El secuestro de Europa

¡Cómo me impresionó el Parlamento francés puesto en pie cantando La Marsellesa! Improvisadamente, con una emoción contenida; algunos, tal vez avergonzados porque era una forma de expresar sus sentimientos demasiado evidentes. Aun así, todos los diputados franceses entonando su himno nacional dejaron clara su voluntad de enfrentarse al fundamentalismo islamista a la vez que cincelaban con su emoción de forma clara su sentimiento nacional –el concepto de nación labrado a través de siglos de avances y retrocesos, de periodos de progreso y guerras por afirmarse, sólo es discutible cuando no corre peligro ni la nación, ni sus integrantes–. Más conmoción sentimos si la imagen la contemplamos desde nuestro país, que conoció cómo las consecuencias de un atentado mayor fueron más devastadoras desde un punto de vista político y social, desgarrado por las luchas intestinas de unos políticos decididos a que lo sucedido no les pasara factura o a sacarle el máximo provecho. Los atentados de París, sin embargo, nos han orientado hacia una política de pequeñas soluciones, de naturaleza defensiva, que nos hacen correr el peligro, si la reflexión no es más amplia, de aislarnos más, de ensimismarnos en nuestras miserias, perdiendo la vocación universalista que ha hecho de Europa el epicentro del progreso.

El secuestro de EuropaNo me encuentro entre los que hacen ascos al fortalecimiento de nuestra seguridad, y creo que los que ven peligrar la libertad por el hecho de dotar a los gobiernos y a la Unión Europea de medios para combatir a los fundamentalistas islámicos tienen una visión pobre, doméstica y utilitaria de la misma; sin embargo, quedarnos en estas medidas es equivocarnos, porque nos darán una sensación de seguridad inexistente que se vendrá abajo con el siguiente atentado. Sin duda debemos defendernos de la amenaza yihadista, pero creo que debemos elevar nuestra mirada y contemplar lo que ha sucedido con la distancia que impone la razón. Desde luego nada justifica los atentados, pero esta afirmación no debería impedir que analizáramos nuestro comportamiento. Se quedan afónicos muchos biempensantes diciendo que debemos distinguir a la mayoría de musulmanes, pacíficos y moderados, que no comparten los atentados de los fundamentalistas islámicos, pero cuando el brillo de la Primavera Árabe iluminó de ilusión a millones de creyentes en la fe de Mahoma, cuando se produjo el conflicto entre unos grupos sociales que pedían libertad, que apoyaban una mayor laicidad en la vida pública de sus países, Occidente se mantuvo al margen, como observadores de una realidad lejana, más preocupados por nuestros avatares económicos; y países como Egipto, Túnez o Libia corrieron la suerte que su realidad social les imponía. Y cuando por fin decidimos tomar partido, el desastre fue la conclusión: en Libia asistimos a una suerte de reparto del territorio entre empresas occidentales y terroristas desorganizados, en Egipto todas las esperanzas se truncaron y volvieron al principio con otros nombres en la cartelera, y en Siria, sometida a una especie de ducha escocesa sangrienta, producto de la ignorancia y la falta de decisión de quienes debían tenerla, nos encontramos con que hemos vuelto a apoyar al que queríamos derrocar y se han extendido por su territorio los más salvajes representantes del fundamentalismo islámico. Nunca tanta esperanza fue contemplada con tanto desprecio, miedo y cálculo.

De igual gravedad sería nuestra responsabilidad si cediéramos directa o indirectamente al chantaje terrorista. Y esto puede suceder porque uno de los efectos de los atentados de esta naturaleza, el miedo difuso a un enemigo que parece estar siempre al acecho, nos puede inducir a moderar, suavizar, la defensa de nuestros principios y valores con la intención de contestar, satisfacer o aplacar su indignación fanática. Que seamos respetuosos con todos los credos no significa que hagamos apostasía de nuestras creencias laicas o aconfesionales, que se inspiran, por un lado, en una tajante división entre Iglesias y Estado y, por otro, en la renuncia de los creyentes, por lo menos en la práctica, a considerar su religión como la única religión. Desde esa perspectiva debemos exigir un compromiso indubitado con los principios de una sociedad abierta. La multiculturalidad entendida como la sencilla coexistencia de grupos distintos, cada uno con sus propias reglas y principios morales, hace imposible la supervivencia de sociedades como las nuestras basadas en abstracciones sofisticadas como la soberanía, la solidaridad, la libertad individual o la de expresión. Europa ha recorrido un largo camino para llegar donde ha llegado. Y si en ese camino no han sido cortos los espacios de tiempo dominados por la servidumbre personal, la oscuridad del medievo, la intolerancia religiosa, el colonialismo o las ideologías totalitarias, tampoco debemos olvidar que a la servidumbre le siguió la libertad; al medievo, la Ilustración; a las sangrientas guerras de religión, la tolerancia, el pluralismo y la laicidad; al colonialismo, la autodeterminación de los pueblos colonizados; y al totalitarismo nazi o comunista, la aversión más profunda a las ideologías totalitarias.

Europa debe mirar su pasado críticamente, pero no debe caer en el masoquismo, tan del gusto de muchas almas europeas, que si bien se consideran agnósticas o ateas no pueden dejar de ser religiosamente penitentes. Europa es lo que es porque no se ha conformado con vivir con sus riesgos o sus conflictos, siempre ha tenido fuerza para superarlos. Hoy por suerte vivimos un tiempo en el que la superación de esas contradicciones es exigible y posible que se realice pacíficamente.

No es menor la preocupación que nos debería causar el que los autores de los atentados de París, como otros muchos, no sean originarios de tierras lejanas, sino que sean hijos de Francia, franceses, que han recorrido todo el proceso educativo de la República. En esa realidad y en la negación de una porción estimable de alumnos franceses a solidarizarse con las víctimas y a condenar el atentado a la revista satírica, debemos ver no sólo su tozudez o su marginalidad sino el fracaso en parte de la sociedad francesa. La importancia de la educación ante estas deficiencias educativas ya era remarcada en el año 2011 por el Alto Consejo para la Integración cuando decía: «Más que nunca, la escuela republicana tiene que ser capaz de asumir su misión originaria: ser el crisol en el que se fabrica la convivencia, más allá de la simple coexistencia y de la tolerancia ante los diferentes». Posición precedida de debates políticos y sociales entre los que sobresale la contestación de un grupo de intelectuales franceses al ministro de Educación, el socialista Jospin, sobre la presencia de los símbolos religiosos en la escuela: «El derecho a la diferencia [hacían alusión al permiso a las mujeres de llevar velo en el recinto educativo] que le es a usted tan querido, sólo es una libertad si viene unido al derecho a ser uno diferente a su propia diferencia. En caso contrario, es una trampa, incluso una esclavitud».

La escuela no es una prolongación estricta de la familia, ni del grupo étnico, religioso o ideológico al que pertenece su entorno; es un espacio de socialización que se basa en lo común, dejando los que nos diferencia en el ámbito privado. Es un espacio que nos debe permitir y aún impulsar a ser distintos a los que nos rodean, que es la forma de adquirir nuestra personalidad a la vez que nos socializamos. La escuela nos hace diferentes y a la vez iguales, nos permite diferenciarnos de nuestro entorno inmediato y nos transforma en ciudadanos haciéndonos además de libres, iguales.

Es necesaria la aprobación de nuevos medios jurídicos y policiales para combatir el yihadismo. Pero para vivir libres es necesario también la defensa de los pilares de una sociedad abierta: la tolerancia y el pluralismo; y por lo tanto la renuncia a imponer una creencia, sea política o religiosa, o una etnia sobre las demás. Fortalecer la capacidad integradora de la educación pública es otro reto de igual importancia. De la misma forma es imprescindible no sólo la retórica de los apóstoles del pensamiento políticamente correcto, sino una solidaridad real y concreta, costosa en ocasiones, con quienes luchan por la necesaria modernización de la religión musulmana en Europa y sobre todo más allá de nuestras fronteras, donde mantienen un combate desigual contra el fanatismo, al que no tienen ninguna posibilidad de vencer sin nuestro apoyo.

Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad.

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