El rompecabezas del 23-f

Me encuentro hoy con la contradicción que supone para mí atender la solicitud que me formula un amigo periodista para que dedique unas consideraciones al tema que precisamente preferiría no recordar ni contribuir a avivar en estos momentos. Porque, además, el propósito de callarme se complementa con el riesgo que siempre encierra tratar cuestiones que no comprendemos en su totalidad.

Pienso que el «23 de febrero de 1981» es un rompecabezas, un gran puzle del que conozco bastantes piezas, pero me faltan muchas otras decisivas para llegar a completarlo, encajándolas todas, y construir el cuadro entero de un suceso que tuvo indudable transcendencia.

Decía André Maurois que «la importancia de los acontecimientos siempre escapa a quienes los han presenciado». Y cuando las circunstancias me situaron muy cerca de lo ocurrido en aquella fecha tan señalada, en un determinado puesto, es posible que se hayan reducido las posibilidades de mi visión de conjunto. La Historia es como un cuadro que ha de contemplarse de lejos, desde una perspectiva no demasiado próxima, para poder interpretar el conjunto. Sin embargo, tampoco deja de ser verdad que la obra de arte pictórica se compone de una serie armónica de pinceladas que proporcionan luz o sombra, relieves o veladuras, y detalles al parecer insignificantes, pero que constituyen componentes imprescindibles de la totalidad, lograda con la acumulación de las partes y capaz de producirnos una impresión general.

Desde este punto de vista, importante pero limitado, quisiera destacar que el Rey actuó entonces utilizando correcta y hábilmente las atribuciones que la Constitución le concede y que quizás sean más importantes cuanto menos concretas y determinadas. La amplitud de la facultad y obligación de «arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones, guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes, y ostentar el mando supremo de las Fuerzas Armadas», encierra un valor extraordinario y significaron, en aquellas circunstancias difíciles del 23 de febrero de 1981, el fundamento de unas decisiones que condujeron a la solución de la grave crisis.

No es el momento de examinar el contenido y alcance del precepto constitucional que encomienda al Rey el mando supremo de las Fuerzas Armadas. Pero no hay duda de que, en aquellos momentos excepcionales, S.M., al ordenar a los Capitanes Generales la obediencia a la Junta de Jefes de Estado Mayor, restauró la autoridad del órgano superior de mando en los Ejércitos. Y esta restauración de la organización militar era condición indispensable para el funcionamiento efectivo del orden constitucional. Los actos del Monarca fueron los estrictamente necesarios para tales finalidades y no rebasaron el tiempo indispensable. El Jefe del Estado, al ejercer este mando, en las circunstancias especiales que se habían producido, restableció la unidad y disciplina de la institución militar y, como consecuencia, pudo asegurar la vigencia de la Constitución.

En el orden civil, el Rey tomó también las decisiones precisas para asegurar «el funcionamiento regular de las instituciones», promoviendo a tal efecto una Junta de Secretarios de Estado y Subsecretarios que aseguraron la continuidad del Estado y ejercieron las funciones gubernamentales durante el tiempo en que los ministros se vieron en la imposibilidad de hacerlo.

Las medidas promovidas por la iniciativa y la autoridad del Rey encontraban asimismo su apoyo en la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado y en el Decreto 1558/77, de 4 de julio, que establece las funciones de los secretarios de Estado.

En cuanto al aspecto del refrendo, que la Constitución requiere para los actos del Rey, no cabe duda, desde un punto de vista moral, de que aquellas decisiones tomadas en momentos de excepción con carácter provisional y casi siempre verbalmente, sin proyectarse en una disposición oficial ni publicarse reglamentariamente, merecieron al siguiente día el aplauso del Gobierno, de las Cortes, de los partidos políticos y del pueblo español. Y ha de reconocerse, además, que ningún precepto constitucional puede interpretarse de forma que conduzca a un absurdo o al aniquilamiento de la propia Constitución a la vez que la concreción de los preceptos ha de hacerse teniendo en cuenta las peculiaridades del caso planteado.

Antes del 23 de febrero de 1981 habían sucedido en España muchas cosas, cuyo recuerdo tal vez se haya difuminado con el paso del tiempo: asesinatos, por parte de ETA, de militares, miembros de las Fuerzas de Seguridad y ciudadanos civiles; secuestros de personalidades destacadas; ofensa al Rey en la Casa de Juntas de Guernica; nombramientos militares considerados un tanto anormales; reconocimiento del Partido Comunista, necesario en el fondo, pero que se produjo de forma despreciativa para los militares que, por lo menos, habían creído recibir la promesa contraria, sin que después se les aclarase la aconsejable decisión; limitaciones políticas para los miembros de las Fuerzas Armadas que no se aplican a otros sectores de la vida nacional...

Y tal vez, me atrevo a imaginar, ejercicios peligrosos de civiles a quienes, siguiendo la tradición de los «pronunciamientos» en la Historia de España, les gusta jugar con fuego para impulsar la actuación militar y conseguir «cambios de timón», aunque luego la marcha de las cosas tome un rumbo imprevisto y no puedan aprovecharse los beneficios pretendidos.

Muchas veces caemos en el error de juzgar tan sólo el final de un proceso y dejamos de lado los antecedentes que se produjeron a través de él.

Por mi parte, renuncio a intentar descubrir las nuevas piezas que me faltan del rompecabezas. Dejémoslo como está, sin agitar la historia ya calmada. Quedémonos con las versiones, afortunadamente contradictorias de los numerosos libros, artículos y estudios escritos con relación a este triste tema y con los misterios que quedan flotando sobre un acontecimiento que marcó un punto decisivo en la transición política española, con sus consecuencias distintas para la Institución monárquica, que gracias a la actuación del Rey consolidó su posición en la democracia, y para las Fuerzas Armadas, desmoralizadas por el error que algunos cometieron y por el desarrollo del Consejo de Guerra posterior.
Pero, en todo caso, deseo sinceramente compartir mi sentimiento de dolor con el que sufrieron unos compañeros y amigos míos muy queridos, de un patriotismo acreditado por los servicios prestados con anterioridad, y que pagaron la culpa de equivocarse al aplicar sus sentimientos.

No se trata de aducir ahora justificaciones o disculpas sobre hechos ya juzgados. Pero tampoco de continuar indagando para descifrarlos por completo.

En ocasiones «el que busca afanosamente la verdad, corre el riesgo de encontrarla».

Sabino Fernández Campo