El segundo discurso de El Cairo

El diablo estaba esperando a Obama en El Cairo. "He venido para buscar un nuevo comienzo entre Estados Unidos y los musulmanes de todo el mundo", dijo el presidente el 4 de junio de 2009, en el hall abarrotado por 3.000 jóvenes de la Universidad cairota. Obama habló entonces de un gran pacto por la tolerancia religiosa, el desarrollo, la democracia, los derechos de la mujer. Como un presagio, aquella mañana Mubarak había excusado su asistencia al acto; tampoco estuvieron los partidos de la oposición. Solo ante los estudiantes y el mundo, Obama lanzó un mensaje de reconciliación con el islam político, renunciando explícitamente a imponer la democracia por la fuerza.

Dos años después, aún persisten el conflicto en Afganistán e Irak y la amenaza de Al Qaeda, y la popularidad de Obama se resiente por su impotencia frente al primer ministro israelí Netanyahu. Pero la oleada democrática está mostrando que existe algo tan fuerte como lo anterior: el simple hecho de que "un adolescente de Kansas pueda conectar instantáneamente con otro de El Cairo". Y Mubarak ha caído.

Inesperadamente, varias fuerzas están arrastrando a Estados Unidos a un lugar desconocido. Una es de tipo emocional: los norteamericanos tienden a ver en cada revuelta democrática una repetición de 1787: la sublevación contra el dominio inglés. Cabe imaginar la satisfacción de Obama ante la espontaneidad en las calles; pero también su contrición por algún joven de aquella mañana de junio que haya resultado herido, o muerto. En este momento, miles de universitarios extranjeros de todas las religiones repartidos por Norteamérica, futuras élites de sus países, vuelven sus ojos hacia el presidente. Y los medios de comunicación recuperan por unos días su orgullo de guardianes de la libertad de expresión. Vientos de cambio aúpan a los valores a su eterna lucha con los intereses.

Estamos ante un hecho objetivo y desconcertante: en medio de una crisis económica global, la democracia y los derechos humanos retornan al primer plano de la política. Cuando la vieja realpolitik parecía haber enterrado a la democracia como motor de cambio e instrumento político, he aquí que parte de la juventud árabe se pone en pie; que en Brasil, la presidenta, Dilma Rosusseff, fuerza al Gobierno iraní a detener la lapidación de otra mujer, Sakineh Ashtani; que el presidente Hu Jintao admite en la Casa Blanca que su país debe aprender sobre derechos humanos. En lo sucesivo, Estados Unidos está obligado a actuar de manera transparente en su patio árabe, más aún después de Wikileaks; pero también los mandatarios chinos o rusos. Cabe pensar que la globalización está presionando hacia una convergencia de regulaciones, no solo en las finanzas, el comercio o el clima, sino también en lo político y social.

Ello está en consonancia con el nuevo imperativo geopolítico. Basta escuchar a los manifestantes de Túnez o Egipto para entender que el peligro no es tanto el asalto al poder por los fanáticos, como continuar el apoyo a las autocracias: ahí está el subdesarrollo, la proliferación nuclear, el conflicto palestino o el recelo de la calle árabe hacia Occidente. Y no está escrito en ningún Corán que la alternativa sea necesariamente peor. A pesar de la obligada prudencia, y de los titubeos de las primeras semanas, la Administración norteamericana ha comprendido que no hay marcha atrás, y está mirando al medio y largo plazo. Puede incluso que se aceleren tendencias ya latentes de su política exterior. Es previsible que Washington se distancie más de su favor incondicional hacia Israel; que apueste por Turquía como ejemplo de equilibrio entre laicismo e islam, mientras guiña un ojo a Francia y Alemania para que desbloquee su paso hacia la UE. En cuanto a Irán, contra lo que esperan los ayatolás, si sus vecinos se miran en el espejo turco muchas cosas podrían cambiar. Si la democracia se afianza como factor de estabilidad, entonces las petrocracias saudí y del golfo Pérsico tendrán que mover ficha.

Paradójicamente, este tsunami árabe llega a Estados Unidos en medio de un retorno al "centro" político, cuando tras las elecciones al Congreso, Obama ha dado marcha atrás en sanidad, inmigración o impuestos. Pero esta partida no se juega en el centro, sino en la radicalidad: es una gran apuesta estratégica, que exige reinventar un equilibrio de poder desde Rabat a Gaza, Damasco o Teherán. Una década después del 11-S, el mundo aguarda expectante los próximos movimientos de Washington. La Administración norteamericana no puede ni quiere parar este proceso. Con o sin presencia de militares, lo relevante es que Obama exigió a tiempo la salida de Mubarak, y garantías para el proceso democrático que se ha abierto. No faltarán en el Congreso los acólitos de la intransigencia israelí, ni los nostálgicos de la realpolitik. Para combatirlos, hará falta una sabia administración de los tiempos, y una clara conciencia de los propios límites. La UE debe volcarse con las transiciones y ayudar a su socio americano a conciliar voluntades, movilizando su diplomacia para prevenir luchas por nuevos espacios de influencia con Moscú, Pekín o Nueva Delhi. Estos días, alguien o algo, está escribiendo un segundo discurso de El Cairo que pondrá rumbo al futuro, con todas sus consecuencias. Y Mubarak ha dimitido.

Por Vicente Palacio, director adjunto del Observatorio de Política Exterior (Opex) de la Fundación Alternativas.

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