El Rey, los Reyes y América

El pasado 12 de octubre en Pamplona (Navarra), unos energúmenos que se dicen ‘progresistas’ derribaron las estatuas de Felipe VI y de Colón como símbolos de un ‘imperialismo español’ y de un ‘colonialismo supremacista’, entre otras lindezas y gestos mostrencos. Podrían aprender del ilustrado alemán Humboldt (siglo XVIII) cuando recordaba a los españoles que difundieron tantas plantas útiles por toda la tierra y que sirvieron para desterrar terribles hambrunas. Hernán Cortés solía pedir que todos los barcos trajeran plantas y semillas para adaptarlas a la tierra.

Sobre nuestro Rey Felipe VI, parece que su ‘culpa’ debe de radicar en ser heredero del ‘glorioso’ legado de la Monarquía hispana tras 1492. Hablemos de esa ‘culpa’ con algunos datos históricos, por si ayudan. Conocido el éxito colombino en 1493, los Reyes Católicos actuaron con rapidez y eficacia. En primer lugar, y a través de una jugada diplomática magistral, el Papa Alejando VI hizo donación de las nuevas tierras «descubiertas y por descubrir» en exclusiva a los Reyes Isabel y Fernando, con la obligación de evangelizar a sus gentes. Al mismo tiempo, los Reyes Católicos decidieron que la condición jurídica de los habitantes de las Indias recién descubiertas sería la de «personas libres y no como siervos». Esta primera, novedosa y hasta revolucionaria decisión significaba que el Nuevo Mundo y sus gentes no eran colonias de explotación al uso, sino parte de un ente que se fue haciendo universal, como eran las Españas.

El siguiente paso fue cómo organizar el poblamiento y colonización: si al modo mercantilista italiano o portugués de explotación abusiva y con la esclavización de los nativos como un negocio más, o como hizo la España medieval: libre avecindamiento, posesión de la tierra, asimilación con su gente bajo estímulos económicos de libertades y franquicias. Esta fue la base, marcada desde un principio por los Reyes, para poder entender lo que España hizo en América durante siglos: economía, sí, pero también evangelización, mestizaje, legislación, urbanismo, y un idioma común (el español) con el que poder comunicarse todos y trasplantar a América las mismas o parecidas instituciones civiles y culturales que regían en España.

Otro asunto capital fue la obligación de evangelizar. Desde el segundo viaje colombino no faltaron los hombres de Iglesia para cumplir esa misión. La institución de la encomienda en 1503 autorizaba a que los nativos trabajasen para el español durante unos meses a cambio de un salario y de ser instruidos en la religión cristiana. Hubo abusos que afectaron negativamente a los indígenas, aunque muy pronto, desde una humilde iglesia de Santo Domingo, un fraile dominico, Antonio Montesinos, en la víspera de la Navidad de 1511, lanzara al mundo la primera denuncia contra los abusos de los encomenderos en los términos siguientes: «¿Con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? (...) ¿Estos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos?». Esta temprana y evangélica denuncia, este grito por la justicia que fue más tarde raíz de los derechos humanos, retumbó en la isla, y rápidamente su eco llegó a la Corte, donde el Rey Católico, ya viudo, mandó elaborar el primer código de normas regulando la vida social, económica y laboral de la población indígena (Leyes de Burgos de 1512). Más tarde, Bartolomé de Las Casas ayudó a dar la puntilla a las encomiendas con las Leyes Nuevas de 1542. Francisco de Vitoria, ante las controversias originadas, estableció las claves del Derecho Internacional.

El mestizaje es otro de los grandes hitos españoles, como se puede comprobar hoy recorriendo la inmensidad de la «América ingenua que tiene sangre indígena, que aún reza a Jesucristo y aún habla en español» (Rubén Darío). Para entender el mestizaje del español, se parte de un hecho: no hay un rechazo en el aspecto físico entre españoles e indios. Hay, sí, sorpresa, porque aquellos primeros taínos descritos por Colón no eran deformes, como las leyendas medievales imaginaban, sino «de muy hermosos cuerpos y muy buenas caras… son de la color de los canarios, ni negros ni blancos…». Eso, sumado a la ausencia casi total de mujeres españolas durante muchos años, facilitó un rápido mestizaje. En 1503 los Reyes ordenaban casamientos mixtos entre españoles e indígenas.

Sobre el idioma español, generador de riqueza y de comunicación, ¿dice algo que seiscientos millones hablen hoy español en el mundo? En la América de 1492, con más de dos mil idiomas y dialectos (Mc Quown), no era posible la comunicación entre todos ellos, por lo que fue aceptándose el español como lengua común, y ahí están orgullosos y creciendo, mientras que en España empezamos a desbaratar y a no enseñar, como cazurros, nuestra lengua oficial. «Qué buen idioma el mío -dice Neruda-, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma».

Ninguno de los grandes imperios posteriores (inglés, francés, americano) cuestionó tan pronto su legitimidad; ninguno trató a los nativos como personas libres desde un principio; ninguno favoreció un mestizaje; ninguno sintió la obligación de evangelizar con la hondura cristiana que impulsaron los Reyes hispanos (el anglicanismo y el puritanismo segregan; ¿dónde están los indios de Norteamérica?). Así fue cómo España se adelantó varios siglos a todos sin apenas reconocimiento.

Hoy podemos recorrer América y sentirnos como en casa. Podemos entendernos en el mismo idioma, pasear por ciudades que sentimos cercanas por su trazado renacentista, sus plazas y catedrales, sus iglesias, hospitales y palacios, calles y mercados; podemos recorrer extensas zonas y convivir con una población indígena como la de siglos atrás. Todo ello es parte de nuestro legado; un legado que la monarquía hispánica siempre cuidó con leyes ejemplares y, después de las independencias, con un acercamiento constante basado sobre todo en la cultura común. Don Juan Carlos fue, sin duda, un ejemplo diplomático y cercano a ese legado y se ocupó de dar un gran impulso a las Academias de la Lengua. Don Felipe, por su parte, ha seguido la misma escuela de cercanía, de saber estar y de diplomacia exquisita para con la América hispana.

Luis Arranz Márquez es catedrático emérito de la Universidad Complutense.

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