El rey no gubernamentalizado

El rey Felipe VI. (Europa Press/Alejandro Martínez Vélez)
El rey Felipe VI. (Europa Press/Alejandro Martínez Vélez)

Si acudimos al modo de analizar las cosas que tanto sirvieron al saber antiguo para obtener sus certezas basadas en la comparación antitética (el contraste tipológico entre contrarios) podemos decir que un rey no gubernamentalizado es aquel que no se confunde con el Gobierno, sino que afirma su identidad con el Estado.

Para decirlo en términos históricos, que son siempre los de la verità effettuale de las cosas, rey gubernamentalizado fue Víctor Manuel de Saboya, en origen un monarca constitucional (un rey del viejo principio monárquico), que se plegó tácitamente al rol que le señalaba Mussolini como encofrado de yeso de un gobierno mitad mentira mitad fuerza. Lo que en un momento posterior le impidió recuperar su identidad y terminó en la extinción de la monarquía con la Italia democrática.

Un ejemplo ad contrario fue el rey Miguel de Rumanía, un personaje gallardo que se enfrentó sin miedo a Hitler y a los comunistas, hizo dudar a Stalin de la oportunidad de deponerlo y hasta llegó a convertirse en la única posibilidad real de restauración monárquica tras la caída del Este.

En la lógica constitucional, un rey no gubernamentalizado es aquel que afirma la existencia del Estado como instancia objetiva frente a las presiones que intentan forzarle a servir de instrumento de gobierno. Un rey que no se presta a encubrir las insuficiencias de un Ejecutivo que no quiere, o no puede, responder políticamente de sus actos, a dar cobertura al Gobierno en sus debilidades constitucionales. Algo que, habida cuenta de que la monarquía es una circunstancia idiosincrática que no obedece a una teoría general, debe ser explicado país a país y, entre nosotros, nos conduce ante la realidad de la monarquía española.

La monarquía en España forja su estatalidad en la práctica de tres virtudes simultáneas: intuición para comprender lo que está sucediendo y comunicarlo, habilidad para ser y comportarse como poder neutral y destreza y prudencia para conjugar la doble dimensión institucional/personal que define la figura constitucional de la Corona.

Desde la Transición, el monarca español ha sabido acreditar una fenomenal capacidad de comunicación, en el sentido luhmanniano del término, de trasladar información novedosa entre sistemas y ambientes funcionales diferentes. Así lo hizo el rey Juan Carlos I en el momento del fin de la dictadura, cuando orientado por una astuzia fortunata olió el viento democrático de los tiempos y persuadió al poder y a la oposición de que la sociedad española exigía instituciones constitucionales consensuadas. Y volvió a hacerlo al final de su reinado, cuando abdicó de repente, asumiendo implícitamente unas responsabilidades que correspondían al conjunto del establishment, evitando con intuición la debacle que de otro modo hubiera arrollado al régimen constitucional.

Y lo mismo cabe repetir de dos acciones recientes de Felipe VI que, pese a su diferente escenificación, trasladaron una clarividencia que se tradujo en pura capacidad comunicativa; el discurso de octubre de 2017 y los acontecimientos tumultuarios derivados de la DANA de Valencia.

Además, el rey ha sabido operar como un poder neutral que, a diferencia del monarca neutralizado sueco, cumple una función como actor constitucional situado más allá de la pelea cotidiana. El cometido del monarca consiste en generar confianza tanto en el interior del juego partidista como hacia el exterior del sistema social, de manera que el combate por el poder se desenvuelva en suficientes condiciones de lealtad como para mantener el respeto colectivo hacia la Constitución. Su posición no es de subordinación a ninguna otra institución, sino de inordinación con todas ellas, de forma que el Estado con el que se identifica asegure su permanencia por encima de los cambios en los demás poderes orgánicos. Y esa debiera ser la lectura de un refrendo que actualmente está petrificado en referencias del siglo XIX.

Por último, el rey tiene que saber manejar su doble encarnadura institucional y humana para poder estar a la altura de lo que sucede en la calle, sin dejar de identificar la majestad del Estado que encarna con la confianza que toda sociedad debe tener en sí misma, en sus propias fuerzas y en las esperanzas que la impulsan. Esta es, sin duda, la tarea más difícil y ello porque el monarca no deja de ser un personaje humano que no puede permitirse debilidades. Y aquí empiezan los problemas, porque cuando el monarca se hace humano, corre los riesgos de lo humano. El primero de ellos, equivocarse. Una tentación hoy fácil, cuando el mal se llama populismo y los halagos placen a cualquier oído.

Por eso un rey no gubernamentalizado a más de conocer la Constitución al dedillo, debe manejarla avant la lettre, porque la Constitución es bastante más que una ley. Es la expresión y el punto de referencia de una cultura democrática que se construye desde prácticas que no sólo están escritas en la legalidad, sino que proceden del espíritu de legitimidad que la sustenta y de su coraje para mantenerla más allá de los gobiernos.

La monarquía en la España Constitucional ha sabido permanecer a la altura del Estado y es quehacer del actual Rey que continúe estándolo y transmitir a su heredera lo que no se aprende en los libros, es también su deber irrenunciable, una sagesse por encima de la legalidad constitucional y de la literalidad de sus preceptos. Retener la legitimidad del Estado en el tiempo es el secreto de la existencia de la monarquía en democracia.

El tiempo nos dirá si Felipe VI lo ha logrado.

Eloy García, catedrático de Derecho Constitucional.

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