El robo del cadáver

Nos hallamos en tiempo pascual. Éste se prolonga hasta la pascua granada, en el intervalo que media entre la gran Pascua de Resurrección y las fiestas de Pentecostés y la Trinidad. Santiago de la Vorgine, en La leyenda dorada, llama a esta época del año «tiempo de reconciliación». Recientemente recordaba Manuel Hidalgo la desproporción existente entre la celebración, en nuestro mundo cristiano occidental (católico y protestante), de los misterios dolorosos de la pasión y muerte de Cristo, a los que se dedica toda una semana, y la fiesta de la resurrección. Si atendemos a las impresionantes piezas litúrgicas de J. S. Bach se comprueba ese desequilibrio. No hay apenas cantatas ni oratorios comparables con las dos pasiones que subsisten (la de San Mateo y San Juan). Lo contrario sucede en la iglesia de Oriente, donde la gran celebración del calendario y de la liturgia cristiana es siempre la Pascua: la Gran Pascua Rusa, por ejemplo.

En el relato evangélico de Mateo, una vez consumada la muerte y la sepultura de Jesús, las autoridades de Jerusalén acuden a Poncio Pilatos para solicitarle reforzar la guardia que protege su sepulcro. Piden las autoridades que se extremen las precauciones, no sea que los apóstoles y discípulos «de aquel impostor» roben el cadáver, y luego propaguen la noticia de que Cristo ha resucitado de entre los muertos.

Ni en éste ni en los otros evangelios canónicos hay relato de la Resurrección propiamente dicha, o del proceso a través del cual Cristo, que «yacía en los lazos de la muerte» (según enuncia el coral de Lutero), se incorporó, se levantó, e hizo acto de presencia ante algún testigo, según se evidencia en tantas imágenes plásticas (como en Altdorfer, en Durero, o en Tintoretto).

En el evangelio apócrifo de Pedro aparecen dos gigantes cuyo tamaño llega al cielo (probablemente dos ángeles), que aguantan otra figura gigantesca que rebasa en estatura el límite celeste: Jesucristo. Tras esta extraña comitiva, una cruz ambulante y parlante es interpelada por una voz celeste. Le pregunta si ha despertado a los muertos. «Sí», responde la misteriosa cruz que anda.

En los cuatro evangelios oficiales Cristo, ya resucitado, se aparece a María Magdalena, a María y a Salomé, a los discípulos en Galilea, a los discípulos de Emaús, o a apóstoles y discípulos en el escenario de la ascensión (así en los Hechos de los Apóstoles de Lucas).

Dice Mateo que las autoridades judías, conocedoras del rumor de los testigos que daban prueba de estas apariciones, propagaron una versión de antemano convenida: los apóstoles, aprovechando el sueño de los guardianes, robaron el cadáver de Jesús e hicieron circular la falacia de que había resucitado. Añade que esa versión de las autoridades de Jerusalén «ha prevalecido en medios judíos hasta el día de hoy», hasta la fecha en que escribe el texto (él o la comunidad que se atribuye el nombre del apóstol).

Muchos de los lectores actuales de los relatos evangélicos siguen sin dificultad su curso hasta llegar a los eventos que son narrados después de la sepultura de Jesús. Poco tienen que objetar a las narraciones de la vida pública en Galilea y Jerusalén, o de los sucesos trágicos del prendimiento de Jesús, de la traición de Judas, o del juicio (en el sanedrín y ante la autoridad romana). O al relato de los azotes, las burlas, el via crucis y su muerte en cruz.

Esos lectores, en difusa mayoría, se hallan más inclinados a suscribir la opinión de los judíos que la que el evangelista les propone. Han estado educados y adiestrados por tres siglos de crítica y desmitificación de la exégesis bíblica, y en una desconfianza tácita o confesa en relación a todo relato religioso. O por una mentalidad que ha perdido por completo, como señala el gran filósofo y teólogo judío Franz Rosenzweig, el sentido del milagro.

Piensan, igual que las autoridades de Jerusalén, que los discípulos robaron el cadáver. O están poco dispuestos a aceptar el testimonio de quienes pudieron comprobar la aparición del Cristo resucitado: las mujeres amigas, los discípulos de Emaús, o los apóstoles congregados en la escena de la despedida.

Los evangelios relatan esos acontecimientos a su estilo y modo, en diferente registro y entendimiento. Juan concibe el alzamiento en la cruz como una glorificación. La muerte en cruz es resurrección: retorno a la morada del Padre, o al seno divino del que salió con el fin de rescatar a los elegidos.

Mateo acentúa la inflexión trágica de una agonía escalonada en dos secuencias, en el huerto de los olivos y en el Gólgota. En ambos escenarios Cristo no deja de rezar. Lo importante en Mateo es la oración. Cristo descubre al lector del Evangelio los registros de ésta. En ella cabe el alarido de dolor, la expresión de supremo infortunio, la experiencia del radical abandono, la comprobación de la infinita separación del Hijo respecto al Padre. El Hijo cae postrado en tierra. Son formas del amplio y complejo repertorio de la oración, cuyo patrón está en los salmos; en especial en el salmo 22, que se inicia con la frase que pronuncia Jesús en la oración en el Monte de los Olivos y que repite, en lengua hebrea, como frase articulada postrera antes de morir en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»

El lector, impregnado del espíritu de sospecha y desconfianza, si bien puede seguir con interés los discursos de carácter ético, la doctrina del amor (a Dios o al prójimo) o las parábolas, introduce una inflexión de duda cuando las previsiones sobre la destrucción de Jerusalén se prolongan en genuinas profecías sobre el Fin del Mundo, o sobre la Segunda Venida de Cristo -entre nubes- para juzgar a los vivos y a los muertos. Esa duda se intensifica, por lo general, en los relatos de la Resurrección y la Ascensión. Muchos lectores actuales tienden entonces, espontáneamente, a dar razón a opiniones como las que profirieron las autoridades judías respecto al robo del cadáver.

No era Cristo un impostor. Pero les resulta muy verosímil que los discípulos hubiesen creado la pauta paradigmática y primigenia de latrocinios respecto a despojos de reliquias, restos santos, tráfico de cadáveres de pretendidos apóstoles o evangelistas, como abundaron en los siglos medievales. Los discípulos, impregnados de amor idólatra, habrían sustraído el cadáver. Y en pleno clima de credulidad supersticiosa e infantil, anterior a esa Mayoría de Edad que fue -al decir de Emmanuel Kant- la Ilustración, propagaron la leyenda de la resurrección, que sólo tendría sentido en el registro del Mito y que no debiera aceptarse como genuina revelación ad litteram. O que sólo a partir de un credo quia absurdum -al estilo irónico y postilustrado de Sören Kierkegaard, o de Miguel de Unamuno- podría ser acogida. La razón niega esa posibilidad. La fe la sostiene siempre contra la razón. No parece haber posible mediación. Ni parece existir nexo que permita elevar un puente entre ambas experiencias: de entendimiento y confianza. O para decirlo términos convencionales: de razón y de fe.

Posiblemente es la muerte la principal dificultad que se interpone en este eterno diálogo entre nuestras capacidades de entendimiento y comprensión, y nuestra disposición para la confianza.

El Temor dice: la muerte es pavorosa, pues tras ella nada hay. La Esperanza rebate ese aserto de una razón perezosa. Ambos dialogan, como en muchas cantatas de Johann Sebastian Bach, especialmente algunas que comentan el gran evento de la resurrección de Jesucristo.

Apenas se atiende hoy a la gran pregunta kantiana que interroga no tanto por lo que podemos conocer, o por lo que debemos hacer, sino por lo que tenemos derecho a esperar. Una cuestión que culmina con una reflexión sobre nuestra condición; o con la pregunta: ¿Qué es el hombre?

¿Tiene el hombre en la muerte su límite infranqueable, el que trueca lo posible en lo imposible? ¿Tiene razón Homero en suponer que el alma sólo subsiste en el Hades como alma en pena, en proceso de extinción, con pérdida sustancial de ánimo vital, de energía y fuerza, de vigor colérico?

¿Es verdadero el moderno credo de Yago? Éste enuncia en el Otello de Boito-Verdi, su creencia en un Dios cruel «que me ha creado a su imagen y semejanza», y que asume la negación de toda forma de supervivencia tras la muerte.

¿Sobreviene con la muerte la negatividad absoluta y radical? ¿Será cierto lo que afirman quienes hacen decir a la ciencia lo que ésta no está en condiciones de afirmar: que nada hay tras la barrera insalvable que comparece al final del trayecto de nuestra existencia en este mundo? ¿Es la muerte un límite que no permite conjeturar nada que lo trascienda? ¿Será verdad que somos lo que somos sólo y en la medida en que nos hallamos cercados y encerrados entre un comienzo en el cual hemos sido arrojados a la vida, y un fin que la cancela de forma definitiva?

La perspectiva existencial -Heidegger, Sastre- padece una tremenda insuficiencia respecto al origen. Quizás esa escasez explica la precariedad de la concepción que poseen respecto a la muerte. Tenía razón Hanna Arendt en su crítica a Heidegger: obsesionado por la idea de concebir el ser en el mundo como ser para la muerte, se le escapó una posible reflexión sobre lo que antecede a ese «ser» o «estar» en el mundo, y que es previo a la apertura del mismo en las disposiciones afectivas, o en la comprensión y en el habla.

En mis libros hablo, al respecto, de la primera categoría matricial, o de un espacio o ámbito de vida intra-uterina en la gruta proto-histórica que antecede al nacimiento. Así se plantea la cuestión, en términos simbólicos, en La edad del espíritu; y en forma ontológica en La razón fronteriza.

Se trata de una vida que precede y hace posible esta vida (la que circula entre el nacimiento y la muerte). Una vida que se adelanta al umbral a través del cual se inaugura nuestra vida en esta tierra. Disponemos de la evidencia de haber vivido dos vidas. De la primera vida no guardamos memoria. Discurrió en el seno materno. Allí se estableció el paradigma de todo vínculo comunitario y de todo idilio amoroso, o de toda relación interpersonal: la que en la vida intrauterina celebró la «unión mística» del feto con la madre (que le dio cobijo y sustento).

Todos hemos experimentado esta segunda vida, la que transcurre en este mundo, y así mismo esa vida anterior de la que no existe recuerdo.

Ese escenario del origen permite, por extrapolación razonable, avanzar hacia un escenario posmortem. Respecto a éste, sólo es posible desplegar una argumentación mediante acuciantes interrogaciones.

¿Por qué dos vidas solamente? ¿Por qué no tres? ¿Por qué no puede pensarse esta vida como el útero y la matriz de una vida diferente?

¿Por qué no pensar a fondo, radicalmente, la idea fecunda de metamorfosis? ¿No hay suficientes indicios en el ámbito de la vida, como puede ser el pasaje de gusano a ninfa y a crisálida, o finalmente a mariposa, o el increíble tránsito del feto animal hasta la composición del neonato humano, o de éste hasta el homo loquens?

¿No podría pensarse esta vida como un complejo escenario -mucho más conflictivo y doloroso que la idílica vida fetal- en el que se pusiera a prueba, como a los metales en la forja, nuestro propio temple de ánimo, nuestro valor y nuestra inteligencia, y sobre todo nuestro anhelo? ¿No es posible y pensable que de esta forma se gestase y fraguase una tercera vida, un tercer estatus, algo así como la vida que sucede a los misterios de gozo (relativos a la vida fetal y al nacimiento), y a los conflictivos y dolorosos de nuestra estancia en este mundo?

Eugenio Trías, catedrático de Filosofía y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.