Felipe VI ha sido puesto a prueba repetidamente como monarca durante una década complejísima, lastrada por tensiones internas en su propia familia, incertidumbres sociales, hostilidades partidistas y vacíos institucionales. Bien se puede aceptar que ha cumplido con los españoles desde aquel 19 de junio de 2014 en el que fue proclamado Rey de España en un momento cargado de desasosiegos, muchos de los cuales todavía no han desaparecido; si acaso han mutado de aspecto. Los problemas se han ido solapando en la mesa de trabajo de Su Majestad, vigilada por el Carlos III pintado por Anton Rafael Mengs que lo escolta en su despacho de La Zarzuela. La lista de obstáculos resulta apabullante: los problemas judiciales de su hermana y su cuñado, la sorpresiva salida de España de su padre, Don Juan Carlos, acosado y sospechoso de múltiples irregularidades fiscales, la irrupción de los partidos populistas, la desaparición de las mayorías parlamentarias precedentes, una polarización política extrema, la pandemia del Covid, el golpe del independentismo catalán contra la Constitución, la llegada de Pedro Sánchez a La Moncloa, quebrando los usos habituales en la relación de la Corona con la Presidencia del Gobierno, las fricciones entre los distintos poderes del Estado y la irrupción de unas minorías antisistema de pulsiones antimonárquicas a izquierda y derecha.
Repasadas con calma, han sido justamente estas dificultades las que han puesto en valor las virtudes moderadoras de la monarquía y su papel independiente y neutral para articular los equilibrios entre las distintas instituciones y fuerzas políticas. Ahí es donde se ha visto a Don Felipe ejercer su papel con atención, mesura y dedicación, conforme al espíritu y la letra de la Constitución, preocupándose de no dar ningún paso de más, ni tampoco de menos. Da vértigo imaginar el coste que para nuestra convivencia y estabilidad hubiera supuesto colocar cualquier político de los conocidos en la función de arbitraje llevada a cabo por el Rey. Probablemente, se habría roto el último eslabón, el asidero que evita a España retroceder a los fantasmas de la discordia civil.
A todas estas contrariedades se ha enfrentado el Rey prudente, entendiendo desde niño que habría de ganarse el puesto cada día y que alcanzaba el trono en una época delicada para la institución, por los errores de los años anteriores. Consciente de que la ejemplaridad debía volver a ser la enseña de la monarquía, en todos los ámbitos, a ello se ha entregado con determinación, aceptando que toda ejemplaridad empieza por una transparencia máxima en los asuntos económicos y relacionales de la Casa. Así se ha acometido, de modo que Don Felipe parece hoy fundamentalmente el primer servidor público de España (fuera de cualquier tentación partidista o personal), el mayor de los altos funcionarios, que más allá de los fundamentos seculares del Reino se convierte hoy en el garante de los derechos constitucionales, del futuro colectivo de los españoles. No caben en estas líneas muchas comparaciones históricas, pero a fuerza de buscarle semejanzas coincide mucho Felipe VI con Felipe II en lo que ambos asumen como compromiso, reflexión, equilibrio, dedicación, servicio público y trabajo ordenado.
En esta década, Don Felipe ha impulsado una nueva legitimidad para la Corona, desde una labor discreta y constante, para que pueda ser conocida y apreciada por las generaciones jóvenes y donde está jugando un papel principal la Princesa Leonor; los Reyes ya pueden sentir que su hija mayor está disponible como Heredera. Además, se han tenido en cuenta las enseñanzas de la historia, los errores del pasado lejano y reciente; la convicción de sujetarse a las leyes y la conveniencia de evitar fraternidades incómodas. Nadie puede vincular a Don Felipe con la aristocracia, con la élite financiera, los terratenientes o ningún clan socioeconómico; los Reyes han sabido marcar distancias con los grupos de interés, combinar sus relaciones sociales y preservar la intimidad familiar.
En definitiva, son diez años de un Rey entregado que ahora se dota de un liderazgo moral que va mucho más allá de la mera función representativa del cargo y que propicia cierta tranquilidad de fondo para la sociedad española. Por supuesto, el Rey no ha navegado solo, y toca aquí destacar la eficaz lealtad con la que Jaime Alfonsín le ha acompañado por tantas tempestades; y también el papel de la Reina, Doña Letizia, profunda conocedora de la experiencia vital de los españoles de a pie.
Lo cierto es que la efeméride da ocasión no sólo de hacer balance del trabajo resuelto, sino también para reflexionar sobre la siguiente etapa. Porque no está de más considerar que Felipe VI debería llevar la Jefatura del Estado a una fase más expansiva. Se ha ganado el puesto. Se ha ganado la confianza de los españoles, un afecto extendido, ha logrado prestigio internacional y la autoridad del sistema institucional. Desde 2014 viene operando en clave de contención, tanto por los problemas internos ligados a Don Juan Carlos, hoy superados, como por los sobresaltos de la vida nacional. Igual que ha dado pruebas reiteradas de atarse a la Constitución, toca recordar que la Carta Magna señala al Rey como símbolo de la unidad nacional y le concede un papel moderador y arbitral, el mando supremo de las Fuerzas Armadas y la máxima representación de España en el exterior. Esas son sus tareas, sus indiscutibles funciones constitucionales, y toca llevarlas a cabo con normalidad absoluta y sin merma. Con la sencillez de la que siempre ha hecho gala. Precisamente, Don Felipe concluyó su discurso de proclamación en esa clave, citando al Quijote: «No es un hombre más que otro si no hace más que otro». Cierto, Majestad, por eso mismo terminamos también este balance de la primera década del reinado apelando al personaje universal de Cervantes y al optimismo peleón de los españoles: «Dure la vida que con ella todo se alcanza».
Julián Quirós, director de ABC.