El sagrario de los homosexuales

Este año el Día del Orgullo Gay ha tenido un significado especial pues, en 2018, se cumplen cuatro décadas de la despenalización de la homosexualidad en España. Igual que una reliquia, guardo en mi biblioteca un Diccionario de la Lengua Castellana de 1855, que define “Maricón” como “El hombre afeminado y cobarde”.

Un siglo después, un cambio legislativo convertiría a los homosexuales en “vagos y maleantes”, abriendo para ellos celdas como las de Carabanchel. Max Aub decía que la generación anterior a la suya había sido de “putañeros fenomenales”, y que luego vendría otra de “ilustres maricas”. Uno de ellos, Gil de Biedma, tenía tatuados en el alma los tres estigmas perseguidos durante el franquismo: gay, poeta y comunista. Con electrochoques combatió “el gen mariquita” el psiquiatra Vallejo-Nágera.

Por fin, el Gobierno de Suárez despenalizaría la homosexualidad y el de Zapatero aprobaría los matrimonios entre personas del mismo sexo. Pedro J. nos contó en una de sus cartas dominicales que, como al propio Zapatero, le parecía más preciso hablar de “unión conyugal”, pero al final se impuso el deseo de Zerolo.

Si nos ceñimos a un debate estrictamente etimológico, “matrimonio” significa ‘el oficio de ser madre’, con lo cual solamente podrían formarlo un hombre y una mujer. Sin embargo, la palabra “patrimonio”, en su origen, iba unida solo al hombre y luego evolucionó para incluir a la mujer. ¿Por qué no puede evolucionar también la palabra “matrimonio”? ¿O hubiera sido mejor aceptar “unión conyugal” en aras de un consenso mayor…? (Dejo al lector la respuesta, pues, aunque parezca mentira, los periodistas no siempre tenemos certezas).

Tradicionalmente, la izquierda también ha sido homófoba: la China de Mao les fusilaba; la Unión Soviética los enviaba a gulags o a psiquiátricos; la Cuba castrista a campos de concentración… A Gil de Biedma no le dejaron ingresar en el PSUC por ser gay. Esa misma orientación sexual le costaría a Pasolini la expulsión del Partido Comunista Italiano. Antes, María Callas quiso casarse con él para “curarle”. (La película favorita de Juan Pablo II —para quien los gais debían sobrellevar la propia “carga”— era El Evangelio según San Mateo, de Pasolini). Montgomery Clift rechazó casarse con Liz Taylor; con el psicoanálisis intentó abandonar una homosexualidad que le angustiaba. Acabaría poseído por el alcoholismo.

Cuando Graham Greene y Carol Reed fueron a ver a David O. Selznick para hablar del guion de El tercer hombre, el productor les desconcertó:

—Esto no marcha, muchachos. Parece una historia de maricas…

—¿Maricas? —respondió con una pregunta Greene.

—Sí, esas cosas que se aprenden en los colegios de Inglaterra.

—No entiendo.

—Ese tipo va a Viena en busca de su amigo. Descubre que su amigo ha muerto. ¿No es así? Y entonces ¿por qué demonios no se vuelve a su país…? Historia de maricas, chico.

Hasta hace pocos años, la homosexualidad era un tema tabú en el cine y la televisión: cuenta la leyenda que los productores de La trampa de la muerte, la película que Lumet rodó en 1982, perdieron diez millones de dólares por una escena en la que Michael Caine y Christopher Reeve se dan un beso. Y al principio de su carrera como presentador, Jesús Vázquez aparecía con supuestas novias en las revistas del corazón para que la realidad no perjudicara su imagen. (Que hoy haya tantos presentadores gais en Telecinco, que en el Gobierno de Pedro Sánchez haya algún ministro… demuestra lo mucho que ha cambiado España).

A Miguel Ángel le atormentaba su homosexualidad, pues veía en ella la roja puerta del infierno. Leonardo da Vinci, que compraba pájaros para liberarlos, fue acusado de sodomía con un joven que posaba de modelo para los pintores…

En una calle de Madrid, un chulo que se cruzó con Benavente le dijo: “Yo no le cedo el paso a un maricón”; a lo que don Jacinto respondió: “Yo sí, yo sí se lo cedo a usted, con mucho gusto”. En otra calle de Madrid, García Lorca, al cruzarse con González-Ruano, le dijo: “Usted tendrá citada a una de esas Mata-Haris que meriendan bocadillos de jamón”; César contestó: “Hombre, Federico, es que usted solo conoce marineros que meriendan nardos”.

Un día de julio del 36, Lorca había quedado con Pablo Neruda para ir al circo, pero el olor a guerra le hizo huir a Granada. Treinta y siete años más tarde, otro golpe de Estado, el de Pinochet, acabaría con el Gobierno de Salvador Allende. (En su juventud, influido por el nazismo, Allende había escrito: “La misma genética perniciosa radica en los árabes, los gitanos y los homosexuales”). Neruda moriría poco después del golpe de Pinochet; a Lorca lo habían asesinado poco después del golpe de Franco.

En Lorca y el mundo gay, Ian Gibson cuenta que a Federico, antes de ser detenido, le golpearon, tirándolo por la escalera de la Huerta de San Vicente mientras le gritaban “¡Maricón!”. Las horas que pasó detenido en el Gobierno Civil también fue insultado y torturado, especialmente en el culo. Y poco después del asesinato cerca de la Fuente Grande de Alfacar, el terrateniente Juan Luis Trescastro entró en el bar Pasaje de Granada y, a voz en grito, se pavoneó: “¡Acabamos de matar a Federico García Lorca! ¡Yo le metí dos tiros en el culo por maricón!”. La Granada conservadora le apodaba “El maricón de la pajarita”.

Los apodos homófobos venían de la adolescencia: en el instituto, algunos compañeros le llamaban “Federica”. Y ya en la Segunda República, la revista satírica Gracia y Justicia tituló un comentario: “García Loca o cualquiera se equivoca”. Él recorría los pueblos de España con La Barraca, representando a los clásicos (“nuestros camiones con los anagramas de la República nos expusieron a una pedrea en Estella, que es un pueblo carlista” —hoy el pueblo tiene un alcalde proetarra—).

El joven Buñuel, bruto baturro que daba palizas a homosexuales en los urinarios, le preguntó a Lorca una vez: “¿Es verdad que eres maricón…?”. Ateo, el poeta le pedía a Dios que guardase su aburrido cielo. Solo hallaba consuelo en los dioses griegos, que sí creían en la homosexualidad: “Soy un Apolo viejo” (Apolo fue el primer dios griego que hizo el amor con un hombre).

Cuando a principios de 1986 Ian Gibson publicó en El País una entrevista con Dalí, donde este hablaba de la pasión erótica que despertaba en Federico, la hermana pequeña del poeta llamó a Gibson para amenazarle con los tribunales. En aquella entrevista Dalí también habló de la única mujer con la que Lorca tuvo relaciones sexuales: Margarita Manso. Después de la pasión, le susurró a aquella joven de pechos pequeños: “En la yema de tus dedos rumor de rosa encerrada”.

En la biblioteca de García Lorca había un ejemplar de la primera edición en español de De Profundis, el libro que Oscar Wilde escribió en la cárcel mientras cumplía una condena de dos años por el delito de sodomía. “Allí donde hay dolor es lugar sagrado”, escribe Wilde en esas páginas, en esos días en los que no podía ver ni a sus hijos. En otras páginas, El retrato de Dorian Gray, había escrito que todos los grandes pecados del mundo tienen lugar en el cerebro.

Si el Lorca dramaturgo fue pionero al tratar el amor homosexual en El público, Truman Capote lo fue con su primera novela, Otras voces, otros ámbitos. En el Nueva York de los 70, había más de cien bares de ambiente gay que seducían a Capote. Cada uno de ellos estaba especializado en una determinada fantasía. Así, por ejemplo, había uno donde todos vestían con el uniforme de los Yankees. A pesar de las fiestas, a pesar de los éxitos, Truman era un hombre solitario de triste mirada.

Lorca vivió en Nueva York unos meses entre 1929 y 1930, los meses del Crac del 29 (llegó a ver a seis suicidas en un solo día). Según Antonio Muñoz Molina, allí “adquirió un pleno descaro de su propia condición sexual”. Muñoz Molina cuenta en Sefarad la visita al cementerio neoyorquino donde está enterrado el padre de Federico. Reflexionando sobre el libro, comentaba: “Este pobre señor de la vega de Granada, de Fuente Vaqueros, ¿qué tuvo que pasar para que muriera allí…? La vida entera de Lorca y también una parte de la desgracia española de la guerra y el exilio te lo encuentras allí”.

Yo me encontré con aquel señor de la vega granadina leyendo una entrevista que el periodista de La Voz, Ángel Lázaro, realizó a Federico el 18 de febrero de 1935:

“Tomando el ascensor para subir a la casa del poeta García Lorca nos encontramos con un señor de unos sesenta años, risueño, envuelto sencillamente en su capa de buen padre español, un poco ‘chapado a la antigua’”.

—¿Va usted a casa? —me pregunta amablemente.

—Voy a casa del poeta García Lorca.

—Es mi hijo. Suba usted. Ahora estará levantándose de dormir, ya usted ve: a la hora de comer. Pero es que trabaja hasta muy tarde.

Ese piso familiar estaba, está, en la madrileña calle de Alcalá. Año y medio después de aquella entrevista, una bala equivocada violaba el dintel de una de las puertas: “Poco ha faltado para que me encontraras muerto”, le dijo Federico a un amigo.

Para la familia de Lorca, según Gibson, la homosexualidad supuso un problema muy difícil de afrontar. Si hubiese nacido unos años más tarde, en vez de vivirla de una manera atormentada le hubieran permitido casarse, y no yacería humillado en una fosa común.

A quienes siguen pensando que los homosexuales viven contra natura, les diría que se han observado comportamientos propios de dicha orientación en 1.500 especies de animales. Algunas de las personas con más sensibilidad que he conocido son gais; tal vez corra por sus venas “la loca sangre de los duendes”, frase de un ensayo de Chesterton que fascinaba a Federico.

José Blasco del Álamo es periodista y escritor.

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