El Salvador necesita más democracia, no golpes ni dictaduras

Nayib Bukele, el presidente de El Salvador, se dirigió a la nación afuera de la Asamblea Legislativa el 9 de febrero de 2020. Credit José Cabezas/Reuters
Nayib Bukele, el presidente de El Salvador, se dirigió a la nación afuera de la Asamblea Legislativa el 9 de febrero de 2020. Credit José Cabezas/Reuters

La imagen ilustra una transgresión tal que marcará a varias generaciones y perseguirá para siempre al presidente salvadoreño, Nayib Bukele: soldados uniformados de campaña, con chalecos antibalas, cascos y armas de guerra, ingresando en formación militar al salón de sesiones de la Asamblea Legislativa de El Salvador. Esa tarde vimos todos a Bukele usurpar, en vivo, la silla reservada para quien preside el poder legislativo; lo vimos amenazar con disolver el congreso.

Es el momento más ominoso de una jornada marcada ya en la historia nacional: 9 de febrero de 2020.

El bochornoso espectáculo tropical pretendía, al menos en el guion del gobierno, presionar a los diputados para que aprueben un préstamo destinado a financiar los planes gubernamentales de seguridad pública. Bukele no cuenta con diputados en el órgano legislativo porque su partido es de creación posterior a la última elección parlamentaria. Para el domingo llevaba varios días interpretando la constitución a su antojo, buscando justificar la disolución del congreso. Casi lo logra.

Si el joven presidente salvadoreño irrumpió hace un año en la palestra internacional como el popular político que venció al bipartidismo salvadoreño, ahora queda claro que no es el hombre de ideas innovadoras que sustituiría a los políticos anacrónicos de la Guerra Fría que nos vendió durante la campaña presidencial del año pasado. No. Nayib Bukele es el ratón que parieron esos montes llamados Alianza Republicana Nacionalista (Arena) y Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), los dos grandes partidos que han controlado el sistema político salvadoreño desde el fin de nuestra guerra civil.

No calculó el presidente mediático que la imagen de soldados en la Asamblea aplastaría a otra cuidadosamente trabajada: la del presidente cool que se toma selfis en la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, que asiste a reuniones de Estado con gorra y que dispara emojis por las redes sociales. Todo el aire fresco que le inyectó a una rancia vida política latinoamericana se esfumó. Porque no tiene nada de cool amagar un autogolpe ni militarizar la Asamblea ni llamar a la población a insurreccionarse para conseguir la aprobación de un préstamo.

Esa fue su justificación para el autogolpe: la Asamblea no le autoriza a negociar un préstamo de 109 millones de dólares para financiar la tercera fase de su plan de seguridad pública. Un plan que nadie fuera del gobierno conoce porque la mayoría de sus componentes son confidenciales. Pero el argumento funciona como catalizador populista, porque la seguridad es la principal preocupación de los salvadoreños.

El domingo al final de la tarde llamé a mi padre, que fue diputado opositor en los años en que El Salvador vivía bajo dictaduras militares. Le pregunté si la militarización de la Asamblea le recordó aquellos tiempos. Me dijo que no. Que en los días tensos el ejército rodeaba la Asamblea y los esperaba afuera. Ni siquiera la dictadura se atrevió a meter soldados armados a la Asamblea. Bukele ha hecho historia.

Este presidente, quien apenas lleva ocho meses en el cargo, ha violentado dos de nuestros fundamentos democráticos. En 1992, cuando el gobierno y la guerrilla pusieron fin a la guerra civil mediante un acuerdo de paz, acordaron depurar y reformar el ejército para garantizar que no tuviera ninguna participación en nuestra vida política. Eso, y el compromiso de dirimir las diferencias políticas en las instituciones del Estado, permitieron que dos fuerzas surgidas y enfrentadas en la guerra, Arena y el FMLN, convivieran en la paz como partidos políticos.

Eso nos había librado, hasta ahora, de las anomalías registradas en nuestros países vecinos. Pero el domingo pasado Bukele instrumentalizó a las fuerzas armadas para una intentona golpista. Dos anatemas en El Salvador de la posguerra.

Ahora sabemos que el presidente ordenó retirar los agentes de seguridad asignados a los diputados y, en cambio, envió patrullas policiales y soldados a acosarlos. Como un matón. Ordenó al ejército multiplicar su presencia en la ciudad y helicópteros militares sobrevolaron la capital, San Salvador. Esto fue antes de su histriónico ingreso al palacio legislativo.

La toma de la Asamblea tendrá efectos durante mucho tiempo. Apenas estamos digiriendo qué pasó pero hay al menos dos cuestiones que ahora tenemos por ciertas.

La primera es que, al contrario de lo que pensábamos, no somos inmunes a las aventuras caudillistas y autoritarias del resto de Latinoamérica. No imaginábamos que el virus autoritario que afectó a varios países de la región pudiera contaminarnos, porque desde el fin de la guerra vivimos cómodamente en un sistema político bipartidista en el que los polos —Arena a la derecha, el FMLN a la izquierda— se vigilaban mutuamente. Mientras gobiernos populistas han intentado reformar constituciones para perpetuarse en el poder, desde Honduras hasta Argentina, aquí los exguerrilleros del FMLN ganaron dos elecciones presidenciales y respetaron todos los resultados adversos. El mérito no solo es de ellos, sino del país que construimos después de la guerra. Los salvadoreños, creíamos, al menos en eso éramos distintos.

No previmos que, con la degradación de los dos grandes partidos, se abría la posibilidad de las tentaciones populistas. Por eso nos alarmó darnos cuenta de que el 9 de febrero nuestra incipiente democracia casi se nos fue de las manos.

Antes del fin de semana, Bukele contaba con los índices de aprobación más altos del continente americano. No sabemos cuánta popularidad perdió, pero es probable que sus números no hayan descendido de manera dramática. Sus votantes están defraudados por los partidos corruptos que los mantienen viviendo en la marginalidad, en uno de los países más violentos del mundo. Mientras Bukele se venda como el enemigo de aquellos, probablemente retenga el respaldo de las mayorías. Es esta tremenda popularidad la que le hizo creer que podía llegar hasta donde quería, pero encontró obstáculos que no tenía previstos.

Esta es la segunda cuestión que hoy sabemos: en El Salvador aún no hay una fractura significativa de la sociedad organizada por la que se cuelen simpatías por estas intentonas. Gremiales empresariales, defensores de derechos humanos, universidades, movimientos feministas, partidos políticos, organizaciones de víctimas de la guerra, prensa y gobiernos extranjeros, todos de manera unánime condenaron la intentona golpista. Y la frenaron.

También lo hizo la Asamblea y, aunque tarde, la Corte Suprema de Justicia, que ya resolvió en contra del ultimátum y del uso de las fuerzas armadas.

La conclusión es inequívoca: la sociedad civil organizada cree que la defensa de la democracia pasa por el fortalecimiento de nuestras débiles instituciones, no por dinamitarlas y refundar un país a partir de los caprichos de un mandatario. Ese convencimiento tiene sus raíces en el trauma de nuestro pasado más doloroso, ese que nos trajo a la memoria el domingo pasado. El de la dictadura.

Carlos Dada, fundador de El Faro, es periodista.

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