamos visión, y compromiso de esfuerzo. No cabe la tibieza. El retorno del antisemitismo, como precursor del debilitamiento del Estado de derecho y las libertades individuales, nos interpela a cada uno. Por ello, al contemplar esta conmemoración del Holocausto, tengamos muy presente la imagen que este espejo arroja de nosotros mismos.

Ana Palacio es ex ministra de Asuntos Exteriores.

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