El romance de México con la muerte

La entrega más reciente de Pixar, "Coco", es una celebración fastuosa del Día de Muertos. Dos de los personajes principales son Héctor (izquierda) y Miguel (derecha). Credit Pixar/Disney, vía Associated Press
La entrega más reciente de Pixar, "Coco", es una celebración fastuosa del Día de Muertos. Dos de los personajes principales son Héctor (izquierda) y Miguel (derecha). Credit Pixar/Disney, vía Associated Press

“Nuestras relaciones con la muerte son íntimas”, escribió Octavio Paz, el poeta más celebrado del siglo XX en México, en su libro El laberinto de la soledad. “Más íntimas, acaso, que las de cualquier otro pueblo”.

En México, la muerte está en todas partes: en los cadáveres de las víctimas de los poderosos carteles del narco, en el modo descarado en el que la policía desaparece estudiantes que protestan, en las estrategias que emplean los políticos corruptos para desacreditar a periodistas cuyas investigaciones dañan su reputación. La muerte también está presente en el inmigrante que arriesga su vida para cruzar un muro y perseguir el sueño de una vida mejor. Se ve en el cuidado que las familias le dan a sus mayores que no tienen seguro médico y en la lucha cotidiana de las personas que trabajan en el campo en condiciones peligrosas. Los mexicanos vivimos con una cierta aceptación de la muerte, a veces hasta la celebramos.

En contraste, los estadounidenses afrontan la muerte con temor. No suelen hablar sobre el tema. La maquillan, la ocultan o la transforman en un espectáculo del horror, como Halloween, en donde los muertos son monstruosos.

En otras culturas la relación con la muerte es distinta: en el mundo árabe el significado de la muerte depende de los pecados de la persona que falleció. En China los muertos parten para dejar más espacio a los vivos.

La película animada de Pixar más reciente, Coco, es un retrato fastuoso del intenso romance con la vida después de la muerte en México. Desde mi punto de vista, Coco es la obra cinematográfica que ha representado del modo más sofisticado la cultura popular mexicana hasta ahora. Hollywood se ha equivocado tantas veces (pensemos en Bajo el volcán y Tráfico) que los mexicanos ya dejamos de contarlas. Coco, en cambio, es refrescante y auténtica. No matiza nuestra intimidad con la muerte, al contrario, la transforma en una travesía asombrosa.

Gran parte de la historia en Coco se desenvuelve durante el Día de Muertos, una fiesta en la que muchos mexicanos pasan 24 horas en un cementerio montando ofrendas a familiares que ya no están con ellos. He sido parte de esta celebración en numerosas ocasiones, tanto en México como en ciudades fronterizas en Estados Unidos. Es un espectáculo que vale la pena contrastar.

Mi primera reflexión es siempre sobre la naturaleza idiosincrática de los fantasmas. Mientras que en la cultura angloprotestante los fantasmas son figuras amenazantes que se aparecen para traer mensajes desagradables (como el padre de Hamlet), en México los espíritus son amables, incluso encantadores, y siempre están listos para ofrecer su consejo. No hay sustos, no hay casas embrujadas, no hay escenas que generan sobresalto. En México le damos la bienvenida a los antepasados con música, baile y conversación.

Esto no quiere decir que la muerte sea inofensiva en México. En la mitología azteca, Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl son dos de los dioses de la muerte. Ambos gobiernan Mictlán, el inframundo azteca. Cuando una persona fallece, navega por las nueve regiones que conforman Mictlán con la ayuda de Xólotl, una especie de Virgilio que es también una representación del dios Quetzalcóatl y cuya labor es proteger el sol en el inframundo. Para el recién fallecido es una odisea que toma cuatro años. Se le presentan toda clase de amenazas: en Mictlán hay un lugar en el que el viento arrastra navajas filosas y otro sitio en el que un río de sangre está rodeado de jaguares. Se trata de una travesía purificadora a través del horizonte de la memoria en busca de su linaje; esto es, de un diálogo con los muertos que lo protegieron en vida.

Miguel Rivera, el protagonista de doce años, se embarca en este viaje junto a un perro callejero llamado —acertadamente— Dante. Ambos recorren el inframundo en donde enfrentan distintas dificultades. A lo largo de la historia aparecen constantemente obstáculos y malos augurios —en México, la palabra “coco” se usa para designar a un espíritu diabólico—, pero como Coco es una película para niños los desafíos terminan en risa. Esto no es del todo lejano a la manera mexicana de abordar la muerte: el humor juega un papel indispensable. Reírse de la muerte en México es una actitud valiente.

Se ha dicho que la característica distintiva del compromiso de México con la muerte es el sacrificio. Uno se sacrifica por cualquier tipo de cosas: el bienestar de la familia, del país y Dios. Para muchos mexicanos una vida honorable es una vida de sacrificio, de martirio, incluso.

El gran aprendizaje de Miguel tiene que ver con el sacrificio. El sacrificio le enseña a no tener una idea aséptica de la muerte: a no esconderla o sentirse avergonzado por ella. Es por eso que los mexicanos montamos altares en nuestras casas, con fotografías de las personas cercanas que han muerto que conviven con fruta, pan, dulces y velas. La muerte es terrenal.

Las calaveras son el símbolo mexicano más representativo de la muerte. Sus raíces se pueden rastrear en las culturas precolombinas: cráneos y esqueletos están presentes en templos, esculturas, arquitectura e incluso se han encontrado en monedas. Algunos siglos después, José Guadalupe Posada, el célebre grabador del siglo XIX, se encargó de popularizarlas. Durante la Revolución mexicana de 1910, Posada representaba socarronamente a dictadores, políticos, empresarios y la burguesía como calaveras, al tiempo que mostraba los oprimidos —también como calaveras— con dignidad. Es difícil encontrar una figura similar a las calaveras de Posada en la cultura popular estadounidense. ¿El tío Sam? Cerca, pero no del todo. La figura, que se usa en pósteres, es más bien propagandística.

Artistas posteriores —con distintas posturas ideológicas y estéticas— ampliaron la contribución de Posada. Diego Rivera, por ejemplo, incluyó esqueletos en numerosos murales (como Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, en donde aparece Posada). También lo hicieron José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros, y, claro, las calaveras son el leitmotif en la obra de Frida Kahlo. Las siguientes generaciones — incluso Gabriel Orozco, quizás el artista mexicano contemporáneo más visible—, han seguido apropiándose del arquetipo.

Hoy, las calaveras son omnipresentes: se ven en piñatas, en el juego de la lotería, en juegos de ajedrez y en disfraces. Incluso hay una marca de tequila que usa botellas en forma de cráneos (también en forma de ametralladoras). Es imposible entrar a un supermercado, restaurante, escuela o cualquier otro espacio público en México sin ver calaveras. No me sorprende que Coco sea la película más taquillera en la historia de México. Esta es una muestra más de cómo los mexicanos mantenemos de cerca a la muerte, como la hacemos tangible. Pero también revela el modo en el que la derrotamos: la muerte siempre está a nuestro lado, nos decimos, pero todavía no estamos listos para irnos: todavía estamos entre los vivimos.

De manera velada o abierta, los creadores de Coco le rindieron un tributo a Posada, Rivera, Kahlo y a una serie de artistas legendarios, como Jorge Negrete y Pedro Infante, dos íconos de la Época de Oro del cine mexicano que al día de hoy se les ha elevado a la categoría de héroes. (Tampoco se les escapó la referencia a otra criatura de la cultura popular: el chupacabras). Con acierto, la película eludió cualquier referencia a los verdaderos bad hombres de México, como el expresidente Carlos Salinas de Gortari y el presidente Enrique Peña Nieto, quienes han saboteado el futuro del país con corrupción e incompetencia.

Fue un placer ver la película de Pixar en un cine en Manhattan repleto de niños y adultos, la mayoría de origen hispano. Claramente la historia cautivó a la audiencia. La idea de que la muerte es amenazante, de que debería ser un tema prohibido, solo molestó a pocos. Una niña de siete años —cuya bisabuela acababa de ser diagnosticada con cáncer— dijo que Coco la ayudó a entender a dónde irá cuando muera. Su hermana menor, en cambio, se asustó.

El diálogo en spanglish en el diálogo se sintió natural. Incluso palabras de origen náhuatl –como “chamaco”– o de uso extendido en México –como “chancla”, que en otros países hispanoamericanos no se emplea– fluyen de manera auténtica. Una de las cosas que más disfruté fue el acento marcado de los actores en la versión en inglés. Marcan las erres sin dudarlo. En lugar de esconder su origen hispano, lo enfatizan e incluso se burlan de él.

Esto es particularmente bueno en un momento en el que Donald Trump menosprecia a los mexicanos para obtener réditos políticos y cuando las relaciones bilaterales entre México y Estados Unidos están en un punto históricamente tenso. Quizás es una señal de que los muertos están cuidándonos. La muerte, advertía Octavio Paz, es “un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida”. Pero también nos invita a pensar de manera más espiritual y con un toque de gracia. Sobra decir que hay mucho que sortear en este mundo nuestro, que es macabro. La muerte no necesita serlo.

Ilan Stavans es profesor de Humanidades y Cultura Latina en la Universidad Amherst, director de Restless Books y conductor del podcast “In Contrast” de NPR. The Wall, su libro de poemas, se publicará en marzo.

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