El rumbo que necesita México

México no pasa por el momento de mayor violencia en tiempos recientes, pero sí por acontecimientos que han despertado una indignación y consciencia insólitas tanto dentro como fuera del país. Las decenas de miles de muertes y desapariciones del Gobierno anterior de Felipe Calderón fueron peores que las cifras de ahora; masacres como la de 72 hondureños en San Fernando, Tamaulipas, en el norte del país, rebasan el horror de los 22 ejecutados por soldados hace tres meses a cien kilómetros de Ciudad de México; la complicidad de las policías municipales y estatales con el hampa en la ciudad de Iguala, también cercana a la capital del país, no sorprende frente a casos anteriores como los de Ciudad Juárez, Torreón o Tijuana. Pero nada ha suscitado una reacción tan vehemente y duradera como las ejecuciones de Tlatlaya y los desaparecidos de Ayotzinapa en todos los ámbitos de la sociedad mexicana. Si a ello sumamos los nuevos episodios de cinco ejecuciones extrajudiciales por militares en Luvianos y tres jóvenes norteamericanos asesinados en Matamoros, a escasa distancia de la frontera con EE UU, se comprende por qué no es exagerado decir que el Gobierno de Enrique Peña Nieto pasa por su peor secuencia de desgracias. Se encuentra pasmado y desprovisto de buenas salidas en el corto plazo.

Para entender como perdió la brújula un régimen que parecía dominar la agenda política del país, que logró la aprobación legislativa —no siempre concretada aún— de importantes reformas estructurales, y que se había caracterizado por una homogeneidad eficiente, es necesario volver a la elección presidencial de 2012. Peña Nieto fue elegido con el 38,21% de los votos, sin mayoría en ninguna de las dos Cámaras, y con un jefe de Gobierno del Distrito Federal, el segundo cargo electoral del país, en manos de la oposición. No eran las condiciones que esperaba, ni las necesarias para consumar un ambicioso programa de reformas. De ahí la necesidad de negociar el llamado Pacto por México: gracias a sus 95 puntos, “movería a México”, “transformaría al país” y “se crecería al 5%”. El Pacto ha sido un ejercicio importante para México, pero como toda acción política, tiene un precio. La idea de que incluso avances parciales carecen de costes pertenece a la imaginación de ignorantes o tontos.

Uno de los costes escondidos del Pacto por México y de las reformas aprobadas fue el borrón y cuenta nueva otorgado al sexenio anterior. Sin el apoyo de los senadores afines al expresidente Felipe Calderón, no habría pasado la reforma energética, por ejemplo. Por tanto, los 70.000 muertos de Calderón, y sus 25.000 desaparecidos, no serán investigados, ni castigados sus responsables. No eran todos delincuentes: no alcanzan los narcos y sicarios para matar a tantos narcos y sicarios. El índice de letalidad es la diferencia entre los muertos de un lado del enfrentamiento y los del otro. Cuando todos los muertos pertenecen al bando de los malos, y en el bando de los buenos no hay muertos y pocos heridos, algo está mal: se suele tratar de “ejecuciones extrajudiciales”. Las cuentas no salen sin incluir esa figura en la atribución de responsabilidades. El Gobierno de Peña Nieto decidió no investigar a los responsables de esas ejecuciones; ni siquiera se propuso saber cuántos desaparecidos son, reduciendo el presupuesto de la unidad de investigación de la Procuraduría. Esa postura, además de ser moralmente cuestionable, tiene consecuencias; Peña Nieto compró un conflicto que no era suyo.

Hace tres meses, en un pequeño municipio del sur del Estado de México murieron 22 personas en un enfrentamiento a balazos con el Ejército. Los 22 formaban parte de un grupo de supuestos delincuentes; del lado militar eran sólo siete efectivos, de los cuales uno recibió una herida en una pierna. Durante tres meses, las autoridades civiles y militares encubrieron la masacre; finalmente el propio Gobierno federal reconoció que la tropa era responsable y ha comenzado a juzgar a varios soldados.

Pero uno se pregunta: la impunidad de decenas, si no centenares de casos semejantes durante la Administración anterior, ¿acaso no fue un incentivo para seguir por ese camino? La ejecución de cinco civiles a manos de militares a finales de octubre, a pocos kilómetros de Tlatlaya, en condiciones análogas, ¿acaso no se debe en parte al mismo ejemplo de impunidad? Una explicación adicional ha sido el dilema de la estrategia de seguridad. Después de la hecatombe de Calderón, era indispensable cambiar de registro y hacer como si el problema de la violencia se encontrara en vías de resolución a través de una nueva estrategia —la cooperación entre niveles de Gobierno—, de un cambio discursivo —de la guerra a la promoción de la economía— y de instrumentos; más inteligencia y una nueva y por desgracia minúscula Gendarmería. Además del equivalente político del principio de incertidumbre de Heisenberg: si la gente creía que disminuía la violencia, a lo mejor efectivamente disminuiría.

Peña Nieto, al igual que sus tres predecesores, se negó a optar entre dos vías incómodas e incompatibles. O bien México transforma por completo su estructura fiscal, de suerte que los municipios y Estados, que hoy no recaudan prácticamente nada, obtienen recursos fiscales propios para pagar policías servibles a la ciudadanía, no para el crimen organizado; o bien se abandona la absurda tesis de un esquema policial federalista, copiado a Estados Unidos, y se le sustituye por una policía nacional única, como en Chile, Brasil o Canadá, entre otros. Seguir ambos caminos equivale a no seguir ninguno, y por ende a involucrar al Ejército. Lo cual lleva, directa o indirectamente, a los sangrientos resultados conocidos.

El asesinato de seis personas y la desaparición de 43 alumnos de una escuela normal del Estado de Guerrero hace un mes constituye un parteaguas en la guerra mexicana contra el narco, y del régimen de Peña Nieto, al cumplirse sus primeros dos años. El Gobierno federal no provocó ni permitió la catástrofe, pero tampoco supo, o informó, del verdadero estado de cosas en esa entidad, o en otras. La guerra fracasó hace tiempo; el esquema de gobierno del presidente no, pero podría naufragar si no toma precauciones. Algunos factores —el letargo de la economía mexicana, cuyo crecimiento promedio en estos dos años difícilmente superará el 1,5%; el desplome de los precios del petróleo, que financia el tercio del presupuesto; la debilidad del Gobierno de Washington, siempre decisivo para muchos temas mexicanos— escapan a su control. Otros no, tanto en el ámbito de seguridad como en el de educación, de política exterior, de cambios institucionales, de informarle al país en qué estado lo recibió, y de activación de una sociedad civil más despierta, pero aún pasiva en comparación con otras.

Da la impresión que con algunos cambios cosméticos en ciertos casos, y de indiferencia discreta en otros, Peña Nieto esperaba que la nueva marcha de la economía, detonada por las reformas, por sí sola resolvería todo. No ha sucedido. Más aún, se siente que Peña Nieto, un gran táctico, rodeado de buenos operadores y técnicos, carece de visión estratégica —cómo se acomodan las piezas del rompecabezas que sí entiende— y de una idea más sofisticada del país que había y el que desea entregar. Hasta ahora, pudo prescindir de la idea y de la estrategia. Parece que ya no.

Jorge G. Castañeda es analista político y miembro de la Academia de las Ciencias y las Artes de EE UU.

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