El rinoceronte y las maniobras de Montilla

Una de las obras cumbres del teatro del absurdo, El rinoceronte, de Eugène Ionesco, como todas las de este género, se caracteriza aparentemente por una trama que parece carecer de significado, con diálogos peregrinos, y que constituye una exaltación de la incoherencia, del disparate y de la falta de lógica, aunque al final de semejante galimatías puede haber para los iniciados un mensaje muy claro.

Pues bien, Ionesco nos visitó anteayer en Madrid para ofrecernos, desde su inmortalidad, la representación de un acto que pertenece sin más al teatro del absurdo y que se celebró en la sede del Senado. Se había reunido la Comisión General de las Comunidades Autónomas para escuchar al presidente de la Generalitat, que venía, digámoslo claramente, a defender su sillón presidencial, ante la amenaza de una sentencia desfavorable sobre el Estatut del Tribunal Constitucional. En efecto, si –como es presumible– se acaba aprobando una sentencia que recorte los altos vuelos del Estatut, está claro que en las elecciones autonómicas catalanas del próximo otoño Montilla y su tripartito pasarían al limbo de la oposición. Para él, por tanto, es fundamental practicar el filibusterismo judicial para evitar a toda costa, ahora que los pronósticos amenazan tormenta, que la sentencia no se publique antes de los comicios. Su estrategia ha consistido así en perseguir tres objetivos: primero, hacer gala de su catalanidad sobrevenida; segundo, deslegitimar al Tribunal Constitucional; y, por último, pedir la renovación inmediata de esta institución. Veamos cada uno de ellos.

Lo primero era aparecer envuelto, como una especie de Mariana Pineda, en la bandera de Cataluña y hacer su discurso en catalán (macarrónico) para impresionar al personal. Semejante alarde lingüístico, diciendo también unas palabras en las otras lenguas, lo pudo realizar porque en esta Comisión ya se admitió hace tiempo el uso de todas las lenguas españolas. Pero ahora se quiere extender igualmente este absurdo babelismo a todas las reuniones del Senado, lo que constituye algo grotesco, que va en contra de lo que señala la Constitución. Porque su artículo 3 indica que el castellano es la lengua oficial del Estado, lo que viene a significar que en las instituciones centrales del Estado es la única lengua que se puede utilizar, porque su conocimiento es obligatorio para todos los españoles. Lo cual no obsta para que las demás lenguas españolas sean también cooficiales, como dice el apartado 2 del artículo citado, en el ámbito exclusivo de cada Comunidad Autónoma respectiva.

Por tanto, obligar en el Senado a la traducción de discursos o intervenciones en esas lenguas, con su consabido coste económico, cuando todos los senadores hablan perfectamente el castellano, es algo más que un crimen: es una absoluta mamarrachada, es decir, algo parecido a que se impusiese, por ejemplo, el uso obligatorio de audífonos para todos los senadores, cuando, salvo alguna posible excepción, nadie padece de sordera.

Pero lo importante para Montilla y sus acólitos era que se visualizase que Cataluña es una nación con un idioma propio, y de ahí esa amenaza del president de que una sentencia desfavorable, podría dañar «las relaciones entre Cataluña y España».

En segundo lugar, Montilla ha insistido una y otra vez, como el propio Gobierno de Zapatero y su curioso ministro de Justicia, en que el Estatut es plenamente constitucional, porque ha sido aprobado por el Parlament de Cataluña, por las Cortes Generales y por el pueblo de Cataluña. Por tanto, unos jueces no pueden contrariar el «pacto constitucional» entre España y Cataluña. Razonamiento que descansa en una ignorancia de lo que es un Estado de Derecho, como el que se implantó aquí en 1978. Por una parte, la Constitución que se aprobó en toda España, incluida Cataluña, contiene la adopción del principio de constitucionalidad, mediante el cual, ninguna ley, del rango que sea y de la forma en que se apruebe, puede vulnerar la Constitución. Y para ello precisamente se creó el Tribunal Constitucional. Por consiguiente, éste puede declarar inconstitucional un Estatuto de autonomía, aunque haya sido aprobado por tres instancias diferentes, incluido un sector del electorado de Cataluña. Y ello por la sencilla razón de que la Constitución fue aprobada por unas Cortes constituyentes y por el referéndum de todo el pueblo español, y no sólo de una parte.

En consecuencia, la Constitución es la primera de las normas de todo el Estado y no puede ser contrariada, salvo que se utilice el procedimiento establecido para su reforma, con una norma que la contradiga o rebase. No es posible, por tanto, considerar que el Estatut constituye un «pacto constitucional» entre el Estado español y Cataluña, pues es la propia Constitución la que representa el pacto político entre todos los españoles en su conjunto.

El Estatut no es más que una norma, sujeta, como todas, al control del Tribunal Constitucional, el cual tiene toda la legitimidad para hacerlo, porque habla en nombre de todo el pueblo español, de su soberanía y de la Norma Fundamental que éste se dio. Por lo demás, el Tribunal no ha perdido un ápice de su legitimidad a causa del tiempo desmesurado que lleva sin adoptar una sentencia sobre la constitucionalidad o no del Estatut. De esa tardanza el Tribunal no es el principal culpable, sino todos los que aprobaron un Estatut que rebasa con creces lo que permite la Constitución para estas normas.

Para explicarme mejor, recurriré a un símil que ya he utilizado hace unos días en un blog. Supongamos que se crea un Tribunal para enjuiciar la validez de los toros de lidia y, por consiguiente, se le encomienda el cometido de señalar si cada toro tiene defectos, si es cojitranco, si tiene limada la cornamenta. El reglamento, en consecuencia, le permite así rechazar un toro antes de que salga a la plaza o incluso, cuando el defecto se hace visible una vez que se le está lidiando, devolverlo a los toriles por incapacidad manifiesta. Pero si un día, en lugar de someter un toro a su examen, le presentan, por seguir con Ionesco, un rinoceronte, los miembros del Tribunal se quedarían perplejos y no sabrían qué hacer, puesto que los propios organizadores del festejo le insistían una y otra vez en que era un toro y no un rinoceronte. Así irá pasando el tiempo, incluso hasta superar los cuatro años, cavilando sobre su verdadera naturaleza, aunque, al menos, esta tardanza dejaba bien clara una cosa: el animal sometido a examen podría ser cualquier cosa, pero desde luego no era un toro.

Así las cosas, esto es exactamente lo que ha sucedido con el Estatut, pues el Parlament de Cataluña parió un rinoceronte y no un toro, y cuando lo aprobaron las Cortes Generales, la mayoría de los parlamentarios, a pesar de lo que dijimos muchos entonces, insistió, después de un cepillado, en que ya era un toro y así parece que lo siguen considerando, aunque sólo tenga un cuerno en lugar de dos, y de que pese mucho más que el animal de lidia. Pero no hay peores ciegos que los que no quieren ver, sobre todo si peligra su cómodo sillón, vulgarmente escaño.

El Problema para el Tribunal radica pues en que ni la Constitución ni la Ley Orgánica del Tribunal contemplan explícitamente la posibilidad de rechazar una norma, en este caso un Estatuto, en su totalidad, sino únicamente preceptos aislados de la misma. El constituyente supuso que este supuesto no se podría presentar, porque el Parlamento no puede aprobar una ley totalmente inconstitucional. Y, sin embargo, así ha sido, ya que el Estatut no es parcialmente inconstitucional, es decir, únicamente en algún artículo, sino que en su conjunto rebasa los parámetros que permite la Constitución, apareciendo de este modo como la Constitución bis de otra nación propia. Y, sin embargo, en el caso del proyecto de Estatuto del País Vasco, fueron las propias Cortes quienes ejercieron de aduana, rechazando el llamado Plan de Ibarretxe por manifiestamente inconstitucional, y, por tanto, no llegó al Tribunal Constitucional.

Las razones de por qué ahora no ha ocurrido también así las conocemos todos, y no merece la pena insistir en ellas. Ahora bien, el hecho es que se rechazó el rinoceronte vasco y, en cambio, se admitió el catalán. Pero aunque el Tribunal no pueda, o no se atreva a rechazar in totum el Estatut, algo que debieron hacer las Cortes Generales, es claro que si por fin se decide a sacar una sentencia, tendrá que ser tras una poda profunda de sus artículos.

Y aquí aparece el tercer objetivo de Montilla. Puesto que ya da por hecho, a pesar de lo que diga, que el m>Estatut no saldrá ileso del Tribunal, lo que hay que hacer es desprestigiarlo diciendo que varios de sus magistrados, incluida la presidenta, llevan ya casi tres años con una prórroga irregular, pareciendo a su juicio que la culpa la tienen aquellos. Sin embargo, la culpa la tienen únicamente los partidos, que no se han preocupado, por intereses personales, de renovar en su tiempo a los magistrados cesantes. Pero mientras no lo hagan así, según el artículo 17.2 de la LOTC, los magistrados continuarán en el ejercicio de sus funciones hasta que hayan tomado posesión quienes hubiesen de sucederlos.

De ahí que ante el riesgo de que se pronuncie una sentencia desfavorable antes de las elecciones catalanas, Montilla y sus aliados hayan recurrido ahora a exigir la inmediata y urgente renovación de los puestos de los magistrados prorrogados. Se trata, por consiguiente, de una maniobra dilatoria, repitamos que de filibusterismo judicial, para evitar que haya sentencia antes de octubre.

Y ahí estamos. Sólo nos falta comprobar cómo el presidente Zapatero se pliega una vez más ante este requerimiento del PSC y del tripartito, porque de no ser así perdería su granero de votos en Cataluña. Con ello se demuestra nuevamente que las personas que no tienen ideas son las que más cambian de ideas, sobre todo para ser fieles a sus intereses.

Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.