El Rey

La clase política está viviendo probablemente sus días más amargos desde la llegada de la democracia; más amargos y de menor reconocimiento social, hasta tal punto que, según las últimas encuestas del CIS, los políticos son el tercer problema más importante de los que actualmente tiene la sociedad española, después, naturalmente, del paro y de la crisis económica. Han pasado del éxtasis de los ya lejanos años 70 y 80 al tormento de los últimos días y meses.

Ello no es de extrañar: la gravísima crisis económica que estamos padeciendo y que padece la sociedad española en su conjunto tiene como consecuencia lógica una falta de confianza hacia los líderes, que, hasta el momento, no parecen capaces de resolverla. Algunos comportamientos, por desgracia excesivamente numerosos (aunque no debamos generalizar), inaceptables y escandalosos (corrupciones, espionajes, etcétera), contribuyen también a este juicio peyorativo hacia nuestra clase política. Sin embargo, hay algo más profundo, como es que los partidos políticos no parecen tener voluntad para hacer frente a la situación de modo conjunto, como ocurre en otros países; parecen preferir la descalificación recíproca sistemática y continua, antes que la decisión de afrontarla conjuntamente.

Esta escasa voluntad de acuerdo; ese apetito desaforado por el poder por encima de cualquier otra consideración, es una causa principal, a mi juicio, del desapego ciudadano; otro motivo no menor es la visión cortoplacista derivada del calendario electoral y que obedece al mismo deseo de alcanzar (o conservar) el poder.

Espíritu de discordia y cortoplacismo son, pues, dos notas que caracterizan casi inevitablemente a los políticos. Pero, por otra parte, estos son indispensables y esenciales en cualquier democracia.

Por ello parece más que conveniente una institución que se interese y preocupe por el largo plazo y que aliente el espíritu de concordia; no para que ejerza el papel –sustancial– que en una democracia les corresponde a los políticos, como es el de gobernar, sino para que, a modo de contrapunto, compense y palíe aquellas deficiencias. Aquí reside justamente el valor de la Corona, que cuida del largo plazo y no sólo alienta, sino que representa y encarna el sentido de concordia y unidad. Por ello se entiende tan poco y tan mal la falta de respuesta a los insultos (no a las críticas) hacia la Corona o hacia el Rey. El Rey nos representa a todos; a la Nación y, por tanto, a todos y cada uno de nosotros. Cualquier país que se precie –sí, que se precie– reprime y sanciona los actos que van contra él o contra su máxima representación unitaria. Algo grave pasa en un cuerpo social que no reacciona ante los ataques; es inevitable que ciertas minorías ataquen al cuerpo social, a la Corona o a los símbolos nacionales (bandera, himno), pero no lo es la falta de reacción frente a los mismos. Más aún cuando el símbolo o la institución atacada encarnan ese sentido de paz y concordia que tanto necesitamos.

De alguna forma, pues, la Corona representa la antítesis de la clase política a la que compensa y modula. Por ello, lo que puede ser explicable referido a los políticos deja de serlo cuando se refiere a la Corona y, en general, a las instituciones básicas de nuestro ordenamiento constitucional, pues en ellas se apoyan la fe y la esperanza en el futuro que todo proyecto nacional encierra. Lo que en el caso de los políticos puede hasta resultar útil si lleva a la corrección de las deficiencias; en el caso de las instituciones es literalmente «tirar piedras contra nuestro propio tejado». Se atribuye a Margaret Thatcher, cuando se hablaba de la pérdida de fervor popular hacia la Monarquía y del crecimiento del número de republicanos, la frase «eso es que conocen a pocos políticos». Sin llegar a ese extremo, es un gravísimo error confundir lo contingente, lo que debe ser objeto habitual de las discusiones políticas, con lo permanente, lo que debe gozar de especial protección por defendernos y representarnos a todos.

Pero el Rey Don Juan Carlos no es sólo la actual encarnación de la Corona, es mucho más que eso. Recuerdo cómo, en mis viajes al extranjero anteriores a 1975, se hablaba del entonces Príncipe de España, al que tildaban anticipadamente de «El Breve», aludiendo a la previsible corta duración de su futuro reinado. Algunas de esas mismas personas me reconocían, ya en este siglo, que la Monarquía española había sido puesta como ejemplo a la por entonces atribulada Corona británica. El caso es que Don Juan Carlos lleva 37 años de reinado (compárese con los demás periodos políticos españoles en el siglo XX), y ese reinado es el periodo más prolongado de Paz, Libertad y Prosperidad que ha gozado España en toda la Modernidad, siendo el Rey el mejor defensor de nuestros intereses colectivos y también, como se ha reconocido repetidamente, nuestro mejor embajador.

Don Juan Carlos prometió, encauzó y dirigió la definitiva reconciliación de los españoles (a pesar de las actuales apariencias), poniendo fin a unos enfrentamientos seculares que culminaron en una guerra civil especialmente cruel y en una dictadura de cuarenta años. Propició la llegada de la democracia, de la que nos sentimos orgullosos, y la defendió y sostuvo en los momentos aciagos, y todo ello habiendo renunciado a todos los poderes que los monarcas habían ejercido tradicionalmente. Hay una anécdota significativa al respecto: se discutía por aquel entonces la educación superior que debía recibir el Príncipe de Asturias, y, ante las dificultades para que la cursara en una Academia militar, el Rey dijo, más o menos: «He renunciado a todos mis poderes y prerrogativas, dejadme al menos que, como cualquier español, pueda decidir la educación de mi hijo».

¿Estamos transmitiendo a la juventud de hoy la magnitud histórica de la labor del Rey? ¿Somos incapaces de comunicarles la angustia y la zozobra que invadía a la sociedad española en los primeros años 70 con el «y después de Franco, ¿qué»?

Pues bien, en esas circunstancias y con esos merecimientos parece ser que damos más crédito y pábulo a las habladurías de un presunto delincuente ejercitando su derecho de defensa durante la instrucción sumarial, por cierto secreta, que a la palabra del Rey, y nos quedamos impertérritos ante los insultos al Rey y a la Corona. Todos hemos oído el refrán que dice que «de bien nacidos es ser agradecidos». No sé, pero me da la impresión de que en esta ocasión no lo estamos siendo.

Termino. No sé si estas reflexiones encontrarán eco en la ciudadanía, pero si así fuera me gustaría que ese eco hallara acomodo en las redes sociales y sonara amplificado el agradecimiento de la sociedad española a su mejor Rey, que, a sus 75 años, debe de sentirse cansado y, por qué no, triste.

Eduardo Serra Rexach, presidente de la Iniciativa Transforma España y exministro de Defensa.

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