El rinoceronte blanco

La estirpe de los rinocerontes blancos del norte llega a su fin. Se cree que solo quedan tres ejemplares vivos y los científicos proponen resucitar la especie a través de la ingeniería genética, una idea rodeada de cuestionamientos éticos. Sin embargo, críticas de ese tipo apenas se escuchan cuando los laboratorios del mercado reconstruyen una manifestación cultural agotada o desempolvan viejos rituales.

Los catálogos turísticos rebosan de expresiones artísticas rescatadas solo para los ojos de los visitantes, a las que se les insufla un protagonismo que dejaron de tener hace siglos. Costumbres extintas, danzas que ya nadie baila al interior del hogar, ideologías recuperadas para captar fondos o cautivar las miradas, colman esa publicidad anclada al ayer, mientras las creaciones fruto de los nuevos tiempos reciben muy poca o nula atención.

Hay pueblos condenados a esa pátina de antigüedad que los estereotipos alimentan y las autoridades culturales decretan. Como si la modernidad negara sus raíces y la actualización de su imagen constituyera un acto de traición a la idiosincrasia. Son sociedades que esconden el progreso y exhiben como aún vitales unas tradiciones que pocos practican y unas costumbres que han sido reaprendidas para posar frente a las cámaras.

El rinoceronte blancoAmérica Latina es un terreno propicio para que paste ese “rinoceronte blanco” de la cultura, artificialmente mantenido con vida. Condenados a comportarnos como un reservorio de tradiciones, muchos se resisten a ver la región que discurre entre el río Bravo y la Patagonia como un espacio de innovación y ruptura. Nos hemos habituado tanto a llevar el sambenito de las viejas usanzas que llegamos a creer que los estrenos siempre vienen de un punto fuera de nuestras fronteras.

Ni siquiera alivia saber que no somos los únicos castigados a comportarnos como una postal en color sepia o un envejecido daguerrotipo.

Un chiste muy simple parte de la afirmación de que “los egipcios conocieron el teléfono”. La tesis recibe el cuestionamiento del incrédulo oyente, quien al negarla cae de lleno en la trampa de su propio esquema cultural. “Sí, conocieron el teléfono a principios del siglo XX, cuando quedaron instaladas las primeras líneas en El Cairo”, se burla el bromista y su carcajada destroza la imagen de un país que tiene una vida más allá de pirámides antiguas y momias de faraones.

El falso folclorismo termina por atrapar a toda una sociedad, por someter sus gustos y condicionar actitudes. Como en el caso de esos pintores naíf que podrían competir en automatismo con cualquier industria de impresión de cuadros, por la cantidad de veces que han pintado un lienzo con el mismo paisaje rural, con el trovador que canta a la luna o el viejo automóvil frente a la Bodeguita del Medio.

Esa fábrica de lo trasnochado produce todo tipo de recursos contra el olvido. Baratijas empleadas supuestamente por los primigenios habitantes de una región, tonadas pretendidamente autóctonas en las que se convoca a cuanta divinidad sirva para sonsacar los bolsillos, y falsos ritos donde se complace el gusto de quienes llegan buscando cenizas.

¿Por qué el pasado es tan subyugante? ¿Qué hace de lo que dejamos atrás un refugio? No se trata solo de la nostalgia, sino de esa convicción de que lo ocurrido puede volver a ser moldeado a capricho porque ya no está para imponerse con su auténtica forma. Como el semen congelado de un extinto animal, que ha quedado a merced de los científicos y termina dando vida a una criatura compuesta por una suma de añoranzas y distorsiones.

El problema mayor sobreviene cuando el ayer traspasa las imágenes turísticas y los estereotipos, para convertirse en el rostro oficial de una identidad. Cuando una región o un país vive atada a lo que fue, sin ser capaz de mostrar orgullo por lo logrado en sus más recientes años. Los residentes constatan que disfrazarse como piezas de un museo puede permitirles llegar más lejos que si muestran su rostro actualizado.

Surgen por doquier quienes rescatan rituales muertos o los inventan desde cero, leyendas que nunca existieron que llenan catálogos y reuniones académicas, prácticas de dudosa popularidad expuestas como cotidianas y un batallón de calculadores especialistas dispuestos a explicar las largas raíces históricas de cualquier imitación.

Creyentes de una religión exánime, que entran en trance frente a las oportunas cámaras de un grupo de excursionistas o son capaces de invocar cualquier espíritu a pedido, mientras bien visible queda el sombrero de la propina, con sus numerosas monedas. Hasta ceremonias exprés, a través de las cuales el foráneo, dispuesto a pagar el impuesto exigido por los dioses, puede quedar ungido de la protección de alguna divinidad antiquísima, de nombre incomprensible.

Llegan los hábiles mercaderes de lo exótico y rescatan ritmos musicales que después serán promocionados como el sonido de un país, como la banda sonora de toda una cultura. Aunque en las salas de las casas y los salones de baile, los hijos de esa nación prefieran el reguetón y los temas que elegiría cualquier joven en una discoteca en Sídney, Madrid o Los Ángeles.

Entonces, la caricatura se entroniza y se vende a precio de genuino lo que es pura farsa. De ese ciclo de complacer a quienes van en busca de lo añejo no se sale. Comunidades y países enteros asumen la arqueología cultural como su principal fuente de identidad y terminan por creerse el cuento que construyeron para otros.

Así, vemos elevarse a la categoría de sagrado lo que es puro accidente o incómoda adquisición. Como los viejos autos de mitad del siglo XX que recorren La Habana, endiosados por los fotógrafos y convertidos en iconos de una nacionalidad por los turoperadores, sin reconocer que los cubanos no tenemos un gusto desmesurado por coleccionar viejas marcas, sino serias limitaciones para comprar autos modernos.

El mercado de lo inanimado también incluye las ideologías. Exploradores de las utopías quebradas, militantes antiglobalización, que quieren retratarse junto a los despojos de lo que no funcionó. En lugar de adquirir una reliquia de alguna tumba saqueada o bailar una danza alrededor del fuego, estos buscadores de quimeras políticas llevan una camiseta con el rostro del Che Guevara, se compran en algún mercadillo la gorra verde olivo que popularizara Fidel Castro o se sacan una foto sonrientes al lado de la momia de Lenin.

Vienen por miles a nuestras tierras a desenterrar aquello que el tiempo y la vida han descartado. Intentan revivir un rinoceronte blanco que alguna vez corrió en las praderas de nuestra cultura y del vasto espacio de nuestra identidad. Lo traen de vuelta armado a pedazos, cosido torpemente cada miembro y adulterado genéticamente: pobre parodia de un difunto animal que solo habita en los recuerdos.

Yoani Sánchez es periodista cubana y directora del diario digital 14ymedio

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