El Salvador sacudido por un terremoto llamado Trump

Verónica Lagunas es una de las casi 200.000 salvadoreñas que tenía TPS. En diciembre de 2017 posó en su casa en Los Ángeles con sus dos hijos, Angie (de 8 años) y Alexandre (de 13 años). Credit Emily Berl para The New York Times
Verónica Lagunas es una de las casi 200.000 salvadoreñas que tenía TPS. En diciembre de 2017 posó en su casa en Los Ángeles con sus dos hijos, Angie (de 8 años) y Alexandre (de 13 años). Credit Emily Berl para The New York Times

El gobierno de Trump lo anunció como un mero trámite burocrático, pero en El Salvador tuvo el impacto de una alerta sísmica: el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos ha decidido poner fin al TPS para salvadoreños. Cerca de 200.000 personas tendrán que interrumpir casi dos décadas de vivir y trabajar legalmente, de echar raíces, de procrear, de formar comunidades y pagar impuestos en Estados Unidos. De adaptarse y adoptar a ese país como suyo. Ahora deberán volver a la tierra que difícilmente reconocerían, un país minado por condiciones tan terribles o peores que cuando lo dejaron.

Para cada uno de esos 200.000 salvadoreños, ha comenzado una tragedia personal. En un viaje reciente a Washington, D. C., hablé con algunos inmigrantes bajo protección del TPS y albergaban una esperanza, aunque mínima, de que el anuncio fuera otro. Esperaban, como ha sido siempre desde el inicio del programa, que el Ejecutivo estadounidense renovara su permiso. “No tiene sentido ni siquiera para Estados Unidos”, me dijo uno de los beneficiarios que trabaja en una empresa de banquetes. “Si nos lo quitan, la mayoría intentaremos quedarnos, aunque sea indocumentados”.

Los que decidan quedarse ilegalmente en Estados Unidos verán reducidos sus ingresos, pagarán menos impuestos allá y tendrán que trabajar en la informalidad o suplantando la identidad de algún ciudadano. Por una decisión ejecutiva, pasarán de residentes legales a indocumentados. No es un buen negocio para Estados Unidos; pero sí para la agenda xenófoba del presidente Trump, que probablemente pronto seguirá con deportaciones masivas.

Ya conocemos las consecuencias de las deportaciones masivas. En los años ochenta, miles de familias salvadoreñas huyeron de una guerra financiada en parte por Estados Unidos, que nos dejó casi cien mil muertos. Esas familias, instaladas en su mayoría en zonas marginales de California y en el área de Washington, vio a sus hijos pequeños crecer en barrios dominados por pandillas estadounidenses. Cuando nuestra guerra terminó, los gobiernos estadounidenses iniciaron las deportaciones masivas. Les enviamos niños huyendo de la guerra y nos devolvieron pandilleros a un país que necesitaba construir la paz. Esos pandilleros encontraron terreno fértil para recrear sus organizaciones criminales: un tejido social roto, una población que había normalizado la violencia; miles de armas y un Estado muy débil concentrado en mantener el acuerdo de paz. Las pandillas que llegaron con los deportados crecieron a una velocidad imparable. Hoy mantienen a El Salvador con los mayores índices de homicidios del mundo. Cientos de miles de nuevos desplazados de esta nueva violencia emigran, huyen, buscando refugio. Esos salvadoreños requieren un nuevo programa de protección, no la terminación del TPS.

El TPS es un programa de protección temporal para nacionales de países que atraviesan una situación de guerra o desastres ambientales. A quienes cumplan con los requisitos y se inscriban, el programa les permite vivir y trabajar legalmente en Estados Unidos. El TPS para salvadoreños fue otorgado por el gobierno de George W. Bush en 2001, tras dos devastadores terremotos que afectaron a cientos de miles de salvadoreños y dañaron infraestructura y la producción en todo el país. Desde entonces, el programa había sido renovado cada año y medio permitiendo solicitar individualmente la extensión de su estatus legal.

En julio de 2016, el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos consideró que las condiciones que originaron el TPS se mantenían en El Salvador. No se refería a los efectos visibles de los terremotos, sino a las condiciones estructurales del país: déficit de viviendas, falta de acceso a energía eléctrica y agua potable, vulnerabilidad ante desastres naturales y ambientales; bajo crecimiento económico; pobreza y altos índices de violencia (homicidios, extorsiones y robo). “El Salvador aún carece de la capacidad de manejar adecuadamente el retorno de sus nacionales”, concluía la recomendación. Debido a ello, el gobierno de Obama, como antes el de George W. Bush, renovó siempre el TPS. Pero esta es la era de Trump. No es lógico esperar de su gobierno un gesto humanitario.

Finalizar el TPS es un acto cruel, inmoral, irresponsable y contrario a los intereses estadounidenses. Cierra la puerta a un grupo de inmigrantes que ha probado un comportamiento ejemplar: 88 por ciento de ellos poseen un empleo formal y pagan impuestos, además de contribuir a la Seguridad Social. Su decisión de quedarse ha tenido efectos positivos también en otros campos de la economía: más de la tercera parte de ellos ha contraído préstamos para comprar una vivienda; tienen ahorros, inversiones, han tomado decisiones pensando en pasar el resto de su vida en Estados Unidos. De los casi dos millones de salvadoreños que viven en Estados Unidos sin residencia permanente, este es el grupo más adaptado, más formal, estable y supervisado.

Ahora tendrán que pasar a una vida de ilegales, expuestos a detenciones y deportaciones, o volver a El Salvador: un país que no está en condiciones de recibirlos ni de ofrecerles empleo digno ni seguridad para sus familias.

Poner fin al TPS es una decisión inmoral porque, además, desprecia el principio de que mayor poder implica mayor responsabilidad. Estos 200.000 salvadoreños no solo dejarán de aportar al país sus remesas sino que, en el mejor de los casos para ellos, vendrán a ocupar plazas de trabajo que otros tienen —solo uno de cada cuatro salvadoreños en edad de trabajar posee un empleo digno—; volverán a uno de los países más violentos del mundo, un país pobre de seis millones de habitantes, del tamaño de Massachusetts, urgido por la decisión de Trump de crear 200.000 plazas de trabajo formal en año y medio, además de las que el crecimiento poblacional ya exige crear. Es, simplemente, una misión imposible.

Los que vengan se unirán a los miles de indocumentados deportados todos los años desde Estados Unidos. Estarán desempleados y tendrán muy pocas oportunidades para sacar adelante a sus familias. Su llegada tendría para El Salvador los efectos de un nuevo terremoto. Uno creado por Donald Trump.

Cerrada firmemente la puerta de la Casa Blanca, el gobierno salvadoreño ha iniciado cabildeos en el Congreso de Estados Unidos con la esperanza de que, en los próximos dieciocho meses, aprueben alguna vía para regularizar permanentemente a esos 200.000 salvadoreños. No se ven muchos caminos más.

Carlos Dada, fundador de El Faro, es periodista.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *