El segundo derribo de nuestras tres Torres Gemelas

Es verdad que, como ha explicado brillantemente Guillermo Ortiz en EL ESPAÑOL, Afganistán ha caído cual fruta madura en las rudas manos de los talibanes por mor de la dialéctica del “amo y el esclavo”, aquella doctrina de la “servidumbre voluntaria” que esbozara hace cinco siglos Étienne de la Boétie. Todos los totalitarismos la han reeditado desde entonces en los más diversos lares y sólo han fracasado cuando la causa de la libertad ha logrado movilizar a sus mejores paladines.

Lo que no es verdad o, al menos no del todo, es que, como añade nuestro colaborador, “cuando George W. Bush decidió bombardear y luego invadir Afganistán en 2001, nadie dijo nada, no hubo ni una protesta, ni una manifestación, ni un 'no a la guerra'”.

El 16 de septiembre de 2001 -sólo cinco días después del ataque y destrucción de las Torres Gemelas- publiqué un artículo titulado 'Recordad a Polifemo', advirtiendo del tremendo error que suponía responder a un ataque terrorista con una Declaración de Guerra convencional como la que estaba anticipando Bush, movilizando reservistas megáfono en mano.

El segundo derribo de nuestras tres Torres Gemelas“Una cosa es que estando ‘en guerra’ permanente contra el terrorismo, como lo estamos contra el tráfico de drogas o contra la propagación del sida, la gravedad e ignominia de los ataques del martes requiera una respuesta ejemplar e implacable”, escribí entonces. “Pero otra muy distinta es que esa respuesta sea ‘la Guerra’”.

“No es una mera cuestión gramatical u ortográfica. El artículo determinado y la letra mayúscula convertirían lo que debe ser una acción policial, en la que participen cuantos soldados haga falta, en una escalada militar de dimensiones planetarias que al inexperto presidente norteamericano, rodeado de avezados halcones, se le escaparía probablemente de las manos”.

Ni siquiera se había mencionado la palabra Irak, pero ya era patente que “convertir al integrismo o fundamentalismo islámico en su conjunto en el enemigo universal contra el que desencadenar esa Tercera Guerra Mundial con bombardeos de ciudades, desembarcos de tropas e invasiones de países… supondría colocar a la humanidad entera al borde de un abismo insondable”.

Si estas autocitas son tan pertinentes es porque todos los errores, tanto por acción como por omisión, de la comunidad internacional -y especialmente de los países democráticos- durante estos veinte años tienen su origen en el pecado original de aquella atolondrada respuesta, propia de una sobredosis de ketamina.

“Quien ha actuado en Nueva York y Washington ha sido una organización terrorista y a los terroristas se les combate con prevención policial y con represión policial”, subrayé entonces. “Que para capturar a Bin Laden o destruir sus bases haga falta la colaboración de unidades de élite es una cosa, pero declarar la guerra a Afganistán es algo bien distinto”.

“Toda persona civilizada desearía ver caer ese grotesco y vomitivo régimen talibán que trata a las mujeres como animales domésticos y destruye el legado cultural de la humanidad”, añadí en aquel artículo. “Pero algo así puede lograrse con aislamiento diplomático, sanciones económicas estrictas y ayuda masiva a los opositores internos”.

Eso había sido, por cierto, lo que habían hecho los norteamericanos al apoyar a los muyahidines -véase la estupenda película La guerra de Charlie Wilson- durante la etapa de la invasión soviética. El problema era que “los aviones que se incrustaron en los pisos altos de las Torres Gemelas fueron dos certeros venablos clavados en la masa ocular del presidente de los Estados Unidos”.

De ahí el consecuente drama que engendró el descomunal error porque “como ya nos enseñó Homero con la historia del gigante Polifemo, pretender vengarse estando cegado por una lanzada no es la mejor garantía de eficacia”.

Aún se desenterraban cadáveres bajo lo que fue el World Trade Center, cuando concreté esa advertencia: “Diría muy poco de nuestro modelo de civilización terminar viendo al gran imperio americano encaramado a los riscos de la historia, lanzando descomunales piedras entre rugidos de ira, mientras una diminuta nave escabulle su pequeñez en el oleaje”.

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Pues bien, eso es lo que ocurrió. Como Bush no logró encontrar ni a Bin Laden ni a la plana mayor de Al Qaeda, invadió primero Afganistán y después Irak. Lo que en el primer acto era una forma de canalizar esa ira, fruto de la humillación tras aquel Pearl Harbour en el corazón de Manhattan, se convirtió en el segundo acto en puro cálculo electoral. Ya que los altos cargos de la CIA no cumplían su compromiso de traerle la cabeza del perpetrador del ataque del 11-S en una caja, tocaba sustituirla a tiempo por la de Sadam Hussein.

Bush consiguió su anhelado segundo mandato gracias a esa sobrevenida condición de comandante en jefe, pero se encontró sin saber qué hacer con los dos países conquistados. Entre tanto, una oleada de tremendos atentados -incluido nuestro 11-M- repartía por el mundo entero las reverberaciones de los pedruscos que el tejano había lanzado alocada e indiscriminadamente contra el océano de la conciencia islámica. Para entonces ya habían saltado por los aires la cohesión europea, la relación transatlántica y la autoridad de las Naciones Unidas. Las semillas del populismo quedaban plantadas por doquier y al que teorizó sobre el 'fin de la historia' se le otorgaba plaza vitalicia en el manicomio virtual de la galaxia.

Escuchar veinte años después a Joe Biden alegar que “nuestra misión en Afganistán no tenía el objetivo de construir una nación… no era crear una democracia unificada y centralizada” produce la misma perpleja preocupación que entonces generaba la declaración de Guerra de Bush, aunque sea por motivos opuestos. No es con este cobarde abandonismo como se podrán zanjar las consecuencias de aquel temerario belicismo porque dos décadas nunca transcurren en vano.

Si el único motivo de la intervención hubiera sido, como dijo Biden, “atrapar a quienes nos atacaron”, la presencia norteamericana habría cesado hace diez años cuando los comandos especiales enviados por Obama descubrieron que Bin Laden no estaba en una cueva de Afganistán sino en una ciudad de Pakistán; y le mataron sin tan siquiera intentar detenerle. Y si ese motivo implicaba además “asegurarnos de que Al Qaeda no pudiera usar Afganistán para volver a atacarnos”, ya nos explicará Biden cómo va a impedir que los talibanes restablezcan sus lazos con el terrorismo integrista ahora que cuentan con mucho más respaldo internacional que entonces.

Porque lo que sí es cierto es que ni China, ni Rusia, ni la propia Pakistán -muy dependiente de la ayuda americana- se opusieron en 2001 al ataque masivo de unos Estados Unidos que en definitiva acababan de ganar la Guerra Fría. La inquietante foto oficial de los líderes talibanes recibidos el mes pasado por el ministro de Asuntos Exteriores chino, cuando aun no habían reconquistado el poder, es el más elocuente resumen de hasta qué punto ha cambiado el escenario mundial en veinte años. La imagen muy bien podría haberse titulado 'Cumbre regional contra los derechos humanos'.

Washington no sólo ha perdido la guerra con los talibanes en términos militares, sino que también lo ha hecho en términos diplomáticos y geopolíticos. Una vez más se ha demostrado que, como advierte el poema de Yeats, “los mejores carecen de toda convicción, mientras los peores están llenos de apasionada intensidad”. Y esa triple derrota nos afecta y arrastra a quienes, como aliados de Estados Unidos, hemos compartido la, a lo que se ve, sonámbula misión en Afganistán durante todos estos años.

Insisto en que el ataque indiscriminado y la ocupación de ese país nunca debieron producirse, pero una vez consumados sólo tenían, sólo podían tener, precisamente el sentido que acaba de negarles Biden. ¿Para qué se han gastado ingentes cantidades de dinero en formar y armar al Ejército afgano, en financiar infraestructuras, en dotar de recursos y proyección internacional al Gobierno afgano, en organizar procesos electorales, en fomentar la educación e integración de las mujeres, sino para “construir una nación” con instituciones y costumbres “democráticas”?

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Lo ocurrido ahora equivale a que, tras unos años de ocupación aliada, los nazis, los fascistas y los imperialistas nipones hubieran recuperado el poder en Alemania, Italia y Japón en los años 50 y 60. Y en los tres casos también podría haberse esgrimido, la excusa de mal pagador, la fábula de la zorra y las uvas, verbalizada esta semana por Josep Piqué sobre Afganistán, en el sentido de que era “ilusorio exportar nuestro modelo”, habida cuenta de la falta de tradición democrática de sus respectivas poblaciones.

Algo que, por supuesto ya es extensivo a China, Rusia, Bielorrusia, Turquía, Arabia Saudí o un número creciente de países de América Latina, en los que damos por hecho, como si nos hubiéramos rendido al doctrinarismo marxista, que faltan las “condiciones objetivas” para que arraiguen regímenes respetuosos de los derechos humanos.

La realidad es que el problema está en nosotros mismos. En la erosión de nuestras convicciones y en la falta de determinación para luchar por ellas. En el crepúsculo del deber -que anunció Lipotevsky-, si entendemos como tal el compromiso con la defensa de los valores de nuestra civilización. En la abdicación de los dirigentes de sus obligaciones morales y en la indiferencia de los dirigidos ante las consecuencias de ese nihilismo, amortiguado por una sucesión infinita de estímulos volátiles.

Y, sin embargo, todos los que hemos compartido ideales democráticos nos estamos dejando algún jirón de nuestras reflexiones y emociones en los riscos de Afganistán. ¿Para qué ha servido el esfuerzo de los contribuyentes y el trabajo de los cooperantes? ¿Para qué el sacrificio de todos los militares muertos, incluido un centenar de soldados españoles? ¿Para qué la entrega de la propia vida, al servicio del derecho a la información de los demás, de Julio Fuentes y los otros tres periodistas asesinados junto a él en aquella fatídica carretera de Kabul a Jalalabad?

El 19 de noviembre hará veinte años del día que llegó a la redacción la noticia de la tragedia. Fue como si una tercera torre se desplomara instantáneamente sobre nosotros. Yo crucé medio mundo para recoger el cadáver de aquel reportero valiente en Islamabad y repatriarlo a España, junto a su viuda Mónica García Prieto.

En el vuelo de regreso repasamos con amargura la secuencia de acontecimientos de los dos meses anteriores: tras el brutal atentado terrorista del 11-S, Estados Unidos había declarado una guerra desmesurada a un enemigo abstracto y entre sus primeras víctimas, antes incluso de que pereciera la verdad, caían los encargados de contarla.

El martes pasado, la imagen de este cobardón y somnoliento Biden se fundía con el rostro bravucón y acelerado de aquel Bush, denotando una misma impotencia y provocando una misma congoja. Era como si la piedra de Sísifo rodara otra vez ladera abajo, como si después de dos décadas intentando dotar de un propósito a lo ocurrido entonces, los dos inmensos falos de vidrio del sur de Manhattan y la enorme y generosa humanidad de nuestro querido compañero volvieran a caer con estrépito para disolverse en la nube de polvo de nuestra sinsustancia.

Ni el derecho de injerencia ni el desistimiento que implica una retirada pueden ejercerse de cualquier manera. Lo acaba de declarar Ian Bremmer a EL ESPAÑOL: aunque fuera una “decisión correcta”, su ejecución está siendo una monumental chapuza, “con errores de inteligencia, falta de planificación y falta de coordinación con los aliados”. Todo eso cuenta. Cuando comenzó el nuevo siglo, Occidente y el liderazgo norteamericano aun significaban mucho. Ahora que va a sonar su primer cuarto, el réquiem que tocará entonar no será sólo por los afganos sino por el destino de nuestro modelo de civilización.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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