El ruido y la palabra

La cultura burguesa es víctima ahora de una de sus principales virtudes: la discreción. Su voz no se imposta con la ferocidad altiva de quienes pretenden hablar, pero no escuchar. Su tono no tiene la obesidad de los mensajes totalitarios, dispuestos a ofrecer una sola y grandiosa solución para todos los problemas que angustian a los ciudadanos. Su voluntad no esgrime la flatulencia de una fe ciega, que busca confundirse con la gallardía argumental de las convicciones. Por ello, en los tiempos en que la verdad se mide en decibelios y los proyectos solo se puntúan por la envergadura del aspaviento, la prudencia y la moderación con que el racionalismo de la burguesía ha expresado sus ideas a lo largo de dos siglos parecen débiles y decadentes residuos de una época felizmente superada.

A ningún defensor de una idea de la democracia que supere el escueto marco de los procedimientos electorales, para referirse a un haz de derechos ejercidos cotidianamente y a un modo de organizar el debate en la sociedad, se le podrá escapar la gravedad de lo que está ocurriendo ahora mismo. Ejemplarizados en las tertulias televisivas que llegan a marcar el tono moral de la discusión pública, los conflictos políticos han dejado de expresarse en la confrontación de ideas, para ceder su sitio a una pasarela de estilos, a un torneo de actitudes e imágenes. El espectáculo que sustituye a la moral no se inviste de neutralidad: todo lo contrario. Nunca como hasta ahora la forma ha aspirado a ser significado.

Observemos de qué manera los presuntos intérpretes de nuestros problemas, los que dicen apartar la hojarasca corrupta que nos impide entender la realidad, empiezan por rehuir los nombres con que, durante siglos, la política ha permitido identificar a quienes hablan. Una de las fuerzas que emergen con más fortuna en nuestros tiempos, precisamente por su congruencia con la banalidad en que nos hallamos, ha renunciado al uso de un calificativo que permita insertarla, como siempre se ha hecho, en las tradiciones políticas del mundo contemporáneo. Ni izquierda ni derecha; ni liberalismo ni socialdemocracia; ni humanismo cristiano ni comunismo marxista; ni federalismo ni autonomismo; ni parlamentarismo ni democracia directa. Frente a estas denominaciones utilizadas para ubicar y valorar, por sus errores, aciertos e insuficiencias, cualquier movimiento político, se prefiere el uso de una nueva terminología, que indica en su mismo enunciado un aire de ruptura: Podemos. La primera persona del plural del presente de indicativo del verbo poder se convierte, así, en ventajista suplente de las denostadas categorías ideológicas que se decretan inservibles. Una mera afirmación que, en su simpleza, se constituye al mismo tiempo como rechazo de la complejidad y defensa de la utopía. Un verbo necesariamente transitivo queda sin complemento directo, algo que sucede con alarmante frecuencia en la sintaxis política de nuestro país, como ya se ha demostrado en el memorable «derecho a decidir» del nacionalismo catalán.

Podemos lidera un cambio de léxico que ha sido apresuradamente imitado por otros, lanzados al río revuelto de España en busca de una patética ganancia de pescadores de hombres sin criterio. En Cataluña, una de las corrientes del socialismo soberanista se llama «Avancemos», y la reunión de candidaturas antisistema agrupadas para cercar los consistorios democráticos se califica de «Ganemos». Como es obvio, a nadie se le ocurriría presentarse con la cobarde consigna de «Retrocedamos» o con la compungida oferta de «Perdamos». Ni siquiera han querido conformarse con aquella simpática publicidad deportiva, en que se afirmaba que «lo importante es participar», algo que, sacado de su contexto lúdico, encierra una certera definición del espíritu con que hemos de afrontar nuestro deber de ciudadanos en el debate nacional.

Ese lenguaje contiene una significación mucho menos encomiable de lo que pretenden sus usuarios. La carencia de definiciones es, para ellos, menos importante que la contundencia de una exclamación. Podemos… podemos hacer cualquier cosa, en un desierto cultural en el que la prudencia y el acuerdo se desdeñan. Ganemos, como si lo importante fuera, de nuevo, vencer y no convencer; como si la política hubiera adquirido el tono trágico de una batalla o se hubiera rebajado a la atmósfera jovial de una competición deportiva. Avancemos, como si los caminos errados no pudieran desandarse y ya no hubiera obligación de detenerse ante las encrucijadas de nuestra nación en crisis.

A nosotros, los que hemos vivido la lenta madurez de nuestra libertad. A quienes hemos visto descender la historia de nuestra cultura hasta el límite de su resistencia como civilización humanista y liberal, hace solo unas pocas generaciones. A quienes nos hemos enfrentado a la necesidad de ensamblar de nuevo las piezas de una sociedad descompuesta por la barbarie y el totalitarismo, amedrentada por la violencia, envejecida por la falta de esperanza, sumida en humillaciones y desprecios incontables de la dignidad del ser humano. A quienes sabemos en qué desembocaron propuestas anteriores que también empezaron por burlarse del lenguaje vetusto, por marginar la prudencia aprendida y por mancillar el culto a las ideas. A quienes fuimos educados en tiempos en que se aspiraba a conquistar una democracia que es mucho más que el gobierno de la mayoría, nos duele que se pierda aquello que sirvió para defendernos con eficacia y dignidad: la devolución a las palabras de su significado. Porque ese fue el campo en que luchamos con mayor vigor en aquella hora, en la que hubo un heroísmo que no quiso dotarse de arrogancia, y un coraje cívico que no pretendió ataviarse de romántica autenticidad.

Del espanto de determinadas idolatrías ya estábamos curados. Por eso supimos que nuestra tarea habría de ser la exigencia y el rigor en lo que está al comienzo de todo: la palabra. Por eso aprendimos que nuestra labor habría de ser, en adelante, no permitir que volviera a enturbiarse el lenguaje con la niebla de las consignas facilonas y el vapor de los gritos de ordenanza. No fue aquel un tiempo fácil, porque teníamos que luchar por lo evidente, pertrechados con la prosa del argumento democrático frente a la declamación épica de la mitología populista. En esa restauración de la dignidad del lenguaje, entre otras cosas, consistió el espíritu de la Transición, posiblemente el aspecto menos recordado de nuestra batalla por la libertad.

Otros han regresado con sus palabras vacías, orgullosamente inexactas, voluntariamente insignificantes. Otros desean romper la democracia empezando por el desprecio del lenguaje, por su reducción a retórica vana y vanidosa, por su cautiverio en palabras sin sentido, en sonidos sin alma, en ruidos sin conciencia. Quieren emprender su cruzada contra aquel esfuerzo desplegado para ganar la libertad, y que comenzó, precisamente, por la lucha que nosotros templamos con la bravura sin ostentación de muchos, con el coraje sin chulería de tantos. Porque nosotros combatimos duramente, como lo expresó Salvador Espriu, «para salvaros las palabras, para devolveros el nombre a cada cosa, para abrir el recto camino de acceso al dominio pleno de la tierra».

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Vocento.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *