El secuestro de Jesús

Por Glòria Serra, periodista (EL PERIÓDICO, 27/05/06):

Contra toda evidencia, el tópico dice que este es el siglo de la muerte de las religiones y que el hombre contemporáneo es un descreído materialista. Digo contra toda evidencia porque las hay, y muchas, para oponerse, a pesar de que la primera de ellas no son los masivos funerales de Juan Pablo II, que tienen más que ver con el éxito propio de acontecimientos como un concierto de los Rolling Stones o la Diada de Sant Jordi que con una experiencia espiritual. Las certezas de la necesidad actual de alimento del espíritu pueden encontrarse en síntomas como el aumento de las filosofías new age y técnicas de autoayuda, el incremento de seguidores de oenegés dispuestos a regalar el tiempo --el bien más valioso a principios del siglo XXI-- y también el fenómeno Da Vinci.
El libro de Dan Brown se ha vendido mucho, como todos los buenos superventas. Ha desatado las iras de determinadas instituciones aludidas en sus páginas de ficción, como todos los best-sellers. Ha originado debates televisivos, segundas partes y controversia por doquier. Ni más ni menos que los demás best-sellers provocan o aspiran a provocar. La diferencia es espiritual. En este momento, son pocos los que no saben que la novela se fundamenta en la premisa de la vida terrenal de Jesús de Nazaret: su matrimonio y la descendencia posterior. Un visionario de carne y hueso, pues, liberado del peso de la deificación, fuera del club del hermético dogma de la Santísima Trinidad: sus heridas vuelven a supurar sangre, su esposa y sus hijos le lloran. Se acabó el Cristo a imagen y semejanza de los que gobiernan la Iglesia: Jesús muere torturado y ejecutado cada día en las calles de Bagdad, en los suburbios de Liberia, entre las chabolas de Brasil y las selvas de Colombia.

HAY UN DICHO que señala que toda época construye sus propios dioses. Y, en realidad, la multiplicación de filósofos, visionarios y corrientes espirituales a las que me he referido tiene paralelismos con lo que sucedía a mediados del siglo XVI. La búsqueda apasionada en el fin de la Edad Media y el principio del Renacimiento; las esperanzas de cambio y renovación, todo murió en el mismo concilio que tenía que impulsarlo, en Trento. La contrarreforma, con la ayuda vehemente de algunos monarcas --los españoles, por ejemplo, en punta de ataque--, se levantó como un dique ante tanta crítica a la corrupción eclesial y a la distancia creciente con el mensaje del fundador del invento: Jesús. Los dogmas de Trento, el "Santiago, y cierra, España" de aquellos hombres alarmados por los vientos de la rebelión siguen en buena medida vigentes hoy.
El Código da Vinci ha permitido a una de las legiones católicas más activas, el Opus Dei, acuñar una de las frases más ingeniosas de la temporada: del limón del argumento haremos limonada. El papa Benedicto XVI, por el momento, no ha dicho nada. Pero no sería extraño que haya estado tras uno de los correctivos más duros contra otro de sus brazos más activos: el fundador de los Legionarios de Cristo, retirado tras décadas de acusaciones de abusos deshonestos. La Iglesia o, para ser más precisos, los jerarcas de la Iglesia, hombres de mediana edad, encarcelados en un cuerpo que se niegan a sí mismos y ojos cerrados a la realidad femenina, siguen poniendo parches al dique que levantaron hace ya siglos. Cada vez les cuesta más. Cada vez están más solos. Cada vez hay más agujeros.
Los que están fuera --padres y madres, parejas de todo género y condición -- les dan la espalda y buscan y levantan cada día una nueva religión. He preguntado a menudo a obispos y hombres de la Iglesia por qué la mayoría de los españoles se declaran católicos mientras que los que practican son cada vez menos. Uno de ellos, lejos ya de los micrófonos, me decía: "No nos hemos renovado; con frecuencia algunos vienen a hablar, a consultar, con nosotros, pero las palabras de la misa suenan a otra época a los más jóvenes. Como si volvieran a ser dichas en latín".

JESÚS NACE cada día en los arrabales de nuestras ciudades. Y sus hombres y mujeres recuerdan los mandamientos, les suman el sentido común y creen que muy posiblemente Jesús, en la Galilea del siglo cero, estaba harto de falsedades y de gobernantes hipócritas... Y que, al fin y al cabo, tampoco importa demasiado si era hijo de Dios o Dios mismo o hermano de una paloma, si es por ello que los jerarcas de la Iglesia secuestraron su memoria. Pero, posiblemente, aquel que entonces fue lo bastante valiente para defender a las prostitutas lo sería hoy para pedir el uso del preservativo.
En cierto modo, El Código da Vinci explica la trama de este secuestro. Quizá la novela es solo una más de las piedras del cantizal que rodea a los hombres que dominan la Iglesia y que, si siguen rodando, amenazan con dejarlos solos: monolíticos y eternos como las montañas antiguas, pero solos.