El rompecabezas libio

Cuando se contempla la situación de Libia al cumplirse un mes de la intervención militar occidental, se comprueba que las buenas intenciones no bastan para ganar una guerra. Sobre todo, si no se ha sopesado las peculiaridades del conflicto, las consecuencias de la intervención y la estrategia a seguir. Estamos siendo testigos de lo que advirtió uno de los mejores estudiosos de los llamados «conflictos humanitarios», el profesor Gary J. Bass, de la Universidad de Princeton: «Este tipo de conflictos tienden a convertirse en guerras civiles, exigiendo una intervención externa cada vez mayor».

Que Gadafi es uno de los dictadores más sanguinarios, astutos y sin escrúpulos de nuestro tiempo lo sabíamos por habernos dado amplias muestras de ello. Pero una Europa reconcomida por la mala conciencia de su colaboración con él y unos Estados Unidos que no pueden apearse de su papel de paladín de la democracia se han embarcado en una aventura sin tener en cuenta, primero, que mientras en Túnez y Egipto había un ejército que podía servir de armazón a una incipiente sociedad civil mientras se echaba al sátrapa, en Libia sólo hay tribus y Gadafi, que controla buena parte de ellas. Segundo, que las guerras no se ganan desde el aire, por más dominio que se tenga de él. La victoria sólo llega por tierra, haciendo retroceder al enemigo hasta aniquilarle o rendirle. Cualquier otra cosa conduce a lo que estamos viendo en aquel frente de batalla: avances y retiradas por días o incluso horas de las fuerzas de Gadafi y de los rebeldes, según la intensidad de los bombardeos aliados, pero sin que ningún bando logre imponerse. Algo que conduce al empantanamiento, como ha reconocido el propio jefe del Estado Mayor norteamericano, almirante Mike Mullen. Por último, al no haberse establecido desde el principio una estrategia clara, unos objetivos precisos y un mando conjunto, la operación está creando tantos problemas como resuelve, a los aliados y a los insurgentes, que a veces se sienten apoyados, y a veces, abandonados. Incluso el reciente levantamiento del cerco de Misrata se sospecha sea una trampa: Gadafi retira sus tropas para que sean las tribus leales las que se encarguen del asalto. Todo un problema para el mando aliado: ¿las bombardea o no?

En su reciente intervención en el Congreso, la ministra Chacón ofreció el mejor ejemplo de la jerigonza estratégica en que se halla metida la alianza. «Nuestros militares no están en Libia para echar a Gadafi, sino para defender a los civiles libios de Gadafi», dijo. Para añadir: «Pero junto a ese objetivo militar hay otro político, que no podrá alcanzarse hasta que Gadafi deje el poder». Eso sí que es atar moscas por el rabo. Pero no vayan a creer que está sola en tales malabarismo verbales. Es lo que vienen diciendo y haciendo los líderes de la coalición desde que decidieron intervenir bajo un mandato de la ONU que les autorizaba a establecer una zona libre de vuelos para defender al pueblo libio de los ataques de su gobierno, pero no para derribar a éste. Un poco complicadillo, ¿verdad? Posiblemente creyeron que Gadafi saldría corriendo ante el empuje de sus masas, como habían hecho Mubarak y Ben Ali, más, comenzando a caer bombas occidentales. Se equivocaron en dos cosas: ni el empuje del pueblo libio fue tan grande, al hallarse dividido respecto a su dictador, ni los bombardeos son cosa nueva para Gadafi. Ya Reagan intentó matarle, tras los atentados terroristas de Lockerbie y Berlín, y estuvo a punto de conseguirlo, pero logró escapar con la táctica favorita de los dictadores, practicada también por Castro: dormir cada día en un lugar distinto, que no conoce nadie más que él.

En tales condiciones, ¿qué hacemos? «Las guerras, incluso las justas, sólo son populares durante los primeros 30 días», es el refrán que corre por Washington estos días. Con el corolario, «y otra guerra en el mundo musulmán lo necesitamos aún menos que un balazo en la cabeza, con unas opiniones públicas impacientes y una crisis económica que no cesa. La salida más a mano es escalar la intervención. Ingleses y franceses se disponen a despachar «instructores» terrestres, que pongan orden en las fuerzas rebeldes, que combaten con tanta bravura como anarquía. Pero sólo citar esa palabra produce escalofríos. Con el despacho de «instructores» comenzó la pesadilla de Vietnam. Por lo que Washington prefiere no correr riesgos, reforzando su intervención con aviones no tripulados, sin temor a que los misiles de hombro enemigos puedan derribar algún aparato y dejar prisionero a su piloto. Pero el dilema sigue siendo el mismo: las guerras no se ganan desde el aire y el despacho de tropas suele desembocar en conflictos largos, costosos, sangrientos e inciertos. Si se consigue salir de ellos con un mínimo de muertos y el honor más o menos intacto, puede darse uno por contento. Aparte de una factura de miles de millones de dólares, que nunca falta. Es por lo que hoy por hoy la alianza apuesta a la guerra de desgaste: acabar con los arsenales de Gadafi a base de bombardeos, congelar su dinero en las cuentas extranjeras y esperar a que su ejército se quede sin balas y sin paga, obligándole a huir. Pero, un pero muy grande, incluso si se consiguiera derrotar al ejército de Gadafi, no hay garantía de que no montase una guerra de guerrillas con sus leales, que convertiría Libia en otra Somalia, con el país partido por la mitad, la zona costera protegida por occidente y el interior dominado por Gadafi y sus secuaces, acosando aquí y allá a quienes no serían ya sus compatriotas sino sus enemigos a muerte. Una perspectiva nada agradable para los libios ni para occidente.

Por no hablar de los efectos colaterales, el del petróleo en primer lugar. Un país en guerra no es el más apropiado para seguir explotando y exportando su petróleo, elemento inflamable, fácil de boicotear. No es que Libia se cuente entre los primeros productores del mundo, pero es uno de los importantes para Europa. Y si ya hemos visto aumentar el precio del barril de crudo en 20 dólares, el cierre definitivo de esos pozos lo haría subir aún más. Justo lo que necesitamos en un momento en que la crisis económica sigue sin doblar la cerviz.

Nada de extraño que, de forma creciente, todo el mundo empiece a decir que «lo de Libia tiene que resolverse a través de negociaciones». Lo malo es que una vez que han empezado a hablar las armas es muy difícil hablar con palabras. Más, cuando ambos contendientes rechazan todo compromiso y el oeste ha hecho cuestión de honor que Gadafi y su familia dejen el poder. Algo que Gadafi y su familia no tienen la menor intención de hacer, una vez que han resistido la primera embestida no sólo de sus opositores, sino también occidental.

El drama humano que está ocurriendo en Libia —como comprobamos cada día por las imágenes que desde allí nos llegan— sobrepasa ya la tragedia que intentaba evitarse. Y va a ser necesario bastante más que un Napoleón de bolsillo, como Sarkozy, un Churchill recién salido del cascarón, como Cameron, y un presidente USA con todavía 100.000 soldados en Afganistán y 47.000 en Irak, que viene dando a entender «éste es un asunto más europeo que americano». Es decir, que aún no está claro quién ni cómo ni cuándo va a desalojarse del poder a ese «perro loco de África», como llamó en su día Reagan a Gadafi. Loco, puede ser; tonto, ni un pelo.

Por José María Carrascal, periodista.

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