El Rey León en Tenochtitlan

Cuando se abre el telón en la última escena, el emperador Moctezuma ordena incendiar Tenochtitlan ante la inminente llegada de los invasores españoles. Al mismo tiempo, libera a Alvar, el hermano de Cortés a quien ha hecho prisionero, en vez de sacrificarlo a su sanguinario dios. Una marcha militar anuncia el arribo de los conquistadores y Moctezuma se prepara para la muerte. Aún más gallardo, Cortés le ofrece la paz. El emperador azteca se doblega ante su virtud y le entrega como esposa a la bella princesa Amazily –la Malinche–, por quien el capitán ha perdido la cabeza. El final no podría resultar más conmovedor: en medio de vigorosas danzas, las dos naciones festejan su unión con un pegajoso coro: «¡Oh, día de gloria y esperanza!».

El Rey León en TenochtitlanEsta –¿cómo decirlo?– idiosincrática versión de la conquista de México no procede de 'Malinche', el musical de Nacho Cano presentado estos días en Ifema, sino de 'Fernand Cortez', la ópera de Gaspare Spontini, comisionada ni más ni menos que por Napoleón para justificar la guerra contra España, estrenada en la Ópera de París el 28 de noviembre de 1809 y revisada en 1817. Por órdenes del emperador, debía convertirse en el espectáculo más fastuoso jamás concebido y para ello contó con vestuarios y decorados de más de diez mil francos –una fortuna para la época–, así como una multitud de cantantes y bailarines y nada menos que diecisiete caballos en escena. Ningún recurso fue escatimado: la idea era exhibir la doble barbarie azteca y española y la necesidad de civilizar, a la francesa, a ambos pueblos.

Desde que Henry Purcell dejase inconclusa 'The Indian Queen' en 1695, en donde aparecían aztecas e incas entremezclados, la tentación europea por recuperar –y usar políticamente– la conquista ha sido incesante: ¿qué mejor tema para un espectáculo total que ese inverosímil encuentro –o desencuentro– entre dos mundos antagónicos? Cientos de piezas de teatro musical a lo largo de más de tres siglos prueban la fascinación que compositores, libretistas, directores de escena y, por supuesto, políticos han tenido por recrear, reinventar y emplear como propaganda estos hechos a riesgo de deformarlos por completo.

La consigna de Napoleón era crear un 'show' apabullante, en el que música, teatro y danza se combinasen a mayor gloria del Imperio. Igual que entonces, 'Malinche' –una obsesión de diez años, como nos revela el propio Nacho Cano en el documental de hora y media que acompaña a las funciones y en cuyo cierre conversa con su padre extremeño– aspira a dejar boquiabierto a su público con su combinación de flamenco –más allá del anacronismo, sin duda lo mejor del espectáculo con sus impresionantes solistas y su magnífico cuerpo de baile–, una partitura con ecos de Mecano, estruendosos acordes rockeros, percusiones con ínfulas prehispánicas animadas por un integrante de Maná y una maquinaria escénica digna de Broadway. Y, por los tumultuosos aplausos de pie de los más de mil asistentes en un martes por la noche, al parecer ha conseguido su objetivo.

Por desgracia, el ingente esfuerzo tiene pies de barro: el libreto de 'Malinche' no se queda a la zaga de los disparatados textos usados por Graun, Vivaldi, Spontini y tantos otros –por no hablar de los pueriles versos de todas sus canciones–: nos hallamos frente a una idea de la conquista que acumula cada uno de los clichés que acarrea el asunto desde entonces. Durante un moroso primer acto, ideológicamente anodino, observamos los destinos paralelos de Cortés y la Malinche, desde Extremadura y Veracruz hasta su fatal –aunque la obra asuma romántico– encuentro. El segundo acto, en cambio, nos endilga un relato que, de no ser por la obsesión de Cano por obtener la aprobación de numerosos expertos mexicanos, entroncaría a la perfección con las ambiciones napoleónicas.

Cortés es astuto, simpático y muy guapo: imposible que la desventurada Malinche no se enamore de él. Ella, a su vez, es brillante, enérgica y entregada. Y ambos no podían tener otra meta, mientras sus compatriotas se aniquilan muy a su pesar, que concebir al pequeño Martín Cortés, ensalzado como encarnación del mestizaje y de la nueva nación, ese México Mágico que se festeja ruidosamente una y otra vez. Presentada como la historia de amor que cambió el mundo, obvia –como tantas piezas desde el siglo XVIII– que una esclava sexual como Malinche difícilmente podría enamorarse, en el peor sentido hollywoodense, de su amo. De seguro la esclava etíope Aida tampoco se habría enamorado de un general egipcio, pero uno habría imaginado una mínima mutación en los paradigmas culturales y de género desde el siglo XIX. Ni la danza mejor ejecutada borra esta oprobiosa falla de origen.

En una época de roces entre México y España por la conmemoración de la caída de Tenochtitlan, con exigencia de disculpas incluida, 'Malinche' podría convertirse en un nuevo 'casus belli': resulta indiscutible su vocación de imponer el orgullo hispánico entre los mexicanos, algunos de los cuales vitorearon los tres colores de su bandera en el 'grand finale'. Pero, como ocurrió con Spontini, a fin de cuentas asistimos a un mero entretenimiento que, de no ser por la voluntad de su creador de presentarse como árbitro entre las dos naciones, solo le hace pasar un buen rato a su público, tanto español como mexicano, que suma la nostalgia de Mecano con su propia indiferencia hacia la historia –y la Historia–. No deja de asombrar, sin embargo, cómo esta pieza sobre la conquista refleja sobre todo la colonización cultural estadounidense sobre cualquier idea de teatro nacional.

Cuando los insurgentes españoles comenzaron a incordiar a las tropas francesas, el discurso de Spontini dejó de resultar útil y el mismo Napoleón exigió su retiro de la Ópera de París. No sé si algo similar ocurrirá ante el subtexto paternalista y panhispánico de 'Malinche'. Mientras tanto, al final de cada función el público seguirá cantando a coro el single que Cano aspira a convertir en una suerte de himno binacional: «Soy hijo del mezcal, la espada y el flamenco. Soy puro americano, mexicano y español. Orgulloso de mis comienzos, mis genes y el encuentro».

Jorge Volpi es escritor

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