El secuestro del barco ‘Estatut’

La satisfacción por el final de la odisea del Alakrana no debe hacernos olvidar la existencia de otro barco secuestrado desde hace más de tres años, el vaporcillo Estatut. Ahora que debatimos sobre la legalidad y la conveniencia de los esfuerzos de imaginación que se han desplegado en España, tanto en el ámbito jurídico como en el político, para rescatar al Alakrana, podemos trasladar las mismas cuestiones al otro navío. Porque en el caso del atunero se han flexibilizado lo que parecían ser principios intocables y se ha relativizado el alcance de leyes que parecían tener un sentido preciso indiscutible. Había una razón: se trataba de salvar la vida del puñado de marineros apresados por los piratas. A la vista de eso, es oportuno plantear si esa misma España tiene algún asomo de voluntad política y jurídica de rescatar vivo, sin amputaciones que condicionen su futuro, ese otro barco retenido en las aguas tenebrosas de las dudas y los pulsos internos de los miembros del Tribunal Constitucional (TC). Esos juristas no son unos corsarios, pero se parecen a la tripulación de un destructor que esgrime sus cañones sin estar ni en el sitio adecuado ni en el momento oportuno.

Espero que no se me niegue la mayor. En el caso del Alakrana se ha cedido ante los piratas y se les ha dado un dinero que podrán utilizar para nuevos secuestros, y eso va contra toda la solemne y grandilocuente teoría oficial. No lo censuro. Creo que en las situaciones complejas el realismo es más oportuno que las ilusiones. Pero tendremos que revisar la teoría oficial para que lo de ceder o no ceder sea igual para todos; que sea independiente respecto de las conveniencias políticas del momento, o de quiénes son o no son los secuestrados, o del tipo de presión de las familias y los amigos de las víctimas, o de las líneas editoriales que desplieguen en cada caso los medios de comunicación.
Todavía son más llamativos los juegos de manos hechos en el plano jurídico. No creo que nadie tenga dudas sobre la existencia de pactos con los secuestradores en relación con los dos piratas detenidos. Uno, fácilmente detectable, sobre la celeridad de su tramitación judicial. Ya veremos en qué queda esta vez la tradicional lentitud de la justicia española. Ya veremos cuánto tarda su expulsión (algo equivalente a ponerles en libertad tanto si se dictamina así como si prospera la idea de que purguen la posible condena en una cárcel de Somalia). Otro presumible pacto afecta a la naturaleza de la acusación. El hecho de que el fiscal no considere que había asociación ilícita para delinquir los blinda contra una pena grave, pero rompe con la jurisprudencia española sobre situaciones similares.
Reitero que no lo censuro, pero preferiría vivir en un Estado en el que hubiésemos llamado a las cosas por su nombre, en el que todas las fuerzas políticas hubiesen reconocido conjunta y públicamente que tocaba ceder, y donde no se nos considerase tan tontos como para intentar hacernos creer que no ha habido pasteleo judicial ni político. O que hubiese ocurrido lo contrario: que la clase política nos hubiese dicho conjunta y públicamente que tocaba no ceder ante el chantaje y que deberíamos apechugar sin demagogias partidistas todo lo que pasase.
Pero quiero volver a la importancia de la cuestión de la voluntad política cuando se trata de resolver problemas, y del uso de la flexibilidad como herramienta para zanjar conflictos, muy especialmente cuando los que están enfrente no son unos piratas. La opinión pública catalana, la que viaja en ese barco llamado Estatut, ya ha expresado de forma mayoritaria cómo desea convivir con el resto de España. Ese es el alcance del texto bloqueado. Lo ha hecho pacíficamente; primero, a través de sus representantes democráticos; luego, votando en un referendo. Y ha conseguido en el Congreso, como era preceptivo, el respaldo de la mayoría de los representantes democráticos del conjunto de los españoles. Después de eso, ¿no tiene que mostrar el TC tanta comprensión, por lo menos, y actuar con tanta flexibilidad como la que se ha desplegado institucionalmente en el caso del Alakrana? ¿Tiene sentido un TC desfasado y caduco, que, por todas las incidencias que rodean a su actual composición, ni siquiera resistiría un examen de idoneidad (y posiblemente de legalidad) a cargo de un TC verdaderamente modernizado, tal como se merecen los ciudadanos de este país? ¿Será menos inteligente el TC que aquellas últimas Cortes franquistas, las que al desaparecer tuvieron su primer gesto de dignidad aceptando que no tenían derecho a torpedear la recuperación de la democracia?

Llega la hora de que el TC opte entre apostar por un nuevo plano de convivencia a partir de que se reconozca legalmente lo que significa el Estado plural que se pactó cuando se salió del franquismo, o por ese pasado que no nos está conduciendo a ninguna parte y que nos ha convertido en uno de los países más crispados y malhumorados de Europa. Pero los miembros del TC han de saber que, si no superamos ese pasado, podemos tener por delante unos más que probables conflictos.

Antonio Franco, periodista.