El rugido de las calles

De Río de Janeiro a Madrid, de El Cairo a Túnez, de Turquía a Moscú, el desarrollo imparable de las comunicaciones, la posibilidad de rugir y chillar directamente a través de las redes sociales está configurando un nuevo mapa de reacción política mundial.

En México también, ya son 45 millones de personas conectadas a Internet, casi convertido en una especie de quinto poder, que empieza a marcar la agenda de la actualidad.

Arrecia el descontento, en el país real y en el virtual, contra las reformas educativa y energética impulsadas por el presidente priista, Enrique Peña Nieto, al amparo del Pacto por México, una ambiciosa y necesaria agenda para la modernización y el desarrollo del país firmada por los tres principales partidos.

En tan solo unos meses, se ha pasado del consenso y del entusiasmo, del momento de México que proclamaba la prensa internacional, a un otoño sin brillo, que ya se promete áspero y duro, fuera y dentro del Parlamento. La pregunta es: ¿se encauzarán, como pasó antes de la masacre de Tlatelolco, todas las críticas, todas las protestas y todo el malestar social a través de una Marcha del Silencio que ya se sabe que acabó en sangre?

Nadie en su sano juicio, empezando por los gobernantes, debe ignorar que así como no es posible predecir los terremotos o los tsunamis con el tiempo suficiente, la calle se ha convertido en un factor político determinante de última hora. Por eso, tampoco nadie entiende muy bien por qué dos asuntos que apuntan directamente al corazón de los mexicanos —petróleo y educación pública— han sido y van a ser discutidos simultáneamente cuando implican cambios nada cosméticos y lo que sí permiten fácilmente es la demagogia, la movilización y que el juez de la opinión pública, que ahora se mueve a toda velocidad gracias a los nuevos medios, se deje oir.

Las protestas y manifestaciones de las últimas semanas en todo el país han sido muy importantes. No por la acción de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) —surgida en los años ochenta como respuesta a la supuesta poca representatividad de los maestros del sureste de México en el poderoso Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE)— ni por los actos anticívicos, antieducativos y anticulturales que caracterizan la actuación demagógica del sindicato, sino porque sorprende que nadie le haya explicado al presidente que plantear ambas reformas a la luz del día es como colocar nitroglicerina en un barril de petróleo que provoque el estallido social del Zócalo a Reforma. A menos que Peña Nieto, como se dice, más bien haya optado por arrojar la bomba nuclear de una vez por todas y no desgastarse en una guerra larga y por episodios. Pero ya se sabe que la fisión nuclear desata una reacción en cadena de consecuencias imprevisibles, en este caso para la estabilidad social mexicana: no hay más que sumar los ingredientes, más la reforma hacendaria.

Esta no es una discusión técnica ni de números, es política y del corazón. Da la impresión de que la política informativa del Gobierno, las medidas que están bien para Davos o para la prensa económica, no lo son tanto para convencer a la gente de que, si antes Lázaro Cárdenas pidió proteger el petróleo de todos los mexicanos, ahora no hay nada más patriótico, sentimental y más político que apostarle, de verdad, al cambio. Un cambio que permita que la riqueza nacional sea para todos, esté mejor administrada, con menos corrupción y que participen las empresas privadas, ayudando a producir más y mejor por el bien de todos.

Una discusión solo tecnológica podría provocar que, aunque se logre aprobar con los votos del derechista PAN las reformas energética, educativa y hacendaria —anunciada para el 8 de septiembre—, se pierdan donde primero se tendrían que ganar: en las calles y en los corazones.

Existe un gran consenso entre los intelectuales, los grupos económicos y en ciertos grupos sociales, en que algo había que hacer. Cómo hacerlo era la diferencia. Este primer mes o estas primeras semanas están demostrando el predominio de los tecnócratas y la ausencia de los políticos.

Esto es especialmente grave porque todo se está haciendo al amparo del Pacto por México. Lo que sucede es que el acuerdo está sostenido por un partido —el PRD, a la izquierda— que no acompañará al presidente priista en la reforma energética en lo tocante a la modificación de la Constitución. El PAN, que durante 12 años gobernó México, lejos de estar respondiendo por su actuación al frente del Gobierno se encuentra hipotecando y siendo la pieza clave para ayudar a Peña Nieto a sacar adelante sus iniciativas, al menos nominalmente en las Cámaras, aunque sin ningún respaldo entre la población.

Y finalmente, y aunque parezca mentira, el pacto tiene una víctima propiciatoria única. Lejos de reforzar el poder del partido gobernante, debido a los indignados, el principal pagador en este momento de los costes políticos del pacto está siendo la legitimidad histórica del partido del presidente.

El rugido popular no lo podrá evitar el PRI, pero si es paradójico que se esté más en una selección de número de votos y de ganar que en convencer.

Las reformas puede que se aprueben. Otra cosa es quién las podrá aplicar si son contra el pueblo y el ruido tapona cualquier canción, nota o melodía de lo que es la necesidad emocional.

Es la hora de los políticos, después de que los tecnócratas hicieran su trabajo. ¿Dónde están? ¿Quién acompañará a Peña Nieto?

Antonio Navalón es periodista.

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