El Senado como ágora

Quien albergue el firme propósito de neutralizar una demanda tiene a su disposición una vieja fórmula, de eficacia probada. Se trata de presentar dicha demanda cada cierto tiempo, pero cuidándose mucho de que nada cambie como consecuencia de la presentación. De esta manera, se consigue que los destinatarios del mensaje se acostumbren tanto a verla presentada como a la ausencia de resultados. El desenlace último de tanta vana insistencia es que la reclamación originaria queda convertida en una letanía tan previsible como bienintencionada, que se ve incorporada al catálogo de reivindicaciones heredadas, pero de la que nadie espera que se derive verdaderamente consecuencia alguna. Ni siquiera se trata, pues, como en la sentencia de Lampedusa en El gatopardo, de que “todo cambie para que todo siga igual”. A veces, parece que basta con limitarse a formular el deseo, sin más, para así dar por concluido un deber institucional o político.

Eso es en buena medida lo que parece haber ocurrido con el debate sobre el papel del Senado desde hace décadas. El diagnóstico sobre la necesidad de su reforma es compartido de manera prácticamente unánime por todas las fuerzas políticas, y así se ha venido expresando a lo largo de varias legislaturas, especialmente al inicio de las mismas. Todo el mundo ve necesario dotar al Senado de mayor peso y relevancia, y adecuarlo así de forma genuina a lo que la Constitución de 1978 nos dice que es: una Cámara de representación territorial y, también, de segunda lectura legislativa. Sin embargo, las urgencias y coyunturas de una vida política cambiante —que ha pasado de un escenario de bipartidismo imperfecto a un multipartidismo al que aún nos hemos de acostumbrar, pero cuyo destino no deja de ser también incierto— siempre han terminado por imponer su ritmo y sus intereses, aunque estos no fueran siempre los de España. Eso debe cambiar, y ha de hacerlo en la presente legislatura.

Soy muy consciente de las dificultades de la tarea, y a ellas ya me referí en mi discurso de toma de posesión: son demasiados los matices jurídicos y políticos que hacen de mi intención algo complejo, y en cierta medida, ajeno a mi sola voluntad y a la del grupo que me propuso para el cargo que ahora ocupo. Pero no es menos cierto que sí se dispone de un margen determinado para acercar nuestra realidad a nuestras aspiraciones. Un terreno que estoy decidido a explorar en esta legislatura —dure lo que dure— y con el decidido objetivo de no hacer de este un esfuerzo inútil que, en palabras de Ortega, nos conduzca a todos a la melancolía, sino un camino fecundo que culmine una aspiración no solo ampliamente compartida, sino también necesaria y urgente.

Vivimos momentos de zozobra personal y política, de perplejidad ante acontecimientos que cuestionan una forma asentada de entender el mundo. El relato ilustrado se nos presenta en crisis, con la linealidad de la idea del progreso puesta en entredicho y con la consiguiente crisis de nuestra relación con el futuro. Todos hemos escuchado el generalizado lamento de que nuestros hijos e hijas vivirán peor que nosotros. Por añadidura, durante estos años convulsos las instituciones democráticas han perdido solidez y atractivo a los ojos de unos ciudadanos crecientemente desencantados, hasta el extremo de que podría hablarse de una auténtica quiebra de uno de los pilares sobre los que se sostiene el edificio democrático, a saber, la confianza entre ciudadanos e instituciones.

Ahora bien, incluso la desconfianza admite grados, y no cabe llamarse a engaño respecto a que la misma se ve agravada cuando sobre las instituciones de las que se desconfía ya recaía con anterioridad algún tipo de sospecha (de inutilidad, de obsolescencia u otra), como es el caso del Senado de España. Pero precisamente porque me ha correspondido el honor de presidirlo y he asumido el deber político y moral de reivindicarlo, me atrevo a formular esta idea con toda rotundidad. Es hora de cambiar el orden de la ecuación: si el Senado pudo ser parte involuntaria de ese problema, debe ser ahora, con más determinación, uno de los ejes de la recuperación de nuestra autoestima como ciudadanos políticos de una democracia plena.

No se trata de un mero desiderátum, y mucho menos de una mal entendida obligación institucional. Se me permitirá a este respecto una reflexión final que atañe tanto a nuestro sistema político como a nuestro momento histórico general. Dominados como están nuestro debate y nuestra vida pública por las urgencias cortoplacistas y nuestra adaptación inmediata a un nuevo sistema de partidos, el Senado tiene la oportunidad y el deber de pensar a largo plazo, de ser la conciencia estratégica de nuestro sistema político. Desde el regreso de la democracia, nunca como hasta ahora podrán ser más evidentes las virtudes del bicameralismo y del equilibrio de poderes de nuestro andamiaje institucional. No en vano acreditados especialistas gustan de referirse, de tan tentados por demasiados estímulos y falsas urgencias como nos vemos constantemente, a la capacidad de atención como el nuevo cociente intelectual de nuestros días. Pues bien, es este papel de reflexión de fondo el que nuestra Cámara Alta está en disposición de jugar mejor que ninguna otra institución.

Aspiro a que el Senado sea a partir de esta legislatura la Cámara que hable con voz más autorizada sobre aquellos asuntos relacionados con la organización y la estabilidad territorial de España. Porque no son pocas las iniciativas que podremos tomar en este sentido, desde la recepción de las conferencias de presidentes autonómicos hasta el análisis y el impulso de un nuevo sistema de financiación autonómica, pasando por la creación de ponencias y comisiones encargadas de estudiar todo aquello relacionado con lo que, de forma diáfana, podríamos encuadrar como asuntos de competencia territorial. Pero, como Senado, tenemos además una oportunidad añadida en estos años venideros: la de hacernos cargo de los retos estratégicos que afrontamos como país y como sociedad a medio y largo plazo. Ser capaces de elaborar diagnósticos ampliamente compartidos que puedan luego servir de base para el diseño de las políticas públicas adecuadas. Ser, en definitiva, una auténtica y genuina cámara de reflexión, conciencia y brújula, en la que se debatan aquellos asuntos medulares que constituyen el entramado básico de las preocupaciones colectivas que conforman nuestro presente. Con el corolario ineludible que se desprende de lo anterior: precisamente por la trascendencia de la tarea pendiente, se necesita la participación en la misma de todos aquellos ciudadanos que tengan ideas que aportar en orden a construir un mejor futuro para todos.

Estoy convencido de que el Senado tiene ahora, y de forma inédita en los últimos años, la oportunidad de convertirse en una auténtica ágora influyente, eficaz, cercana. En un espacio de debate y encuentro menos asediado por distracciones y complicaciones coyunturales, e idóneo para atender todos aquellos problemas que nos van a definir como individuos, como sociedad y como país en los próximos años. Porque vivimos un auténtico cambio de época, en un crucial momento de transformaciones globales, y todo ciudadano debe sentir y saber que el Senado está a su altura y a su servicio. Ese es mi objetivo, y en base a él quisiera que, pasado el tiempo, se juzgara mi desempeño.

Manuel Cruz es presidente del Senado y filósofo.

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