El Rey padre

Nunca me ha gustado el título de «Rey emérito», coincido en ello con mi admirado Antonio Burgos, del que soy ocasionalmente vecino en estas páginas. Siempre que puedo le dirijo a Don Juan Carlos I el apelativo de «Rey Padre». Si es Rey y es padre del que felizmente reina en España, es claro que ese título le corresponde por derecho propio, siendo además conforme con la esencia de la Monarquía, que se basa en la sucesión hereditaria de una familia.

Hay además otra razón para llamar padre, y no solo en el sentido dinástico, al Rey que, con habilidad y prudencia admirables, supo encontrar a las personas, arbitrar la fórmula y lograr el éxito de una operación política que trajo a España la plenitud de un sistema democrático, sin la más mínima perturbación jurídica, «de la Ley a la Ley», como se dijo entonces y debe recordarse ahora con la insistencia que sea necesaria, porque a la Constitución se llegó desde la aplicación del Ordenamiento jurídico vigente en el régimen de Franco, aunando bajo la inspiración, el prestigio y la autoritas del Monarca, la voluntad de unos y de otros, hasta el acuerdo histórico que hizo compañeros de Parlamento a exministros del régimen anterior, como Fraga, y exiliados recién venidos, como Santiago Carrillo. Así pues, con razón y verdad, Don Juan Carlos no solo es el padre del Rey Felipe VI, es también el padre de nuestra democracia, y como tal, quedará en los anales de la Historia, que nadie va a poder cambiar.

Esta es la verdad, que los que la vivimos tenemos que proclamar. La Constitución no fue la imposición de nadie, ni vino por el miedo a la involución, como ahora dicen, mintiendo, los que pretenden desacreditar la Transición, cuando la verdad es que ni estaban allí, ni hubieran tenido la generosidad de los que la hicieron posible, pero el daño que se está haciendo es evidente.

En efecto, un mal día, tal vez mejor un mal año, comenzó a prender en un sector de la población española la siembra de la cizaña. Se empezó a decir que la transición, estudiada como modelo en las Facultades de Derecho Político de las Universidades de otros países, fue la imposición de los herederos del régimen de Franco para perpetuar su obra, impidiendo la ruptura y el castigo de sus crímenes, con lo que todo el proceso estaba viciado y sin legitimidad, empezando por el Rey, que ya no era el propulsor de la democracia y las libertades, sino el heredero de la Dictadura y con ello se postulaba que la única legitimidad originaria era la de la segunda república y no la de la Constitución vigente, propugnándose una nueva transición y un periodo constituyente, que hiciera tabla rasa del actual orden constitucional. Con ello se venía a reclamar la vuelta atrás en este periodo fecundo de nuestra historia, resucitando los viejos demonios familiares de la división, el odio, la revancha y el enfrentamiento.

Como también ha recordado otro magnífico columnista de ABC, Ramón Pérez-Maura, con ocasión del 40 aniversario de la Constitución, el Rey Juan Carlos recibió con la Corona facultades, prerrogativas y poderes que me atrevo a calificar de colosales, ya que era el titular pleno del Poder Ejecutivo y compartía el Legislativo con las Cortes Españolas de entonces y lejos de retener siquiera fuera alguna de esas inmensas posibilidades de poder, dio los pasos necesarios para entregarlas todas al pueblo español, hasta quedar en el artículo 56 de la Constitución de 1978 como «…Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia», que «arbitra y modera el funcionamiento regular de las Instituciones…» y con todos sus actos necesitados del refrendo que señala el artículo 64, es decir, la firma del presidente del Gobierno o en su caso de los ministros competentes, convirtiéndose en un Rey constitucional, políticamente neutral y sometido a la Constitución, como ha recordado el Rey Felipe VI en su discurso del acto conmemorativo del cuadragésimo aniversario.

Por todo esto, es decir, por haber hecho lo que hizo entre 1975 y 1978, ha sido un acierto, hasta en el símbolo de la escenificación, colocar en la celebración de la Constitución al Rey padre, Don Juan Carlos, en el centro del hemiciclo donde reside la representación democrática de la soberanía nacional, que él mismo puso en las manos de todos los españoles y desde ese lugar central recibir el aplauso y reconocimiento por su obra, con las ausencias previsibles y los silencios esperables, pero con el apoyo de una representación mayoritariamente abrumadora del pueblo español.

Las furibundas críticas que ahora se producen contra el Rey padre no van dirigidas a sostener unos principios en los que ni creen ni practican los que las formulan; se trata simplemente de erosionar a la Monarquía, mediante el desprestigio de quien la ha encarnado hasta hace pocos años, precisamente porque fue el artífice de una prodigiosa transformación política de España y porque, además, después se ha demostrado que la Institución, junto con la Judicatura española, es el más firme pilar de la unidad nacional y del mantenimiento de nuestras libertades, que han sentado nuestra convivencia social y eso es lo que se quiere destruir para acabar con España.

Nuestra Nación, que es una de las más antiguas, que supo crear un imperio, abrir nuevos caminos por el mar y transformar un continente entero, está siendo objeto de ataques que la ponen en riesgo, sería suicida no reconocerlo, pero aún tiene fuerzas para superar esos peligros; las banderas renacidas en los balcones de todo el territorio y los aplausos al Rey padre en el acto de conmemoración del 40 aniversario de la Constitución, lo hacen visible. Hay esperanza.

Ramón Rodríguez Arribas fue vicepresidente del Tribunal Constitucional.

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