El segundo referéndum

Parafraseando a Churchill, las elecciones británicas de 2019 no suponen el fin del Brexit. Ni siquiera suponen el principio del fin. Pero sí marcan el fin del principio, y esto ya es mucho. La política y los debates británicos de los tres últimos años se pueden resumir en un gigantesco proceso de adaptación al nuevo mundo posreferéndum. Es decir, al escenario que se abrió súbitamente, y para sorpresa de muchos, aquel día de 2016 en el que un 52% de los británicos votó a favor de abandonar la Unión Europea. Desde entonces, hemos asistido a un esfuerzo constante por adaptar el eje clásico de la política británica (el de izquierda-derecha) a uno nuevo (europeísta-antieuropeísta). No era nada sencillo: había votantes de izquierdas y de derechas en cada uno de los dos nuevos campos. Este proceso se desarrolló paralelamente a una complicada negociación con la Unión Europea; negociación lastrada por el hecho de que existían muchas versiones posibles del Brexit, sin que el voto emitido en aquel primer referéndum se hubiera decantado por ninguna de ellas.

La contundente mayoría obtenida por Boris Johnson pone punto final a esta fase. Los conservadores han ganado la batalla del mundo post-2016, el Reino Unido saldrá de la Unión Europea con toda seguridad a comienzos de 2020, y lo hará bajo los términos acordados por Johnson. Por delante quedan años de negociaciones con la UE para un futuro tratado comercial, y también de reposicionamiento de Reino Unido a medida que va concretando nuevos acuerdos comerciales con países como EEUU, China o India. No sabremos de verdad cómo será la Inglaterra post-Brexit hasta dentro de cinco o incluso 10 años. Lo que sí sabemos es que ese lustro o década comienza a partir de ahora.

En realidad, estas elecciones han sido lo más parecido que habrá jamás a un segundo referéndum acerca del Brexit. Por un lado, los conservadores y el Brexit Party de Farage concurrían con un programa que prometía una salida inmediata de la Unión Europea. El resto de partidos lo hacía con una gama de propuestas alternativas, pero que en general suponían retrasar sustancialmente la fecha de salida de la UE, acordar un segundo referéndum o incluso cancelar todo el proceso. Y es muy sintomático que el segundo bando haya conseguido más votos, pero que el primero haya arrasado en escaños y, por tanto, vaya a lograr sus objetivos. Hace tiempo que las encuestas vienen señalando que la mayoría de británicos, en caso de volver a votar hoy, preferirían permanecer en la Unión Europea. Y, sin embargo, durante estos tres años los sectores que se oponen al Brexit han sido incapaces de articular una alternativa clara y unitaria, algún plan –cualquier plan– que pudiera congregar a todos los que se oponían al Brexit. Johnson, en cambio, ha apostado todo a que muchos británicos que votaron por la salida de la UE estaban hartos de este impasse, y estarían dispuestos a dejar de lado sus viejas lealtades partidistas para resolverlo a su favor. La victoria de los conservadores en antiguos feudos laboristas que votaron a favor del Brexit –como Don Valley, que no elegía un diputado conservador desde ¡1922!– demuestra que tenía razón.

Muchos argumentarán que la victoria de Johnson se debe a las estrategias de bloqueo en el Parlamento y en los tribunales por parte de sus contrincantes. Sin duda, sus acciones dieron credibilidad al mensaje de los euroescépticos: el pueblo votó a favor de salir de la UE y las élites europeístas, parapetadas en las instituciones, intentan hurtarle aquella decisión. Sin embargo, y en mi opinión, el verdadero problema ha sido no saber rentabilizar aquella oposición a Johnson –quien forzó al máximo las costuras constitucionales, y fue duramente criticado incluso dentro de su partido– con una oferta electoral nítida, comprensible para el votante medio y bien coordinada entre los distintos partidos de la oposición. Tampoco ha ayudado que esta suerte de segundo referéndum se haya librado bajo la ley electoral británica del first-past-the-post, que castiga la dispersión del voto entre partidos con programas parecidos.

En esta situación, resulta difícil exagerar el calamitoso resultado obtenido por los laboristas. No es solo que hayan obtenido su número de escaños más bajo desde 1935; es que lo hacen después de nueve años en la oposición. Y ante un partido que, durante este tiempo, ha debido gobernar en coalición, gestionar una recesión económica, aplicar severos recortes de gasto público, afrontar graves conflictos internos –con dos cambios de líder y defecciones de dirigentes históricos– y soportar el desgaste de las negociaciones con la UE. Es decir, que en condiciones muy favorables, el laborismo, primero bajo el liderazgo de Ed Miliband y luego bajo el de Jeremy Corbyn, ha desperdiciado una década. Nadie imaginaba en 2010 que la victoria por la mínima de Cameron, y la decisión de los liberal-demócratas de Clegg de gobernar con él en lugar de con Gordon Brown, daría comienzo a una larga hegemonía conservadora. Y, sin embargo, es muy posible que los conservadores alcancen los 14 años seguidos en el poder. Y quién sabe si más.

Es difícil no trazar paralelismos entre Jeremy Corbyn y Michael Foot, el líder laborista que fue vapuleado en las urnas por Margaret Thatcher en 1983. El programa electoral de Foot, que proponía deshacer los cambios iniciados por Thatcher y emprender un programa de renacionalización de industrias, fue descrito por uno de sus propios diputados como «la carta de suicidio más larga de la historia». Muchos apuntan a que el programa electoral impulsado por Corbyn en 2019, con propuestas parecidas de renacionalizaciones y de una gran expansión del Estado, ha cumplido una función parecida. Sus partidarios, en cambio, señalan que la mayoría de sus propuestas tiene buena acogida entre los votantes –varios estudios les dan la razón–, y que el problema no es el marcado izquierdismo del programa sino el hecho de que el Brexit haya sido el gran tema de las elecciones, como lo fue el recuerdo de la guerra de las Malvinas en 1983.

El debate sobre si habrá corbynismo después de Corbyn está abierto, pero lo que queda claro es que el diagnóstico de la izquierda que le escogió para liderar el laborismo, y que le presentó como un ejemplo para el resto de socialistas europeos, estaba fatalmente equivocado. La apuesta por Corbyn partía de la idea de que la crisis económica mundial iniciada en 2008 había cambiado las reglas de la política; en concreto, que había roto el consenso neoliberal instaurado por Thatcher. Propuestas que antes habrían sido imposibles de vender a una mayoría de votantes suponían ahora la mejor manera de que la izquierda alcanzara el gobierno. Las elecciones de diciembre de 2019 demuestran –como ya mostraban otras señales en el resto de Europa– que no ha sido así. Si la crisis de 2008 cambió las reglas de la política, no fue en la dirección que pensaron Corbyn y sus admiradores.

Mención aparte merecen los nacionalistas escoceses. Su líder, Nicola Sturgeon, hizo campaña con la promesa de plantear un segundo referéndum de independencia. Su excelente resultado le da fuerza política para exigir a Johnson que se lo conceda. El escenario parece preparado para un choque institucional entre los nacionalistas y el parlamento de Westminster. Pero, se resuelva como se resuelva la cuestión, el caso escocés muestra el error de creer que un referéndum independentista cierra un conflicto político y territorial de este tipo. Es cierto que cabe preguntarse qué habría sido del independentismo escocés sin el Brexit; es decir, sin una gran causa que diera credibilidad al argumento de que el Reino Unido se mueve en contra de los intereses de Escocia. Es posible que, aun en el caso de no haberse celebrado nunca el referéndum escocés de 2014, se hubiera exigido uno en 2020. Pero el precedente de aquella primera votación es uno de los argumentos más poderosos a favor de la segunda: si ya se concedió una vez, ¿por qué no hacerlo ahora? Y la conclusión general, si tenemos en cuenta que el acuerdo de Johnson también ha debilitado al unionismo en Irlanda del Norte, no puede ser más paradójica. Los británicos votaron a favor de recuperar su soberanía nacional, y parecen encaminarse hacia su amputación.

David Jiménez Torres es escritor y profesor de Humanidades en la Universidad Camilo José Cela. Ha coordinado el libro The Configuration of the Spanish Public Sphere (Berghahn Books).

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