El salto adelante de Europa

Signo de nuestros tiempos religiosos: el Papa ha dirigido en Estrasburgo un mensaje a Europa para que esta se libere de la sensación que transmite al resto del mundo, esa “impresión general de cansancio y envejecimiento”. El papa Francisco lamentaba que la Unión Europea parezca haber abandonado los “grandes ideales” que la inspiraron. Ningún líder europeo actual está en condiciones de lanzar un mensaje así con tanto impacto.

Es la paradoja de la situación actual: los Gobiernos, a imagen y semejanza de sus opiniones públicas, han llevado a cabo, pese a la crisis, un repliegue nacional que nos aleja cada día más de esos ideales; Europa mientras tanto sigue avanzando a trancas y barrancas.

La mejor ilustración de esta paradoja es la pareja franco-alemana, ayer motor de la construcción europea, pero que hoy da la sensación de subsistir solamente ante la presión de Europa. Ayer, todo partía de un impulso franco-alemán perfectamente complementado, cuando no inspirado, por Bruselas: era la fecunda época del trío Mitterrand-Kohl-Delors. Francia asumía entonces un liderazgo político, mientras que Alemania ponía su poderío económico al servicio de una integración cada vez mayor. El dúo Chirac-Schröder, respaldado por Tony Blair, refrenó luego este movimiento al tiempo que nacía el euro: en aquella época se hizo todo lo posible por debilitar a la Comisión Europea, devolver el control a los Gobiernos y renacionalizar las políticas económicas y financieras.

Sin embargo, la crisis financiera internacional, lo mismo que la mutación en la que el mundo está inmerso, y que está redefiniendo los equilibrios entre los grandes conjuntos regionales, demuestra hoy la necesidad de una Europa fuerte y mejor, es decir, más integrada. Esa política franco-alemana guiada por una visión estrictamente nacional y perpetuada por la pareja Sarkozy-Merkel era una política a contracorriente, un contrasentido.

Hoy, están por un lado una pareja franco-alemana en punto muerto y una construcción colectiva sin vigor, y, por otro, unas instituciones europeas que desempeñan su papel y que, consecuentemente, vuelan en auxilio de los Gobiernos enfangados en la crisis y amenazados de estancamiento.

En el fondo, la gestión del statu quo europeo y de la debilidad francesa convienen perfectamente a Angela Merkel. Ella no parece creer en el destino de Europa. No alimenta ninguna ambición europeísta y vela principalmente por no indisponerse con la opinión pública alemana que, como su Gobierno, se presenta como modelo de equilibrio y buena gestión.

Francia, por su parte, está afectada por la debilidad de su economía y no se dota de los medios políticos, tampoco en este caso, para un avance europeo, pues este implicaría unas renuncias de soberanía difíciles de consentir cuando se está en posición de debilidad y ante una opinión pública cada vez más distante del ideal europeo.

En tal contexto, regocijémonos de que Europa funcione. Todo lo que es federal funciona: nadie lo ha señalado realmente, pero los campesinos van a recibir de la Comisión alrededor de 900 millones de euros, buena parte de los cuales beneficiarán a los campesinos franceses. Más allá de este ejemplo, recordemos que la crisis financiera internacional solo ha podido superarse gracias a que las instituciones europeas, tan denigradas, han sabido poner en marcha nuevos instrumentos comunitarios. El mérito le corresponde a Mario Draghi, que no solo es presidente del Banco Europeo, sino que adopta poco a poco en la Europa de hoy el papel que desempeñara Jacques Delors en la de ayer.

Su doctrina es clara y, de hecho, es una hoja de ruta para nuestros dirigentes: la eurozona, explicó recientemente, necesita dar un salto hacia adelante y adoptar “reglas comunes e instituciones comunes”. Lo que significa, en efecto, un proceso de integración y armonización, especialmente de las políticas económicas y fiscales. Desde su perspectiva, ¿cómo no seguirla? Cada uno debe asumir su parte en la reactivación de la Unión Europea: unos, la reducción de la deuda; otros, el aumento del crecimiento. Es un mensaje dirigido tanto a aquellos que, como Francia, tardan en aplicar medidas estructurales, como a Alemania, que persiste en ignorar a quienes le piden (Francia, Italia, la OCDE, el FMI e incluso Estados Unidos) que reactive la inversión y la demanda interior para ayudar a Europa a levantar la cabeza.

Pues, como recuerda Mario Draghi, “debería estar claro que la política monetaria no puede hacer el trabajo por sí sola”.

La otra figura que podría ser salvadora si triunfa es el presidente de la Comisión, Jean-Claude Junker. Incluso momentáneamente debilitado por las polémicas sobre la política fiscal de Luxemburgo, este último conoce al dedillo las cualidades y los defectos tanto de Bruselas como de nuestros Gobiernos. Su plan de reactivación de más de 300.000 millones de euros es particularmente bienvenido. Corresponde además a unas necesidades de infraestructura objetivas y puede ser un elemento que reactive una dinámica sobre todo el territorio de la Unión Europea. Es por tanto desolador constatar (en Francia sobre todo) que ha sido acogido con un mohín de desdén, cuando lo que haría falta, al contrario, es que las opiniones públicas presionaran a los Gobiernos para que siguieran el juego y apoyasen a la nueva Comisión en su ambición de devolver a Europa el gusto por el crecimiento y los medios necesarios para hacerlo realidad.

Jean-Marie Colombani, periodista y escritor, fue director de Le Monde. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

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