El segundo conquistador

El camino para precisar el concepto de genocidio se inicia con la ponencia que Raphael Lemkin envía al Congreso penal de Madrid en 1933. Lemkin define por un lado el delito de “barbarie”, para los actos de exterminio de una colectividad étnica, confesional o social, y el de “vandalismo”, cuando se trata de las obras científicas, o de las artes y las letras, con las cuales una colectividad contribuye al “tesoro de la humanidad entera”. “En consecuencia, la destrucción de una obra de arte de cualquier nación debe ser considerada como un acto de vandalismo dirigido contra la cultura mundial”. El nacionalsocialismo y el yihadismo ofrecieron sobrados ejemplos. La triste sorpresa es que desde hace una década, una variante de vandalismo está siendo aplicada en Turquía.

Lo previsible para la basílica de Santa Sofía en Estambul culmina un trayecto emprendido por Erdogan, orientado a acabar con la coexistencia del principio religioso mayoritario, el islam, y la realidad histórica con presencia del componente bizantino. Fue un enlace que Kemal Atatürk fomentó al declarar Santa Sofia como museo en 1934. Se trataba de “ofrecerla a la humanidad”, propósito que justificó análogos cambios para otras creaciones excelsas del arte bizantino, tales como Santa Sofía de Trabzon/Trebisonda, la que fuera sede imperial de los Comnenos hasta 1461, o de San Salvador de Chora, junto a las murallas de Constantinopla. Solo que una vez consolidado el Gobierno islamista, la marcha atrás fue emprendida en la última década, aprovechando reconstrucciones de iglesias, como la del Pantocrátor en Estambul, hoy mezquita Zeyrek, sin los rastros imperiales antes visibles. Añadamos el monasterio de Stoudion, la Santa Sofía de Nicea, y la mezquita Arap de Galata, antes iglesia gótica, cuyos frescos redescubiertos fueron inmediatamente encalados. Ahora le toca a San Salvador de Chora.

El segundo conquistadorEl paso decisivo llegó en 2013, cuando un tribunal acogió la petición de una asociación de creyentes —como ahora en Estambul— para decidir la reconversión en mezquita de la basílica de Santa Sofía en Trabzon/Trebisonda, sobre el mar Negro. Una vez restaurada por la Universidad de Edimburgo, había quedado como la realización arquitectónica e icónica más bella del país. A partir de 2014 es una muestra de aquello que esperamos no suceda en Estambul. Grandes cortinajes dejan reducido el espléndido interior de la iglesia a un espacio ennegrecido. Se salvó solo la decoración exterior. Según esa regla, la gran imagen de la vírgen Theotokos en el ábside de la gran Santa Sofía y el arcángel Gabriel, con otros mosaicos, sobrevivirán solo en el recuerdo. Lo dijo el profeta: “Los ángeles no entran en una casa donde hay imágenes o perros”.

La “mezquitización” de Santa Sofía responde al núcleo de la ideología neoislamista desarrollada bajo el liderazgo de Tayyip Erdogan en el curso de la última década. No desde que alcanzaron la mayoría parlamentaria y formaron Gobierno en 2002. Hubo un tiempo de obligada cautela y de tolerancia hacia las minorías religiosas, al que sucedieron medidas puntuales por desplazar el laicismo kemalista como la autorización del velo en centros públicos. Todo en el marco de un fuerte crecimiento económico. Fue una sorpresa que cuando en 2006 Estambul fue declarada capital europea de la cultura, no se le ocurriese al Gobierno de Erdogan otra cosa que instalar un enorme diorama junto a las murallas bizantinas, donde eran reproducidas las escenas de la conquista otomana a sangre y fuego de Constantinopla en 1453. Despuntaron también intentos de asociar en grandes pancartas electorales a la figura de Erdogan con la de Mehmed II, el Fatih, el conquistador, de actualidad hoy cuando el presidente turco cita emocionado en el discurso televisado de la conversión la profecía de un pensador islamista semidesconocido, Osman Yüksel Sendengeçti, quien anunciaba la venida de un “segundo conquistador”, encargado de devolver Santa Sofía al islam. Él.

El sueño de Erdogan consiste en emular y anular el legado de Kemal Atatürk, y su nacionalismo imperialista solo puede asentarse sobre una base religiosa. De ahí la asociación que establece entre la conversión de Santa Sofía en mezquita y la soberanía nacional. Frente a cualquier presión exterior, en nombre del arte, la fraternidad entre las religiones o la humanidad, Turquía decide por sí sola en asuntos propios. Cualquier crítica o interferencia exterior es considerada una agresión. Lo acaba de repetir el presidente turco de la Conferencia Mundial de la Unesco, Ahmet Altay Cenziger, el día 2, cuando fue anunciada la inminente sentencia de conversión y quiso debatir la embajadora griega. Era un asunto interno. Ahora, aprobada la medida, la Unesco se pronuncia rotundamente en contra, pero no lo hizo cuando aún era tiempo por el veto del embajador turco, cuyo empeño en 2019 de imponerse al delegado español por un voto, de la isla caribeña de Santa Lucía entre otros similares, adquiere ahora significación.

En su decisión, el Consejo de Estado turco declara que Atatürk no tenía autoridad para hacer de Santa Sofía un museo, por ser responsable del templo una fundación del sultán conquistador, al-Fatih. Sigue así su curso el desmantelamiento de la obra y los símbolos del fundador de la República, Kemal Atatürk, que alcanza incluso a su decisivo papel de jefe militar en la Primera Guerra Mundial. La debilidad del kemalismo había residido en el respaldo minoritario a su proyecto de modernización laica, en una Turquía abrumadoramente rural, cuyo tradicionalismo religioso fue incorporado a las principales ciudades en la emigración de las últimas décadas del siglo XX. Faltaba la formación de élites islamistas, que también llegó con los cambios de ese periodo, la ayuda financiera saudí y la labor de captación al modo Opus Dei del líder religioso-intelectual Fetulá Gülen, capital en el ascenso de Erdogan y hoy su chivo expiatorio tras el golpe fallido de 2016. Lo que no estaba previsto era que la introducción escalonada de elementos religiosos en la sociedad turca, una vez superados los obstáculos militar y judicial, diese lugar al vigente caudillismo del reis Erdogan, con una política interior de supresión de derechos civiles, de la libertad de expresión y culto obligatorio a su personalidad, y un expansionismo belicista neootomano sobre la cuenca mediterránea (Siria, Libia). Y con episodios oscuros como la comercialización del petróleo procedente del ISIS.

A efectos de tranquilizar sobre la “mezquitización” de Santa Sofía, el portavoz de Erdogan declara que “Turquía preservará los iconos cristianos, como preserva los valores cristianos” (sic). Preservar es una cosa, exhibir en una mezquita, otra. Personalmente, el reis anuncia visitas gratis, que la mezquita figurará en la herencia común de la humanidad con esta “resurrección de Santa Sofía” y que Turquía condenará toda crítica venida del extranjero. Este es el estilo del “segundo conquistador”, también en política exterior. No se queda ahí. La conquista de Santa Sofía anuncia, en sus palabras, un primer paso hacia el triunfo del “resurgimiento islámico”, con al-Ándalus (léase España) metida en el saco, así que no basta ya con evocar a Mehmed II. Uno pensaría en Solimán el Magnífico para esa labor. Erdogan acude a Abdulhamid II, el sultán sanguinario de fines del XIX, impulsor de la primera matanza de armenios y que tiene entre nosotros fieles seguidores en Granada. Preocupante.

Antonio Elorza es profesor de Ciencia Política.

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