Se ha iniciado la IX Legislatura de la democracia institucionalizada hace ya casi 30 años por la Constitución de 1978. El Gobierno ha expresado su voluntad de proponer de nuevo a las fuerzas políticas una reforma de la Norma Suprema.
Uno de los puntos objeto de la misma vuelve a ser el sempiterno tema del Senado, a fin de hacer efectiva la previsión constitucional que le atribuye la condición de "Cámara de representación territorial". Una cualidad que dista mucho de ser así, a pesar de la consolidación de España como un Estado compuesto, políticamente descentralizado en 17 comunidades autónomas dotadas de autogobierno.
El Senado sigue siendo una Cámara que no representa a las comunidades autónomas, sino sobre todo a las provincias, lo que pone de relieve que la descentralización política proclamada por la Constitución no tiene en el Senado su más adecuada expresión. La organización y las funciones atribuidas a la Cámara alta -y no es el único caso- viven al margen de la lógica de un Estado cuyo poder político se encuentra territorialmente distribuido en comunidades autónomas que, sin embargo, no encuentran en el Senado el foro de debate, colaboración y decisión normativa que, en general, es el propio de las cámaras altas en los modelos federales o similares. No es ninguna novedad, pero hay que reiterar que el Senado es un órgano constitucional que resulta disfuncional con la organización del poder político que diseñó la Constitución. Hay, pues, buenas razones para su reforma.
Pero mientras ésta llega, y sin esperarla, hay soluciones adecuadas a la Constitución vigente que supondrían un primer paso encaminado a implicar al Senado en la lógica de la descentralización política. Y, sobre todo, coadyuvarían a rechazar que la cualidad de "Cámara de representación territorial" sea una expresión constitucional retórica o vacía de contenido. Porque es evidente que no lo es, y así lo ha entendido el Tribunal Constitucional en su todavía reciente STC 49/2008, en la que ha resuelto la conformidad con la Constitución de la reforma de la Ley Orgánica 2/1979 que regula el Alto Tribunal. Concretamente, ha juzgado que es constitucional la atribución a los parlamentos de las comunidades autónomas de la facultad de presentar candidatos a magistrados del Tribunal Constitucional para cubrir las cuatro plazas que, en todo caso, ha de elegir el Senado. Se trata de una decisión jurídica importante que responde a una adecuada concepción de la Constitución, no reducida a una interpretación literal de su texto, sino más bien a una comprensión global de la Norma Suprema en su significado conjunto, al cual se ha de amoldar -entre otras- una institución tan central del Estado como es la jurisdicción constitucional.
Pero, ¿en qué se concreta ese significado conjunto o global de la Constitución al que se acoge la sentencia? Pues, entre otros aspectos, en la existencia de una potestad legislativa plural y diversa, sinónimo de la descentralización política que protagonizan las comunidades autónomas. Un hecho ya irreversible del sistema democrático español, pero que requiere una mayor ósmosis institucional con el Estado.
La reforma legal que ha avalado esa sentencia se inserta en la lógica de implicar a las comunidades autónomas en los órganos centrales del Estado. La razón es clara: las comunidades autónomas no son algo ajeno al Estado, sino que forman parte del mismo. Más aún, son Estado. Y una forma, entre otras, de ese deseable ensamblaje es la participación autonómica en las instituciones centrales estatales. En este sentido, la condición del Senado como "Cámara de representación territorial" equivale a la de sede natural del compromiso autonómico con los asuntos generales. Y en ese contexto institucional, la presentación de candidatos a magistrado del Tribunal Constitucional por parte de los parlamentos autonómicos es una vía que habría de contribuir a dar sustantividad a la expresión "Cámara de representación territorial" prevista en el artículo 69.1 de la Constitución. Una vía jurídica que se traduce en la capacidad para proponer candidatos a magistrado y que, como no podía ser de otra manera, en ningún caso resta poder al Senado para elegir a los cuatro magistrados que le corresponden.
Esta decisión del Tribunal tiene también trascendencia, y no sólo para el caso concreto. Pues, al igual que ocurre con la STC 247/2007, que a finales del año pasado avaló la plena constitucionalidad de la reforma del Estatuto de autonomía de la Comunidad Valenciana, y lo hizo -probablemente- con la vista puesta en un futuro jurisdiccional no lejano, es razonable colegir que el visto bueno dado ahora a la reforma de su propia ley también va a tener proyección de futuro. No se olvide que esta forma de participación de las comunidades autónomas en la elección de magistrados constitucionales a través del Senado, ya viene apuntada -¡que no decidida!- en las respetuosas remisiones a lo que al respecto establezca la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional contenidas -con formulaciones muy similares- en las reformas estatutarias aprobadas en los dos últimos años en Cataluña, Andalucía, Aragón, y Castilla y León.
Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra.